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Yo iba dispuesto a contarle todo lo que había sucedido desde la puesta de sol, pero a Bobby le gusta encarar la vida con tranquilidad. Si perdiera su tranquilidad, moriría. Excepto cuando cabalga sobre una ola, valora la tranquilidad. La atesora. Si quieres ser amigo de Bobby Halloway, tienes que aprender a aceptar su punto de vista: nada de lo que suceda mas allá de un kilómetro de la playa tiene la importancia suficiente para preocuparle, y ningún acontecimiento es lo bastante solemne o elegante para justificar que se ponga una corbata. Responde a una conversación lánguida mejor que a una charla y a la vaguedad mejor que a exposiciones directas.

– ¿Me pones una cerveza? -le pedí.

– ¿Corona, Heineken, Löwenbräu? -dijo Bobby.

– Corona para mí.

– ¿Y el del rabo que va a beber esta noche? -pregunto Bobby mientras se dirigía a la sala de estar.

– Una Heine.

– ¿Clara o negra?

– Negra.

– Debe de haber sido una noche agitada para los perros.

– Llena de gruñidos.

La casa consiste en una gran sala de estar, un despacho donde Bobby sigue la pista de las olas por todo el mundo, un dormitorio, una cocina y un cuarto de baño. Las paredes son de teca bien barnizada, oscura y de calidad, las ventanas son grandes, los suelos de pizarra y el mobiliario cómodo.

La decoración -además del marco natural- se limita a ocho excelentes acuarelas de Pia Klick, una mujer de la que Bobby todavía sigue enamorado, aunque ella lo abandono para irse una temporada a Waimea Bay, en la orilla norte de Oahu. Bobby quería acompañarla, pero ella le dijo que necesitaba estar sola en Waimea, su hogar espiritual, la armonía y belleza del lugar se suponía iba a darle la paz mental que necesita para decidir si va a vivir o no con su destino. Ignoro lo que esto significa. Bobby también. Pia dijo que se iba por uno o dos meses. Ya han pasado casi tres años. En Waimea la marejada procede de aguas muy profundas. Las olas son tan altas como paredes. Pia dice que son de un verde translúcido, como el jade. Hay días que sueño que estoy paseando por esa playa y oigo el estruendo de las olas al romperse. Una vez al mes Bobby llama a Pia por teléfono, o ella lo llama a él. A veces hablan durante unos minutos, otras durante horas. No esta con otro hombre y sigue enamorada de Bobby. Pia es una de las personas más encantadoras, amables e inteligentes que he conocido. No entiendo por que está haciendo esto. Bobby tampoco. Los días van pasando. Y él espera.

En la cocina, Bobby saco de la nevera una Corona y me la dio.

Le arranqué la chapa y bebí un trago. Sin lima, sin sal, a palo seco.

Abrió una Heineken para Orson.

– ¿Media o toda?

– Es una noche radical -dije. A pesar de mis espantosas novedades, ya me había sumergido en los ritmos tropicales de Bobbylandia.

Vació la botella en un cuenco hondo, de interior metalizado, que había puesto en el suelo y que reservaba para Orson. En el cuenco había puesto ROSEBUD con letras de imprenta, una referencia al trineo infantil de Ciudadano Kane.

No tengo la intención de inducir a mi compañero canino a convertirse en un alcohólico. No bebe cerveza todos los días y normalmente comparte una botella conmigo. Sin embargo, tiene sus gustos y yo no quiero negarle que se divierta. Considerando el formidable peso de su cuerpo, no se emborracharía solamente con una cerveza. Pero si le das dos, busca una nueva definición para el término «fiesta animal».

Cuando Orson empezó a lamer ruidosamente la Heineken, Bobby se abrió una Corona para el y se apoyó en la nevera.

Yo hice lo mismo en el mostrador, cerca de la pileta. Había una mesa con sillas, pero cuando estábamos en la cocina Bobby y yo casi siempre nos apoyábamos en algo.

