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Margaret habría preferido quedarse a hablar con el fascinante Harry Marks, pero no quería rechazar la amable invitación del sargento, sobre todo después de que hubiera accedido a su petición.

– Gracias -repitió.

– Es una trampa -dijo Harry, mientras se encaminaba hacia la puerta.

Entró en la pequeña habitación. Había unas sillas baratas, un banco, una bombilla desnuda que colgaba del techo y una ventana con barrotes. No pudo imaginar por qué el sargento consideraba este cubículo más cómodo que el vestíbulo. Se volvió para decírselo.

La puerta se cerró en sus narices. Un presentimiento espantoso hinchó su corazón de pánico. Se abalanzó sobre la puerta y aferró el tirador. En ese momento, una llave giró en la cerradura, confirmando sus terrores. Agitó el tirador furiosamente. La puerta no se abrió.

Se desplomó, desesperada, apoyando la cabeza contra la madera.

Oyó al otro lado una carcajada, y después la voz de Harry, apagada pero comprensible.

– Bastardos.

La voz del sargento ya no era amistosa.

– Métete la lengua en el culo -dijo con rudeza.

– No tiene derecho, y lo sabe.

– Su padre es un podrido marqués, y ése es todo el derecho que necesito.

Nadie volvió a hablar.

Margaret comprendió con amargura que había perdido. Su gran evasión había fracasado. Los que había considerado sus amigos la habían traicionado. Había gozado de libertad por un breve espacio de tiempo, pero todo había terminado. No se iba a enrolar en el STA, pensó, desolada. Se embarcaría en el clipper de la Pan Am y volaría a Nueva York, huyendo de la guerra. A pesar de todas las vicisitudes, no había logrado alterar su destino. Le pareció horriblemente injusto.

Al cabo de un largo rato, se apartó de la puerta y recorrió los pocos pasos que la separaban de la ventana. Vio un patio vacío y una pared de ladrillo. Se quedó de pie, derrotada e indefensa, mirando por entre los barrotes la brillante luz del amanecer, esperando a su padre.

Eddie Deakin dio al clipper de la Pan American un vistazo final. Los cuatro motores Wright Cyclone de 1500 caballos de fuerza brillaban de aceite. Cada motor era tan alto como un hombre. Habían cambiado todas las cincuenta y seis bujías. Guiado por un impulso, Eddie sacó del bolsillo de su mono una galga y la deslizó por el asiento de uno de los motores, entre la goma y la parte metálica, para probar la estanqueidad. La potente vibración debida al largo vuelo sometía el adhesivo a un terrorífico esfuerzo. Sin embargo, la delgada hoja de la galga no consiguió penetrar ni medio centímetro. El encaje del motor era perfecto.

Cerró la escotilla y bajó por la escalerilla. Mientras depositaban de nuevo el avión sobre el agua, se quitaría el mono, se cambiaría de ropa y adoptaría su uniforme de vuelo negro de la Pan American.

El sol brillaba cuando salió del muelle y subió por la colina hasta el hotel donde la tripulación se hospedaba durante la escala. Estaba orgulloso del avión y de su trabajo. Las tripulaciones del clipper constituían una élite, los mejores hombres al servicio de la compañía aérea, pues la línea transatlántica era la ruta más prestigiosa. Siempre podría decir que había sobrevolado el Atlántico durante la primera época.

Sin embargo, tenía el proyecto de despedirse pronto. Tenía treinta años, estaba casado desde hacía uno y Carol Ann estaba embarazada. Volar era perfecto para un soltero, pero no iba a pasarse la vida lejos de su mujer y sus hijos. Había ahorrado y contaba casi con la cantidad suficiente para emprender un negocio propio. Tenía una opción sobre un lugar cercano a Bangor (Maine), ideal para construir un campo de aviación. Se dedicaría al mantenimiento de aviones y vendería combustible, y a la larga adquiriría un avión para vuelos charter. Soñaba en secreto con llegar a ser algún día el propietario de una compañía aérea, como el pionero Juan Trippe, fundador de la Pan American.

Entró en los terrenos del hotel Langdown Lawn. Era una suerte para la tripulación de la Pan American que un hotel tan agradable distara tan sólo un kilómetro y medio del complejo de Imperial Airways. Era una típica casa de campo inglesa, dirigida por una pareja encantadora que caía bien a todo el mundo y servía el té en el jardín por las tardes, bajo la luz del sol.

Entró en el hotel. Se encontró en el vestíbulo con su ayudante, Desmond Finn, conocido inevitablemente como Mickey. Mickey le recordaba a Eddie al Jimmy Olsen de las aventuras de Supermán; era un tipo despreocupado, que sonreía exhibiendo toda la dentadura y adoraba a Eddie como a un héroe, una característica que turbaba a Eddie. Estaba hablando por teléfono, y se interrumpió al ver a Eddie.

– Espera. Tienes suerte, acaba de entrar. -Tendió el auricular a Eddie-. Una llamada para ti.

Se alejó escaleras arriba, dejando a Eddie solo.

– ¿Sí? -dijo Eddie.

– ¿Es usted Edward Deakin?

Eddie frunció el ceño. No reconoció la voz, y nadie le llamaba Edward.

– Sí, soy Eddie Deakin. ¿Quién es usted?

– Espere, le paso a su mujer.

El corazón le dio un vuelco. ¿Por qué le llamaba Carol-Ann desde Estados Unidos? Algo iba mal.

Un momento después escuchó su voz.

