Me desconcertaba estar peleando con un cura. El encuentro parecía más absurdo que alarmante, aunque era lo suficientemente preocupante como para hacerme palpitar el corazón y para que me preocupara tener que devolverle a Bobby sus téjanos con manchas de orina.
– ¡Tú! ¡Tú! -exclamó más enfadado que antes, sorprendido, como si mi aparición en su polvoriento ático fuera tan fantástica e inusitada que su sorpresa iría creciendo cada vez más hasta convertir su cerebro en una nova.
Otra vez blandió el palo y hubiera errado el golpe aunque yo no hubiera esquivado el bate. Después de todo era un cura, y no un ninja asesino. Y era un hombre de mediana edad con exceso de peso.
El bate de béisbol golpeo con violencia una de las cajas de cartón, la agujereó, la sacó del montón y fue a parar más allá, en el pasillo vacío. Al bueno del cura, que ignoraba los principios básicos de las artes marciales y carecía del físico de un poderoso luchador, no le faltaba entusiasmo.
No podía imaginarme disparándole un tiro, pero tampoco podía permitir que me aporreara hasta matarme. Me alejé de él, hacia la lámpara y el colchón en el ancho pasillo del lado sur del ático, con la esperanza de que recuperara el sentido común.
Pero el cura me persiguió. Blandía el bate de derecha a izquierda, cortaba el aire con un silbido e inmediatamente otra vez de derecha a izquierda, mientras seguía con la misma cantinela, «¡Tú!», entre una oscilación y otra.
Tenía los cabellos revueltos, le caían sobre las cejas, y en su rostro aparecía una mueca de terror y de rabia. Las aletas de la nariz, dilatadas, temblaban con cada respiración estentórea y le salía de la boca saliva con cada repetición explosiva del pronombre que parecía constituir su único vocabulario.
Iba derecho a la muerte si esperaba que el padre Tom recuperara la lucidez. Si el sentido común no le había abandonado, en ese momento no lo llevaba consigo. Lo debió dejar en algún sitio, quizás en la iglesia, encerrado junto con la astilla de la tibia de un santo en el relicario del altar.
Cuando volvió a abalanzarse hacia mí, busque el brillo animal que había visto en los ojos de Lewis Stevenson, porque la visión breve de aquel extraño brillo hubiera justificado responder con violencia a la violencia. Hubiera significado que estaba peleando no con un cura o con un hombre normal, sino con algo que tenía un pie en el otro lado. No vi ni rastro de ella. Quizás el padre Tom estaba infectado con la misma enfermedad que había corrompido la mente del jefe de policía, pero si era así, no parecía tan avanzada como en el poli.
Me retiré sin perder de vista el bate de béisbol y me enganché el pie con el cordón de la lámpara. Iba a ser víctima de un cura gordo y maduro, pensé mientras caía de espaldas y aterrizaba en el suelo dándome un golpe en la nuca.
La lámpara también cayó. Por suerte la luz no deslumbró mis sensibles ojos.
Me desembarace del enredo del cordón y me largue al otro extremo a tiempo, porque el padre Tom se abalanzó y golpeó el suelo con el bate.
No me tocó las piernas por unas pulgadas, mientras recalcaba su asalto con esa acusación que ya me era familiar en segunda persona del singular «¡Tú!».
– ¡Tú! -exclame con cierta histeria, devolviéndosela mientras se guía apartándome de su camino.
Me pregunte dónde estaba toda esa gente que se suponía me reverenciaba. Yo estaba más que dispuesto a que se me reverenciara un poco, pero Stevenson y el padre Tom no cumplían los requisitos para la Sociedad de Admiradores de Christopher Snow.
Aunque el cura sudaba a mares y jadeaba, estaba fuera de toda cuestión que tenía aguante. Parecía un troll encorvado, con una joroba en el hombro, al acecho, de vacaciones del puente que tenía asignado. Esta postura encorvada le permitía levantar el bate por encima de la cabeza sin que chocara contra una cabria. Quería mantenerlo encima de su cabeza porque estaba claro que quería jugar a Babe Ruth con mi cráneo y sacarme el cerebro por las orejas.
Con o sin brillo en los ojos, tenía que detener a ese tipo sin dilación. No podía escapar porque podía revolverse contra mí, y aunque estaba un poco histérico -bueno, estaba histérico- podía imaginarme las posibilidades bastante bien para saber que ni siquiera el más ávido corredor de apuestas de Las Vegas cubriría una apuesta por mi supervivencia. Presa del pánico, martillado por el terror y por una vertiginosa y peligrosa sensación de lo absurdo, pensé que lo más humano sería dispararle un tiro en los cojones porque había hecho voto de celibato.
Por suerte no tuve la oportunidad de demostrarme a mí mismo el experto tirador que un disparo en aquel lugar hubiera requerido.
Apunté a la entrepierna y el dedo fue hacia el gatillo. No tuve tiempo de utilizar la visión láser. Antes de que pudiera darme cuenta, algo monstruoso salió del corredor detrás del cura y un gran predador oscuro se abalanzó sobre su espalda. El cura lanzó un grito y dejó caer el bate de béisbol mientras él iba a parar al suelo del ático.
