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– ¿Estamos locos?

– Tal vez. Deberíamos dejar de pensar en el pasado, vivir el momento, preocuparnos sólo del presente inmediato.

– Quizá tengas razón -dijo ella, besándole de nuevo.

El avión se bamboleó como si hubiera chocado con algo. Se dieron un golpe en la cara y las luces parpadearon. El aparato se sacudió y osciló. Nancy dejó de pensar en besos y se aferró a Mervyn para conservar el equilibrio.

Cuando la turbulencia se apaciguó un poco, Nancy vio que el labio de Mervyn sangraba.

– Me has mordido -dijo él, con una sonrisa burlona.

– Lo siento.

– Yo no. Confío en que me deje una cicatriz.

Ella le abrazó con fuerza, invadida por un oleada de ternura.

Se tendieron juntos en el suelo mientras la tormenta rugía a su alrededor. Mervyn aprovechó la tregua siguiente para decir:

– Intentemos llegar a la litera… Estaremos más cómodos que sobre esta alfombra.

Nancy asintió. Gatearon por el suelo hasta trepar a la litera de ella. Mervyn se tendió a su lado. La rodeó con sus brazos y Nancy se apretó contra su camisón.

Cada vez que las turbulencias empeoraba, ella le abrazaba con fuerza, como un marinero atado a un mástil. Cuando los movimientos se suavizaban, aflojaba su presa, y él la acariciaba.

En algún momento, Nancy se sumió en un sueño profundo.

La despertó una llamada a la puerta y una voz que gritó:

– ¡Mozo!

Abrió los ojos y se dio cuenta de que yacía en brazos de Mervyn.

– Oh, Dios mío -exclamó, presa del pánico. Se incorporó y miró frenéticamente a su alrededor.

Mervyn apoyó la mano en su hombro para tranquilizarla.

– Espere un momento, mozo -respondió, en tono autoritario.

– Tómese su tiempo, señor -dijo una voz asustada.

Mervyn saltó de la cama, se puso en pie y cubrió a Nancy con las mantas. Ella le dirigió una mirada de gratitud y se dio la vuelta, fingiendo que dormía, para no tener que mirar al mozo.

Oyó que Mervyn abría la puerta y el mozo entraba.

– ¡Buenós días! -saludó, risueño. Nancy olió el aroma a café recién hecho-. Son las nueve y media de la mañana, hora de Inglaterra, las cuatro y media de la madrugada en Nueva York, y las seis en punto en Terranova.

– ¿Ha dicho que son las nueve y media en Inglaterra, pero las seis en punto de Terranova? -se extrañó Mervyn-. ¿Van tres horas y media retrasados con respecto a Inglaterra?

– En efecto, señor.

– No sabía que se empleaban medias horas. Debe complicar la vida a la gente que confecciona los horarios de las líneas aéreas. ¿Cuánto tiempo tardaremos en aterrizar?

– Dentro de treinta minutos, y sólo con un retraso de una hora, por culpa de la tormenta.

El camarero salió y cerró la puerta.

Nancy se dio la vuelta. Mervyn abrió las persianas. Era de día. Ella le miró mientras servía el café, y una serie de vívidas imágenes reprodujeron la noche pasada: Mervyn cogiéndole la mano durante la tempestad, los dos cayendo al suelo, la mano de Mervyn sobre su pecho, ella aferrada a su cuerpo mientras el avión oscilaba y se bamboleaba, la forma en que la había acariciado para que durmiera. Santo Dios, pensó, este hombre me gusta un montón.

– ¿Cómo lo tomas? -preguntó Mervyn.

– Sin azúcar.

– Igual que yo.

Le tendió una taza.

Ella lo bebió, agradecida. De repente, experimentó curiosidad por saber cientos de cosas acerca de Mervyn. ¿Jugaba al tenis, iba a la ópera, le gustaba ir de compras? ¿Leía mucho? ¿Cómo se anudaba la corbata? ¿Se limpiaba él mismo los zapatos? Mientras le veía beber el café, supo que podía adivinar muchas cosas. Era probable que jugara al tenis, pero no leía muchas novelas y, desde luego, no le gustaba nada ir de compras. Debía ser un buen jugador de póker y un mal bailarín.

– ¿Qué piensas? -preguntó él-. Me miras como si te estuvieras preguntando si vale la pena proponerme un seguro de vida.

Nancy rió.

– ¿Qué tipo de música te gusta?

– Carezco de oído. Cuando era un crío, antes de la guerra, el ragtime hacía furor en las salas de baile. Me gustaba el ritmo, aunque no sabía bailar mucho. ¿Y a ti?

– Oh, yo bailaba… Tenía que hacerlo. Cada sábado por la mañana iba a una escuela de baile, con un vestido blanco muy emperifollado y guantes blancos, para aprender bailes de sociedad con chicos trajeados de doce años. Mi madre pensaba que de esta manera se me abrirían las puertas de la alta sociedad de Boston. No fue así, por supuesto, pero a mí no me importó, por suerte. Me interesaba más la fábrica de papá…, para desesperación de mamá. ¿Combatiste en la Gran Guerra?

– Sí. -Una sombra cruzó por su rostro-. Estuve en Ypres, y juré que nunca permitiría que otra generación de jóvenes fuera enviada a la muerte de aquella forma. Pero no me esperaba lo de Hitler.

Ella le dirigió una mirada compasiva. Mervyn levantó la vista. Se miraron a los ojos y ella supo que también él pensaba en los besos y caricias de la noche. De repente, experimentó una intensa turbación. Desvió la vista hacia la ventana y vio tierra. Eso le recordó que cuando llegara a Botwood la esperaba una llamada telefónica que cambiaría su vida, para bien o para mal.

