El gato, siempre inmóvil, emitió un silbido y siguió enseñando los dientes.
Orson retrocedió y se le escapó un sonido de ansiedad que mantuvo brevemente, como una ráfaga de vapor que sale silbando de una tetera.
Inconsciente de la escena felino-canina, Roosevelt siguió hablando.
– Gloria y yo cominos y pasamos toda la tarde charlando de su trabajo en la comunicación con los animales. Me confesó que no poseía un talento especial, que no se trataba de ningún dislate psíquico paranormal, sino de la sensibilidad hacia otras especies que todos poseemos pero que tenemos reprimida. Me dijo que todo el mundo puede hacerlo, que yo podía hacerlo si aprendía las técnicas y le dedicaba el tiempo suficiente, lo cual me pareció descabellado.
Mungojerrie volvió a silbar, esta vez con mayor ferocidad, y de nuevo Orson se echó hacia atrás. Luego observé que el gato sonreía o mostraba algo parecido a una sonrisa, como hacen los gatos.
Y más extraño aún, me pareció que la cara de Orson se transformaba en una amplia sonrisa, lo cual no requiere demasiada imaginación porque todos los perros pueden sonreír. Jadeó con felicidad, sonrió al gato sonriente, como si su enfrentamiento hubiera sido una broma divertida.
– Y yo te pregunto, hijo, ¿quién no hubiera deseado aprender todas esas cosas? -dijo Roosevelt.
– ¿De veras? -repliqué aturdido.
– Gloria me enseñó durante meses y meses. A veces era muy frustrante, pero finalmente conseguí ser tan bueno como ella. El primer gran obstáculo es creer que lo puedes hacer enseguida. Tienes que superar tus dudas, tu cinismo, todos tus conceptos preconcebidos acerca de lo que es posible y lo que no lo es. Lo más difícil de todo es dejar de preocuparte de parecer un loco, porque el temor a las humillaciones te limita. Mucha gente no lo puede superar y a mí me sorprendió que pudiera hacerlo.
Orson se desplazó hacia delante en su silla, se inclinó sobre la mesa y enseñó los dientes a Mungojerrie.
Los ojos del gato se abrieron con temor.
En silencio, pero amenazador, Orson hizo rechinar los dientes.
– Sloopy murió tres años después. Dios, cómo lo sentí. Pero lo más hermoso y fascinante de aquellos tres años fue estar en armonía con él -dijo Roosevelt con su profunda voz llena de añoranza.
Orson, todavía enseñando los dientes, gruñó suavemente a Mungojerrie y el gato gimoteó. Orson volvió a gruñir, el gato lanzó un lastimero maullido del más genuino temor… y luego ambos rieron.
– ¿Qué demonios está pasando aquí? -pregunté.
Orson y Mungojerrie se mostraron perplejos ante el nervioso temblor en mi voz.
– Se están divirtiendo -explicó Roosevelt.
Yo le hice un guiño. A la luz de las velas, su rostro brillaba como teca oscurecida y barnizada.
– Han estado burlándose de sus estereotipos -comentó.
Me resultó difícil creer que le había oído bien. Considerando que debía de haber entendido mal sus palabras, iba a necesitar mangueras a presión y desagües de plomo para limpiarme las orejas.
– ¿Burlándose de sus estereotipos?
– Sí, eso es -meneó la cabeza en sentido afirmativo-. Claro que ellos no lo dirían en estos términos, pero eso es lo que están haciendo. Se supone que los perros y los gatos han de ser hostiles. Los tíos se están divirtiendo mofándose de estos prejuicios.
Roosevelt me sonrió tan estúpidamente como el perro y el gato. Sus labios eran de un rojo tan oscuro que prácticamente parecían negros, y sus dientes tan grandes y blancos como terrones de azúcar.
– Señor -le dije-, me retracto de lo que he dicho antes. Tras una cuidadosa reconsideración, he decidido que está completamente loco, pasado de rosca al máximo.
De nuevo meneó la cabeza y me sonrió. De pronto, como los oscuros rayos de una luna negra, su rostro cobró una expresión demencial.
– No tendrías ningún maldito problema si yo fuera blanco -y mientras alargaba la última palabra, dio un fuerte puñetazo en la mesa, de tal magnitud que las tazas de café temblaron en sus platos y a punto estuvieron de volcar.
Su acusación me dejo atónito. Jamás había oído que mis padres hablaran con desden de otras etnias o hicieran declaraciones racistas, crecí sin prejuicios. Además, si existía en este mundo el colmo de los parias, ese era yo. Yo era una minoría de minorías, la minoría de uno. La Lombriz Nocturna, como algunos bravucones me habían llamado cuando era pequeño, antes de conocer a Bobby y tener a alguno de mi lado. Yo no era albino y tenía pigmento en la piel, pero a los ojos de muchos era más raro que Bo Bo, el chico Cara de Perro. Para otros estaba sucio, contaminado como si mi vulnerabilidad genética a la luz ultravioleta pudiera contagiarse a los demás con un estornudo, y algunos me temían y despreciaban más que hubieran temido y despreciado al hombre sapo de tres ojos en una exhibición de feria de monstruos marinos, solo por que yo vivía en la puerta de al lado.
