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Como el hidroavión estaba amarrado a la lancha, ambas embarcaciones se mecían al unísono sobre las olas, y la pasarela no se movía en exceso. Mervyn fue el primero en desembarcar y tendió la mano a Nancy.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Mervyn al hombre de la lancha.

– Tuvieron problemas con el combustible y se vieron obligados a amarrar.

– No pude conectar por radio con ellos.

El hombre se encogió de hombros.

– Será mejor que suba a bordo.

Pasar de la lancha al clipper exigía un pequeño salto desde la cubierta de la lancha a la plataforma facilitada por la puerta de proa abierta. Mervyn abrió la marcha. Nancy se quitó los zapatos, los guardó en la chaqueta y le siguió. Estaba un poco nerviosa, pero saltó con facilidad.

En el compartimento de proa vio a un joven que no reconoció.

– ¿Qué ha sucedido aquí? -preguntó Mervyn.

– Un aterrizaje de emergencia -contestó el joven-. Estábamos pescando y presenciamos la maniobra.

– ¿Qué le pasa a la radio?

– No lo sé.

Nancy decidió que el joven no era muy inteligente. Mervyn debió pensar lo mismo, a juzgar por sus siguientes palabras.

– Iré a hablar con el capitán -dijo, impaciente.

– Vaya por ahí. Todos están reunidos en el comedor.

El muchacho no iba vestido de la forma más adecuada para pescar: zapatos de dos tonos y corbata amarilla. Nancy siguió a Mervyn escaleras arriba hasta llegar a la cubierta de vuelo, que se encontraba desierta. Eso explicaba por qué Mervyn no había podido conectar por radio con el clipper, pero ¿por qué estaban todos en el comedor? Era muy extraño que toda la tripulación hubiera abandonado la cubierta de vuelo.

El nerviosismo se apoderó de ella a medida que bajaban hacia la cubierta de pasajeros. Mervyn entró en el compartimento número 2 y se detuvo de repente.

Nancy vio que el señor Membury yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre. Se llevó la mano a la boca para ahogar un grito de horror.

– Santo Dios, ¿qué ha pasado aquí? -exclamó Mervyn. -Sigan avanzando -dijo desde atrás el joven de la corbata amarilla. Su voz había adoptado un tono áspero. Nancy se volvió y vio que empuñaba una pistola.

– ¿Usted lo mató? -preguntó, encolerizada.

– ¡Cierre su jodida boca y siga avanzando!

Entraron en el comedor.

Había tres hombres armados más en la sala: un hombre grande vestido con un traje a rayas que parecía estar al mando, un hombrecillo de rostro vil que estaba detrás de la esposa de Mervyn, acariciándole los pechos, lo cual provocó que Mervyn maldijera por lo bajo, y el señor Luther, uno de los pasajeros. Apuntaba con su pistola a otro pasajero, el profesor Hartmann. El capitán y el mecánico también se encontraban presentes, con aspecto de desolación. Varios pasajeros estaban sentados a las mesas, pero la mayoría de los platos y vasos habían caído al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Nancy se fijó en Margaret Oxenford, pálida y asustada. Recordó de repente la conversación en que había asegurado a Margaret que la gente normal no debía preocuparse por los gángsteres, porque sólo actuaban en los barrios bajos. Qué estupidez.

El señor Luther habló.

– Los dioses están de mi parte, Lovesey. Ha llegado en un hidroavión justo cuando necesitábamos uno. Usted nos conducirá a mí, al señor Vincini y a nuestros socios por sobre el guardacostas de la Marina que el traidor de Eddie Deakin llamó para que nos tendiera una trampa.

Mervyn le dirigió una dura mirada, pero no dijo nada. El hombre del traje a rayas intervino.

– Démonos prisa, antes de que la Marina se impaciente y venga a investigar. Kid, encárgate de Lovesey. Su novia se quedará aquí.

– Muy bien, Vinnie.

Nancy no estaba muy segura de lo que estaba pasando, pero sabía que no quería quedarse. Si Mervyn tenía problemas, prefería estar a su lado. Sólo que nadie se había interesado por sus preferencias.

El hombre llamado Vincini continuó dando instrucciones.

– Luther, encárgate del comedor de salchichas. Nancy se preguntó por qué se llevaban a Carl Hartmann.

Había dado por sentado que todo tenía relación con Frankie Gordino, pero no se le veía por ninguna parte.

– Joe, trae a la rubia -dijo Vincini.

El hombrecillo apuntó con la pistola al busto de Diana Lovesey.

– Vamos -dijo.

Ella no se movió.

Nancy estaba horrorizada. ¿Por qué secuestraban a Diana? Tenía la horrible sensación de saber la respuesta.

Joe hundió el cañón de la pistola en el suave pecho de Diana, y la mujer lanzó un gemido de dolor.

– Un momento -dijo Mervyn.

Todos le miraron.

– Muy bien, les sacaré de aquí, pero con una condición. -Cierre el pico y mueva el culo -replicó Vincini-. No puede poner ninguna condición.

Mervyn abrió los brazos.

– Pues dispare -dijo.

Nancy lanzó un chillido de miedo. Eran la clase de hombres que dispararían sobre cualquiera que les desafiara. ¿Es que Mervyn no lo comprendía?

Se produjo un momento de silencio.

– ¿Qué condición? -preguntó Luther.