– ¡Casi hemos llegado! -exclamó, saltando de la cama-. He de vestirme.

– Deja que salga yo primero. Será más conveniente para ti.

– De acuerdo.

Ya no estaba segura de si le quedaba alguna reputación que proteger, pero no quería expresarlo. Le miró mientras descolgaba su traje y cogía la bolsa de papel que contenía la ropa nueva que había comprado en Foynes, además del camisón: una camisa blanca, calcetines negros de lana y ropa interior gris de algodón. Vaciló en la puerta, y ella adivinó que se estaba preguntando si podía besarla de nuevo. Se acercó a él y alzó la cara.

– Gracias por cobijarme en tus brazos toda la noche -dijo.

Él se inclinó y la besó. Fue un beso suave, apoyando sus labios cerrados sobre los de ella. Permanecieron así unos momentos, y después se separaron.

Nancy abrió la puerta y Mervyn salió.

Suspiró cuando cerró la puerta a su espalda. Creo que podría enamorarme de él, pensó.

Se preguntó si volvería a ver aquel camisón.

Miró por la ventana. El avión perdía altura poco a poco. Tenía que apresurarse.

Se peinó rápidamente ante el tocador, cogió su maletín y fue al lavabo de señoras, que estaba al lado de la suite matrimonial. Lulu Bell y otra mujer estaban allí, pero la esposa de Mervyn no, por suerte. Le habría gustado bañarse, pero se conformó con lavarse la cara en el lavabo. Se puso ropa interior y una blusa azul marino limpias bajo el traje rojo. Mientras se vestía, recordó la conversación matutina con Mervyn. Pensar en él la hizo feliz, pero cierta inquietud subsistía bajo la felicidad. ¿Por qué? En cuanto se hizo la pregunta, la respuesta se abrió paso sin dificultad. Mervyn no había hablado de su mujer. Por la noche había confesado que estaba «confuso». Desde entonces, silencio. ¿Quería que Diana regresara? ¿Aún la amaba? Había dormido abrazado a Nancy toda la noche, pero eso no borraba de un plumazo un matrimonio.

¿Qué quiero yo?, se preguntó. Me encantaría volver a ver a Mervyn, desde luego, incluso mantener relaciones con él, pero ¿quiero que rompa su matrimonio por mí? ¿Cómo voy a saberlo, después de una noche de pasión no consumada?

Se quedó inmóvil mientras se aplicaba lápiz de labios y miró su cara en el espejo. Corta, Nancy, se dijo. Ya sabes la verdad. Quieres a este hombre. Es el primero del que te enamoras en diez años. Ya tienes cuarenta y un día y acabas de conocer al Hombre Perfecto. Deja de hacer niñerías y empieza a seducirle.

Se puso perfume Pink Clover y salió del lavabo. Cuando salio vio a Nat Ridgeway y a su hermano Peter, cuyos asientos se hallaban situados junto al lavabo de señoras.

– Buenos días, Nancy -saludó Nat.

Nancy recordó al instante lo que había sentido por este hombre cinco años antes. Sí, pensó, con el tiempo me habría enamorado de él, pero no hubo tiempo. Y tal vez tuve suerte; tal vez él deseaba más a «Black’s Boots» que a mí. Al fin y al cabo, todavía intenta apoderarse de la empresa, pero no de mí. Le saludó con un cortés movimiento de cabeza y entró en su suite.

Habían desmontado las literas, transformándolas otra vez en una otomana. Mervyn estaba sentado, afeitado y vestido con su traje gris y la camisa blanca.

– Mira por la ventana -dijo-. Casi hemos llegado.

Nancy miró y vio tierra. Volaban a escasa altura sobre un espeso bosque de pinos, atravesado por ríos plateados. Mientras miraba, los árboles dieron paso al agua, no a las aguas profundas y oscuras del Atlántico, sino a un sereno estuario gris. Al otro lado se veía un puerto y un puñado de edificios de madera, coronados por una iglesia.

El avión descendió con gran rapidez. Nancy y Mervyn se quedaron sentados con los cinturones abrochados, cogidos de la mano. Nancy casi no notó el impacto cuando el casco hendió la superficie del río, y no estuvo segura de que habían amarado hasta unos instantes después, cuando la espuma cubrió la ventana.

– Bueno -dijo ella-, ya he cruzado el Atlántico.

– Sí. Muy pocos pueden decir lo mismo.

Nancy no se sentía muy animada. Se había pasado la mitad del viaje preocupada por su negocio, la otra mitad cogiendo la mano del marido de otra. Sólo había pensado en el vuelo cuando el tiempo empeoró y se asustó. ¿Qué les diría a los chicos? Querrían saber todos los detalles. Ni siquiera sabía a qué velocidad volaba el avión. Resolvió averiguar ese tipo de cosas antes que llegaran a Nueva York.

Cuando el avión se detuvo, una lancha se acercó. Nancy se puso la chaquetilla, y Mervyn su chaqueta de cuero. La mitad de pasajeros habían decidido salir a estirar las piernas. Los demás seguían acostados, encerrados tras las cortinas azules de sus literas.

Atravesaron el salón principal, caminaron sobre el hidroestabilizador y abordaron la lancha. El aire olía a mar y a madera nueva; habría una serrería en las cercanías. Cerca del malecón del clipper se había parado una barcaza que llevaba escrito en un lado Servicio Aéreo Shell. Hombres cubiertos con monos blancos procedían a llenar los depósitos del avión. En el puerto también había dos enormes cargueros. Las aguas debían ser profundas.