Se volvió hacia Mark y Diana con su leve sonrisa complacida, como si hubiera ejecutado un truco de magia.
– Avísenme cuando estén preparados y terminaré de arreglarlo -dijo.
– ¿No hará mucho calor ahí dentro? -preguntó Diana.
– Cada litera cuenta con su propio ventilador. Si miran hacia arriba, lo verán.
Diana levantó la vista y vio una rejilla provista de una palanca para abrirla y cerrarla.
– Tienen también su propia ventanilla, luz eléctrica, colgador para la ropa y un estante -continuó Davy-. Si necesitan algo, aprieten este botón y acudiré.
Mientras estaba trabajando, los dos pasajeros de babor, el apuesto Frank Gordon y el calvo Ollis Field, habían cogido sus bolsas y marchado hacia el lavabo de caballeros. Davy empezó a preparar las literas del otro lado, que requería un proceso algo diferente. El pasillo no estaba en el centro del avión, sino más cercano a babor, y en este lado sólo había un par de literas, dispuestas más a lo largo que a lo ancho del avión.
La princesa Lavinia regresó con un salto de cama azul marino, largo hasta los pies, ribeteado de encaje azul, y con un turbante a juego. Su rostro era una máscara de dignidad petrificada; era obvio que consideraba dolorosamente indigno aparecer en público de aquella guisa. Contempló la litera con pavor.
– Moriré de claustrofobia -gimió.
Nadie le hizo caso. Se quitó las zapatillas de seda y se introdujo en la litera inferior. Cerró la cortina y la ajustó bien, sin decir buenas noches.
Un momento después, Lulu Bell hizo acto de aparición con un ligero conjunto de gasa rosa que apenas disimulaba sus encantos. Desde el incidente de Foynes, su comportamiento con Diana y Mark se había ceñido a las reglas estrictas de cortesía, pero ahora parecía haber olvidado de repente el pique.
– ¿A que no adivináis lo que me han contado sobre nuestro compañeros? -dijo, sentándose junto a ellos y apuntando con el pulgar a los asientos que ocupaban a Field y Gordon.
– ¿Qué te han dicho. Lulu? – preguntó Mark, lanzando una nerviosa mirada a Diana.
– !El señor Field es un agente del fbi!
No era tan sorprendente, pensó, Diana. Un agente del fbi no era más que un policía.
– !Y Frank Gordon es su prisionero! -añadió Lulu.
– ¿Quién te ha contado esto? -preguntó Mark, escéptico.
– En el lavabo de señoras sólo se habla de eso.
– Eso no significa que sea verdad, Lulu.
– ¡Sabía que no me creerías! Ese chico escuchó una discusión entre Field y el capitán del barco. El capitán estaba muy cabreado porque el fbi no avisó a la Pan American de que había un criminal peligroso a bordo. Se produjo un auténtico enfrentamiento y, al final, la tripulación le quito la pistola al señor Field.
Diana recordó que había pensado en Field como la carabina de Gordon.
– ¿Qué ha hecho ese tal Frank?
– Es un gángster. Mató a un tío, y violó a una chica y prendió fuego a un club nocturno.
A Diana le costaba creerlo. ¡Ella misma había conversado con aquel hombre! No era muy refinado, ciertamente, pero era guapo y vestía bien, y había flirteado con ella sin pasarse. Era fácil imaginarlo como un timador, un evasor de impuestos, o mezclado en juegos ilegales, pero le parecía imposible que hubiera matado gente a sangre fría. Lulu era una persona excitable, capaz de creerse cualquier cosa.
– Resulta difícil de creer -dijo Mark.
– Me rindo -dijo Lulu, con un ademán desdeñoso-. No tenéis sentido de la aventura. -Se puso en pie-. Me voy la cama. Si empieza a violar gente, despertadme.
Trepó por la escalerilla y se deslizó en la litera de arriba. Corrió las cortinas, se asomó y habló a Diana.
– Cariño, comprendo por qué te enfadaste conmigo en Irlanda. Lo he estado pensando, y me parece que recibí mi merecido. Sólo fui amable con Mark. Una tontería, supongo. Estoy dispuesto a olvidarlo en cuanto tú lo hagas. Buenas noches.
Era lo más parecido a una disculpa, y Diana carecía de ánimos para rechazarla.
– Buenas noches, Lulu -dijo.
Lulu cerró la cortina.
– Fue culpa mía tanto como suya -dijo Mark-. Lo siento, nena.
Diana, a modo de respuesta, le besó.
De pronto, se sintió a gusto con él otra vez. Todo su cuerpo se relajó. Se dejó caer sobre el asiento, sin dejar de besarle. Era consciente de que el pecho de Mark se apretaba contra su pecho derecho. Era fantástico volver a experimentar deseo físico hacia él. La punta de la lengua de Mark tocó sus labios, y ella los abrió para dejarla entrar. La respiración del hombre se aceleró. Nos estamos pasando, pensó Diana. Abrió los ojos… y vio a Mervyn.
Atravesaba el compartimento en dirección a la parte delantera, y tal vez no se habría fijado en ella, pero se volvió, miró hacia atrás y se quedó petrificado, como paralizado en mitad de un movimiento. Su rostro palideció.
Diana le conocía tan bien que leyó sus pensamientos. Aunque le había dicho que estaba enamorada de Mark, era demasiado tozudo para aceptarlo, y le había sentado como una patada en el estómago verla besando a otro, casi igual que si no le hubiera avisado.