Mervyn señaló a Diana.

– Ella se queda.

Joe dirigió a Mervyn una mirada asesina.

– No le necesitamos, pedazo de mierda -contestó Vincini-. Tenemos a un montón de pilotos de la Pan American… Cualquiera pilotará el hidroavión tan bien como usted.

– Y cualquiera le pondrá la misma condición -contestó Mervyn-. Pregúnteles…, si le queda tiempo.

Nancy comprendió que los gángsteres no conocían la presencia de otro piloto a bordo del Ganso, aunque prácticamente daba lo mismo.

– Suéltala -dijo Luther a Joe.

El hombrecillo enrojeció de ira.

– Coño, ¿por qué…?

– ¡Suéltala! -gritó Luther-. ¡Te pagué para que me ayudaras a secuestrar a Hartmann, no para violar mujeres!

– Tiene razón, Joe -intervino Vincini-. Ya conseguirás otra puta más tarde.

– Vale, vale -dijo Joe.

Diana empezó a llorar de alivio.

– ¡Nos estamos retrasando! -gritó Vincini-. ¡Vámonos de aquí!

Nancy se preguntó si volvería a ver a Mervyn.

Escucharon un bocinazo El patrón de la lancha intentaba llamar su atención.

El que llamaban Kin gritó desde el compartimento contiguo.

– ¡Dios mío, jefe, mire por la ventana!

Harry Marks había quedado sin sentido cuando el clipper se posó sobre las aguas. Del primer rebote salió disparado de cabeza contra las maletas amontonadas. Después, mientras se incorporaba a gatas, el avión se desplomó sobre el mar y él se precipitó contra la pared opuesta, golpeándose en la cabeza y perdiendo el conocimiento.

Cuando se despertó, se preguntó qué estaba pasando.

Sabía que no habían llegado a Port Washington; sólo habían transcurrido dos horas y la última etapa duraba cinco. Se trataba de una escala no prevista, y tenía toda la pinta de ser un amaraje de emergencia.

Se incorporó, dolorido. Ahora sabía por qué los aviones llevaban cinturones de seguridad. Sangraba por la nariz, la cabeza le dolía mucho y tenía magulladuras por todas partes, aunque no se había roto ningún hueso. Se secó la nariz con el pañuelo y se consideró afortunado.

En la bodega del equipaje no había ventanas, por supuesto, y no podía averiguar lo que ocurría. Permaneció sentado un rato y se concentró en escuchar. Los motores se habían parado, y el silencio era absoluto.

Después, oyó un disparo.

Armas de fuego significaban gángsteres, y si había gángsteres a bordo, venían a por Frank Gordino. Además, un tiroteo equivalía a confusión y pánico, y Harry tal vez pudiera escapar en aquellas circunstancias.

Tenía que echar un vistazo.

Abrió la puerta apenas. No vio a nadie.

Salió al pasillo y se encaminó a la puerta que conducía a la cubierta del vuelo. Se detuvo y escuchó. No oyó nada. Abrió la puerta con sigilo y se asomó.

La cubierta de vuelo estaba vacía.

Avanzó de puntillas y subió por la escalera. Distinguió voces masculinas enzarzadas en una discusión, pero no consiguió captar las palabras.

La escotilla de la carlinga estaba abierta. Se asomó y vio que entraba luz del día en el compartimento de proa. Se acercó y comprobó que la puerta de proa estaba abierta.

Se irguió y miró por la ventana, hasta ver una lancha motora amarrada al morro del avión. Había un hombre en la cubierta, con botas de goma y una gorra.

Harry comprendió que la escapatoria era muy posible.

Ante él había una lancha rápida, que podía conducirle a un lugar solitario de la costa. Por lo visto, a bordo sólo había un hombre. Tenía que existir un medio de desembarazarse de él y apoderarse de la barca.

Oyó un paso justo detrás de él. Se giró en redondo, con el corazón latiendo a toda velocidad.

Era Percy Oxenford.

El chico estaba de pie en el umbral de la puerta de atrás, con el aspecto de estar tan conmocionado como Harry.

– ¿Dónde te habías escondido? -preguntó Perey al cabo de un instante.

– Da igual -contestó Harry-. ¿Qué pasa ahí abajo?

– El señor Luther es un nazi que quiere devolver al profesor Hartmann a Alemania. Ha contratado a unos gángsteres para que le ayudaran, y les ha entregado un maletín que contiene cien mil dólares.

– ¡Demonios! -exclamó Harry, olvidando su acento norteamericano.

– Y han matado al señor Membury, que era un guardaespaldas de Scotland Yard.

De modo que no iba tan desencaminado.

– ¿Tu hermana está bien?

– De momento, pero quieren llevarse a la señora Lovesey porque es muy guapa… Espero que no se fijen en Margaret…

– Caray, que lío -dijo Harry.

– Conseguí escabullirme por la trampilla cercana al lavabo de señoras.

– ¿Para qué?

– Quiero la pistola del agente Field. Vi cómo el capitán Baker se la confiscaba.

Percy abrió el cajón de la mesa de mapas. Dentro había un pesado revolver de cañón corto, el tipo de arma que los agentes del FBI llevaban bajo la chaqueta.

– Es lo que me figuraba -dijo Percy-. Un Colt Detective Special del 38.

Lo cogió, abriéndolo con pericia y haciendo girar el tambor.