Por un instante, me sorprendió que el Otro se pareciera tan poco a un rhesus y que atacara al padre Tom, su enfermera y su campeón, en lugar de lanzarse a mi cuello. Pero, claro, el gran predador oscuro no era el Otro era Orson.
El perro cogió al cura por la espalda y le mordió el cuello sudado del traje. Desgarrón en el tejido. Gruñía de tal modo que temí que ya le hubiera hecho daño al padre Tom.
Lo llamé mientras me ponía de pie. El chucho obedeció enseguida, sin infligirle una herida, no era tan sanguinario como había querido dar a entender.
El cura no hizo ningún esfuerzo para levantarse. Permaneció en el suelo con la cabeza vuelta a un lado y la cara medio cubierta por el pelo enmarañado y empapado de sudor. Le costaba respirar y sollozaba, y después de tres o cuatro intentos, dijo con amargura:
– Tú…
Obviamente sabía lo suficiente acerca de lo que estaba sucediendo en Fort Wyvern y en Moonlight Bay para responder a muchas, si no a todas, mis preguntas más urgentes. Pero no quise hablar con él. No pude hablar con él.
El Otro no debía de haber salido de la rectoría, todavía debía de estar ahí, escondido en la penumbra del ático. Aunque no creía que constituyera un serio peligro para mí o para Orson, sobre todo porque tenía la Glock, como no lo había visto no podía descartarlo como una amenaza. Tampoco quise buscarlo -o que me buscara- en aquel espacio claustrofóbico.
Claro que el Otro fue una mera excusa para salir de allí volando.
Lo que verdaderamente temía eran las respuestas que el padre Tom pudiera dar a mis preguntas. Porque aunque estaba dispuesto a escucharlas, no estaba preparado para ciertas verdades.
«Tú.»
Decía esa palabra con un odio desbordante, con una oscura emoción poco habitual en un hombre de Dios y en un hombre que siempre era amable y gentil. Transformó el simple pronombre en una denuncia y una blasfemia.
«Tú.»
Yo no había hecho nada para granjearme su enemistad. Yo no había dado la vida a esas desgraciadas criaturas que él se había comprometido a liberar. Yo no había formado parte del programa de Wyvern que había infectado a su hermana y posiblemente a él también. Lo cual significaba que no me odiaba a mí como persona, sino que me odiaba a causa de quien era.
¿Y quien era? ¿Quien era yo sino el hijo de mi madre?
Según Roosevelt Frost -y también el jefe Stevenson- había quienes me reverenciaban porque era hijo de mi madre, aunque todavía no los había conocido. Y por la misma causa era odiado.
Christopher Nicholas Snow, único hijo de Wisteria [7] Jane (Milbury) Snow, cuya madre le había puesto nombre de flor. Christopher, nacido de Wisteria, vino a este mundo demasiado brillante cerca del comienzo de la Década Disco. Nacido en una época de fascinación por las tendencias vulgares y la búsqueda de la frivolidad, cuando el país acababa de liquidar una guerra a duras penas y cuando el máximo temor lo constituía un mero holocausto nuclear.
¿Qué podía haber hecho mi brillante y querida madre para que se me reverenciara o se me insultara?
Tendido en el suelo del ático, atormentado por las emociones, el padre Tom Eliot conocía las respuestas al misterio y casi con total certeza las contestaría cuando hubiera recuperado su compostura.
En lugar de hacer la pregunta que subyacía en el centro de todo lo que había pasado aquella noche, me disculpe con voz temblorosa ante el sollozante cura.
– Lo siento Yo… Yo no debería haber venido. Dios. Escuche. Lo siento mucho. Por favor, discúlpeme. Por favor.
¿Qué había hecho mi madre?
No pregunté.
No pregunté.
Si hubiera empezado a responder a la pregunta que no había planteado, me hubiera tapado los oídos con las manos.
Llamé a Orson y me lo llevé del lado del cura, al laberinto, caminando tan rápido como pude. Los estrechos corredores se torcían y se ramificaban de tal manera que no parecía que estuviera en un ático, sino en una red de catacumbas. En algunos lugares la oscuridad era casi total, pero, como es sabido, soy el chico de la oscuridad y para mí nunca ha sido un impedimento. Llegamos rápidamente a la puerta abierta de la trampilla.
Aunque Orson había subido por la escalera, escudriño los peldaños descendentes con ansiedad y dudó antes de encontrar el camino al rellano de abajo. Hasta para un acróbata de cuatro patas, bajar una escalera empinada era mucho más difícil que subir por ella.
Debido a la gran cantidad de cajas grandes que se guardaban en el ático y a la cantidad de muebles que también se almacenaban, supuse que debía existir otra trampilla, mayor que la primera, con un sistema de poleas incorporado para subir y bajar objetos pesados al segundo piso. No quería buscarla, aunque no sabía como iba a bajar por la escalerilla del ático cargando con un perro de cuarenta kilos.