Roosevelt Frost se alzó ligeramente de su asiento, se inclinó hacia el otro lado de la mesa y alzó un puño mayor que un melón. Se dirigió a mí con una hostilidad que me dejo atónito, mareado.
– ¡Racista! ¡Eres un hipócrita hijo de puta racista!
– ¿C-Cuando me ha importado la raza? ¿Como podría importarme? -respondí con una voz apenas audible.
Me dio la sensación de que iba a alargarse hasta el otro extremo de la mesa, arrancarme de la silla y estrangularme hasta que la lengua me rozara los zapatos. Me enseñó los dientes y me lanzó un gruñido, como un perro, igual que un perro, sospechosamente como un perro.
– ¿Que diablos esta pasando aquí? -pregunte, aunque esta vez me dirigí al perro y al gato.
Roosevelt me lanzo otro gruñido y cuando me lo quedé mirando con la boca abierta y expresión estúpida, dijo.
– Vamos, hijo, si no puedes insultarme, al menos lánzame un gruñidito. Lánzame un gruñidito. Vamos, hijo, puedes hacerlo.
Orson y Mungojerrie me contemplaban expectantes.
Roosevelt emitió otro gruñido dándole una inflexión interrogadora al final, luego le devolví el gruñido. Gruño más fuerte que antes y yo también lo hice.
– Hostilidad Perro y gato. Blanco y negro. Acabamos de divertirnos un poco burlándonos de los estereotipos -dijo con una amplia sonrisa.
Cuando Roosevelt volvió a sentarse en su silla, mi aturdimiento empezó a dejar paso a una trémula sensación de milagro. Fui consciente de una sutil revelación que sacudiría mi vida para siempre, que me abriría unas dimensiones del mundo que ni siquiera podía imaginar, pero aunque me esforcé en agarrarla, esa lucidez permaneció esquiva hasta la exasperación, justo al otro lado del límite de mi búsqueda. Mire a Orson. Sus ojos líquidos, negros como la tinta.
Y a Mungojerrie.
El gato me mostró los dientes.
Orson también.
Un temor frío y desmayado me recorrió las venas, como hubiera expresado el bardo de Avon, [6] no porque creyera que el perro y el gato pudieran morderme, sino por lo que significaba la exhibición burlona de los dientes. No fue miedo lo que me hizo temblar, sino una deliciosa sensación helada de prodigio y vertiginosa excitación.
Aunque una actuación así no hubiera concordado con su carácter, me pregunte si Roosevelt habría puesto algo en el café. No brandy, sino algún alucinógeno. En ese momento yo tenía la cabeza mas clara y a la vez más confusa que nunca, como si estuviera en un estado alterado de conciencia.
El gato me silbo y yo silbe al gato.
Orson me gruño y yo le lance un gruñido.
En el instante más sorprendente de toda mi vida, sentados alrededor de la mesita del comedor, sonriéndonos hombres y animales, recordé esas pinturas encantadoras y vulgares muy populares hacia unos años: escenas de perros jugando al póquer. Solo uno de nosotros era un perro desde luego, y ninguno tenía naipes así que el cuadrito de mi recuerdo no podía aplicarse a la situación, y cuanto mas pensaba en ello mas próximo estaba a la revelación, a la epifanía, a la comprensión de todas las ramificaciones de lo que había sucedido en aquella mesa hacia unos minutos…
…y entonces el curso del tren de mis pensamientos sufrió un descarrilamiento debido a un ruido procedente del equipo electrónico de seguridad en la caja junto a la mesa.
Cuando Roosevelt y yo nos volvimos a mirar en la pantalla de video, las cuatro vistas de la pantalla se convirtieron en una. El sistema automático de aproximación se centró en el intruso bajo una tenebrosa luz aumentada por las lentes de visión nocturna.
El visitante estaba rodeado de niebla, a popa en el extremo del brazo del puerto, en el amarradero en el que estaba anclado el Nostromo. Parecía haber venido directamente del periodo Jurásico a nuestra época: poco mas de un metro de altura quizá, como un pterodáctilo, con un pico largo y feroz.
Tenía la cabeza tan llena de febriles especulaciones relacionadas con el perro y el gato -y a la vez estaba tan enervado por los otros acontecimientos de la noche- que confundía lo sobrenatural con lo corriente. El corazón se me desbocó. Sentí la boca acida y seca. Si el shock no me hubiera dejado petrificado, me hubiera puesto de pie como un rayo y hubiera derribado la silla. Transcurrieron cinco segundos y todavía hubiera podido hacer el ridículo, pero Roosevelt me salvo del papelón. Era por naturaleza más ponderado que yo o había vivido tanto tiempo con lo sobrenatural que era más rápido a la hora de diferenciar un espectro genuino de un falso espectro.