Nos parecemos en muchas cosas. Tenemos la misma altura, el mismo peso y la misma complexión. Aunque él tiene los cabellos de color castaño muy oscuro y unos ojos tan negros como un cuervo que parecen tener reflejos azules, nos han llegado a tomar por hermanos.

Ambos coleccionamos callos de surfista y cuando se apoyó en la nevera, Bobby se froto distraídamente con la planta de uno de sus pies desnudos los callos del empeine del otro. Estas protuberancias son depósitos nudosos de calcio que se desarrollan debido a la constante presión contra una tabla de surf, te salen en los dedos del pie y en los empeines, de tanto batir las piernas en posición prona. También los tenemos en las rodillas y Bobby al final de las costillas.

Yo no estoy bronceado como Bobby, claro. El esta más que bronceado. Durante todo el año luce un tono tostado y en verano es una tostada untada con mantequilla. Baila el mambo con el melanoma, quizás un día muera por el mismo sol que el corteja y yo rechazo.

– Hoy he visto unos relámpagos fantásticos allá afuera -dijo- De dos metros y una forma perfecta.

– Parece que han remitido.

– Sí. A la caída del sol.

Bebimos nuestras cervezas mientras Orson se relamía feliz.

– Así -dijo Bobby-, que tu padre ha muerto.

Asentí. Sasha debió de llamarle por teléfono.

– Bien -añadió.

– Sí.

Bobby no es una persona cruel o insensible. Quiso decir que era bueno que mi padre hubiera dejado de sufrir.

Entre nosotros, a menudo decimos mucho con pocas palabras. La gente nos toma por hermanos no porque tengamos la misma estatura, el mismo peso y complexión física.

– Llegaste al hospital a tiempo. Estupendo.

– Sí.

No me preguntó cómo lo estaba llevando. Lo sabía.

– Y después del hospital -dijo-, cantaste un par de números en un minstrel show. [2]

Me llevé una mano tiznada a mi cara tiznada.

– Alguien ha matado a Angela Ferryman y ha incendiado su casa para ocultarlo. Y yo he estado a punto de alcanzar el gran onaula-loa [3] en el cielo.

– ¿Quién ha sido?

– Me gustaría saberlo. Los mismos que han robado el cuerpo de mi padre.

Bobby bebió un poco de cerveza y no dijo nada.

– Asesinaron a un autoestopista y sustituyeron su cuerpo por el de mi padre. No quieras saberlo.

Durante unos instantes, sopesó la sabiduría de la ignorancia contra el aguijón de la curiosidad.

– Puedo olvidar lo que he oído, si esto resulta doloroso.

Orson eructó. La cerveza le produce gases.

– Para ti ya no hay más, cara peluda -le dijo Bobby cuando el perro empezó a mover el rabo y a mirarlo con expresión suplicante.

– Estoy hambriento -dije.

– Y también sucio. Ve a darte una ducha y coge ropa mía. Luego prepararemos unos cuantos tacos.

– Creo que voy a limpiarme nadando.

– Afuera hace fresco.

– Unos dieciséis grados.

– Me refiero a la temperatura del agua. Créeme, la humedad es alta. Será mejor que te duches.

– Orson también necesita un repaso.

– Mételo en la ducha contigo. Hay un montón de toallas.

– Gracias, hermano -dije.

– Sí, soy tan buen cristiano que ya no voy a dibujar olas nunca más; a partir de ahora voy a pasear sobre ellas.

Hacía unos minutos que estaba en Bobbylandia, me había serenado y estaba deseando soltar las novedades. Bobby es algo más que un querido amigo, es un tranquilizante.

De pronto observé que se apartaba de la nevera e inclinaba la cabeza, escuchando.

– ¿Pasa algo? -pregunté.

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[2] Representación teatral cómica, antiguamente popular, en la que actores blancos hacen papeles de negros. (N. de la T.)

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[3] La suprema felicidad, entre los antiguos jamaiquinos. (N. de la T.)