– ¿Eddie?

– Hola, cariño, ¿qué ocurre?

Ella estalló en lágrimas.

Una serie de espantosas explicaciones acudieron a su mente: la casa se había incendiado, alguien había muerto, Carol-Ann se había herido en algún accidente, había sufrido un aborto…

– Carol-Ann, cálmate. ¿Te encuentras bien?

Ella consiguió hablar entre sollozos.

– No… estoy… herida…

– Pues ¿qué? -preguntó, temeroso-. ¿Qué te ha pasado? Intenta explicármelo, cielo.

– Aquellos hombres… vinieron a casa.

Eddie sintió que un escalofrío de pánico recorría su cuerpo.

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– ¿Qué hombres? ¿Qué te hicieron?

– Me obligaron a entrar en un coche.

– Santo Dios, ¿quiénes son? -Sentía la cólera alzarse como un dolor en el pecho, y le costaba respirar-. ¿Te hicieron daño?

– Estoy bien, pero… Eddie, estoy tan asustada…

No supo qué decir. Demasiadas preguntas acudían a sus labios. ¡Unos hombres habían ido a su casa y obligado a Carol-Ann a entrar en un coche! ¿Qué estaba ocurriendo?

– Pero ¿por qué? -preguntó por fin.

– No me lo dijeron.

– ¿Qué dijeron?

– Eddie, has de hacer lo que quieren, es lo único que sé. A pesar de la ira y el miedo, Eddie oyó a su padre diciendo: «Nunca firmes un cheque en blanco». Aun así, no vaciló.

– Lo haré, pero ¿qué…?

– ¡Promételo!

– ¡Te lo prometo!

– Gracias a Dios.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Hace un par de horas.

– ¿Dónde están ahora?

– Estamos en una casa, no muy lejos de… -Sus palabras se convirtieron en un grito de terror.

– ¡Carol-Ann! ¿Qué pasa? ¿Estás bien?

No hubo respuesta. Furioso, asustado e impotente, Eddie estrujó el teléfono hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Después, volvió a escuchar la voz masculina del principio.

– Escúchame con mucha atención, Edward.

– No, escúchame tú a mí, capullo -estalló Eddie-. Si le haces daño te mataré, lo juro por Dios, te seguiré los pasos aunque me cueste toda la vida, y cuando te encuentre, miserable, te arrancaré la cabeza del tronco con mis propias manos, ¿me has entendido bien?

Se produjo un momento de vacilación, como si el hombre que estaba al otro lado de la línea no esperase semejante parrafada.

– No te hagas el duro -dijo por fin-, estás demasiado lejos. -Parecía un poco sorprendido, pero tenía razón: Eddie no podía hacer nada-. Presta atención prosiguió el hombre.

Eddie se contuvo con un gran esfuerzo.

– Un hombre llamado Tom Luther te entregará las instrucciones en el avión.

¡En el avión! ¿Qué significaba eso? Sería un pasajero o qué, el tal Tom Luther?

– ¿Qué quiere que haga? preguntó Eddie.

– Cerrar el pico. Luther te lo explicará. Y será mejor que sigas sus instrucciones al pie de la letra, si quieres volver a ver a tu mujer.

– ¿Cómo sabré…?

– Una cosa más. No llames a la policía. No te beneficiará. Si la llamas, me la follaré, sólo por el placer de hacerte daño.

– Bastardo, te…

La comunicación se cortó.

3

Harry Marks era el más afortunado de todos los hombres.

Su madre siempre le había dicho que tenía suerte. Aunque su padre había muerto durante la Gran Guerra, tuvo suerte de contar con una madre fuerte y capacitada que le crió. Limpiaba oficinas para ganarse la vida, y no le faltó trabajo ni durante la Depresión. Vivían en una casa de alquiler de Battersea, con un grifo de agua fría en todos los rellanos y lavabos exteriores, pero estaban rodeados de buenos vecinos, gente que se ayudaba entre sí en los momentos difíciles. Harry poseía la habilidad de esquivar los problemas. Cuando azotaban a los niños en el colegio, la vara del profesor se rompía cuando le llegaba el turno a Harry. Si Harry caía bajo un caballo o un carricoche, le pasaban por encima sin hacerle daño.

Su amor por las joyas le convirtió en un ladrón.

De adolescente, le gustaba caminar por las ricas calles comerciales del West End y contemplar los escaparates de las joyerías. Los diamantes y las piedras preciosas que brillaban sobre el terciopelo oscuro, iluminados por las brillantes luces del escaparate, le embelesaban. Le gustaban por su belleza, pero también porque simbolizaban un tipo de vida sobre el que había leído en los libros, una vida de espaciosas casas de campo rodeadas de césped verde, en que hermosas muchachas llamadas lady Penelope o Jessica Chumley jugaban al tenis toda la tarde y volvían jadeantes a tomar el té.

Había sido aprendiz de un joyero, pero le abandonó al cabo de seis meses, aburrido e inquieto. Reparar correas rotas de reloj y ensanchar anillos de boda para esposas gordas carecía de encanto. Sin embargo, aprendió a distinguir un rubí de un granate rojo, una perla natural de una cultivada, y un diamante cortado con las técnicas modernas de uno tallado en el siglo diecinueve. También descubrió las diferencias entre un engaste hermoso y uno feo, un diseño elegante y una pieza ostentosa sin gusto; y esta habilidad había inflamado su deseo hacia las joyas bonitas y su anhelo por el estilo de vida que iba parejo.