Su frente se arrugó y frunció el ceño de ira. Por una fracción de segundo, Diana pensó que iba a iniciar una pelea. Después, se dio la vuelta y continuó andando.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Mark. No había visto a Mervyn… Estaba demasiado ocupado besando a Diana. Ella decidió no contárselo.
– Alguien nos puede ver -murmuró.
Mark se apartó, a regañadientes.
Diana experimentó cierto alivio, pero enseguida se enfureció. Mervyn no tenía derecho a seguirla por todo el mundo y fruncir el ceño cada vez que ella besaba a Mark. El matrimonio no equivalía a esclavitud. Ella le había dejado, y él debía aceptarlo. Mark encendió un cigarrillo. Diana sentía la necesidad de enfrentarse con Mervyn. Quería decirle que desapareciera de su vida.
Se puso en pie.
– Voy a ver qué pasa en el salón -dijo-. Quédate a fumar. Se marchó sin esperar la respuesta.
Había comprobado que Mervyn no se sentaba en la parte de atrás, así que siguió adelante. Las turbulencias se habían suavizado lo bastante para caminar sin agarrarse a algo. Mervyn no estaba en el compartimento número 3. Los jugadores de cartas se hallaban enfrascados en una larga partida en el salón principal, con los cinturones de seguridad abrochados. Nubes de humo flotaban a su alrededor y botellas de whisky llenaban las mesas. Entró en el número 2. La familia Oxenford ocupaba todo el lado del compartimento. Todos los que viajaban en el avión sabían que lord Oxenford había insultado a Carl Hartmann, el científico, y que Mervyn Lovesey había saltado en su defensa. Mervyn tenía sus cualidades; Diana nunca lo había negado.
Llegó a la cocina. Nicky, el camarero gordo, estaba lavando platos a una velocidad tremenda, mientras su colega hacía las camas. El lavabo de los hombres estaba frente a la cocina. A continuación venía la escalera que subía a la cubierta de vuelo, y al otro lado, en el morro del avión, el compartimento número 1. Supuso que Mervyn estaba allí, pero comprobó que lo ocupaban los tripulantes que descansaban.
Subió por la escalera hasta la cubierta de vuelo. Era tan lujosa como la cubierta de pasajeros. Sin embargo, la tripulación estaba muy ocupada.
– Nos encantaría recibirla como se merece en cualquier otro momento, señora -dijo un tripulante-, pero mientras dure la tempestad tendremos que pedirle que permanezca en su asiento y se abroche el cinturón de seguridad.
Por lo tanto, Mervyn tenía que estar en el lavabo de caballeros, pensó mientras bajaba la escalera. Aún no había averiguado dónde se sentaba.
Cuando llegó al pie de la escalera se topó con Mark. Diana le dirigió una mirada de culpabilidad.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella.
– Lo mismo te pregunto -replicó Mark, con una nota desagradable en su tono de voz.
– Estaba echando un vistazo.
– ¿Buscabas a Mervyn?
– Mark, ¿por qué estás enfadado conmigo?
– Porque te has escapado para verle.
Nicky les interrumpió.
– ¿Quieren volver a sus asientos, por favor? De momento, el vuelo no es muy agradable, pero no durará mucho,
Regresaron al compartimento. Diana se sentía como una estúpida. Había seguido a Mervyn, y Mark la había seguido a ella. Qué tontería.
Se sentaron. Antes de que pudieran continuar su conversación, Ollis Field y Frank Gordon entraron. Frank llevaba una bata de seda amarilla con un dragón en la espalda, y Field, una vieja bata de lana. Frank se quitó la bata, dejando al descubierto un pijama rojo de cinturón blanco. Se quitó las zapatillas y trepó a la litera superior.
Entonces, ante el horror de Diana, Field sacó un par de esposas plateadas del bolsillo de su bata marrón. Dijo algo a Frank en voz baja. Diana no escuchó la respuesta, pero estaba segura de que Frank protestaba. Field, no obstante, insistió, y Frank le ofreció por fin una muñeca. Field le ciñó una esposa y aseguró la otra al marco de la litera. Después, corrió la cortina y fijó los pernos.
Así pues, era cierto: Frank era un prisionero.
– Mierda -dijo Mark,
– Aún no creo que sea un asesino -susurró Diana.
– ¡Espero que no! -exclamó Mark-. ¡Viajaríamos con más seguridad si hubiéramos pagado cincuenta pavos y viajáramos en el entrepuente de un carguero!
– Ojalá no le hubiera puesto las esposas. No sé cómo va a dormir ese chico encadenado a la cama. ¡Ni siquiera podrá darse la vuelta!
– Qué buena eres -dijo Mark, abrazándola-. Es probable que ese hombre sea un violador, y tú sientes pena por él porque no podrá dormir.
Diana apoyó la mano sobre su hombro. Mark le acarició el pelo. Se había enfadado con ellas apenas dos minutos antes, pero ya se le había pasado.
– Mark -dijo Diana-, ¿crees que caben dos personas en una litera?
– ¿Estás asustada, cariño?
– No.
Mark la miró, confuso, pero después comprendió y sonrió.
– Me parece que sí caben…, aunque al lado, no.
– ¿Al lado no?
– Parece muy estrecha.
– Bueno… -Diana bajó la voz-. Uno de los dos tendrá que ponerse encima.