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Atravesé el camino asfaltado, crucé el césped y me encaminé de nuevo colina arriba, esta vez protegido por las sombras del follaje. Los pimenteros trenzaban la luna con sus largas cabelleras.

6

Llegué a la explanada de la funeraria. Allí estaba la Pietá. El pórtico.

Sandy había entrado en la casa. La puerta principal estaba cerrada.

Cuando alcancé la zona del césped aproveché los árboles y los arbustos para ocultarme y di la vuelta hasta la parte trasera de la casa. Había un porche hondo por el que se descendía a una piscina de veinte metros, un enorme patio de ladrillo y jardines de rosas. Nada de todo esto se podía ver desde las salas públicas de la funeraria.

En una ciudad del tamaño de la nuestra nacen unos doscientos niños cada año y fallecen un centenar de ciudadanos. Sólo había dos empresas de pompas fúnebres y probablemente la de Kirk cubría más del 70 por 100 del negocio, más el 50 por 100 del de las poblaciones de la zona. La muerte era un excelente medio de vida para Sandy.

El panorama desde el patio, a la luz del día, debía de ser soberbio: colinas desiertas elevándose en suaves pliegues hacia el este hasta donde la vista podía abarcar, adornadas con grupos de robles de negros troncos nudosos. Ahora las veladas colinas yacían como gigantes durmientes bajo pálidas sábanas.

Como no vi a nadie en las iluminadas ventanas de la parte trasera, crucé el patio rápidamente. La luna, blanca como el pétalo de una rosa flotaba en las aguas entintadas de la piscina.

Junto a la casa había un espacioso garaje en forma de L, que comprendía un patio para automóviles al que sólo se podía acceder desde la parte frontal. El garaje albergaba dos coches de la funeraria y los vehículos particulares de Sandy, y además, en el extremo más alejado de la residencia, el horno crematorio.

Di la vuelta a uno de los recodos del garaje, en la parte trasera del segundo brazo de la L, donde unos inmensos eucaliptos tapaban casi toda la luz de la luna. El aire estaba perfumado con su fragancia medicinal y una alfombra de hojas muertas crujía bajo las pisadas.

Ningún rincón de Moonlight Bay me es desconocido, y menos este.

La mayoría de las noches las había dedicado a explorar la ciudad, y gracias a ello había hecho algunos descubrimientos macabros.

Frente a mí, a la izquierda, una luz fría indicaba la ventana del crematorio. Me aproximé con el convencimiento, correcto como después se verá, de que estaba a punto de descubrir algo mucho más extraño y mucho peor de lo que Bobby Halloway y yo habíamos visto una noche del mes de octubre cuando teníamos trece años…

Más de diez años atrás sufría una vena de morbosidad parecida a la de otros chicos de mi edad, me sentía atraído como cualquier muchacho por el misterioso y espeluznante encanto de la muerte. Bobby Halloway y yo, amigos desde entonces, pensamos que sería todo un riesgo merodear por la propiedad del empresario de la funeraria en busca de algo repulsivo, horrible y emocionante.

No recuerdo que era lo que pensábamos -o esperábamos- encontrar allí. ¿Una colección de calaveras? ¿El balancín del porche fabricado con huesos? ¿Un laboratorio secreto donde el falaz y aparentemente normal Frank Kirk y su falaz y aparentemente normal hijo Sandy capturaban los rayos de las nubes de tormenta para reanimar a nuestros vecinos muertos, que luego utilizaban como esclavos para que les cocinaran y limpiaran la casa?

O quizá pensamos que podíamos tropezar en un sepulcro con los dioses diabólicos Cthulhu y Yog-Sothoth en algún rincón siniestro lleno de zarzas del jardín de rosas. En aquella época Bobby y yo leíamos mucho a H P Lovecraft.

Bobby dice que éramos un par de tipos raros. Yo le contesto que éramos raros, de acuerdo, pero no menos que otros chicos.

Bobby lo dice quizá porque los otros chicos abandonaron poco a poco estas extravagancias mientras que, en nuestro caso, fueron aumentando.

En esto no estoy de acuerdo con Bobby. No me considero más raro que cualquiera que haya conocido. De hecho, soy un maldito espectáculo menos raro que algunos.

En el caso de Bobby es cierto, sin embargo. Porque el atesora su rareza y desea creer que yo he hecho lo mismo con la mía.

Insiste en su rareza. Dice que porque conocemos y abrazamos nuestra diferencia, estamos en gran armonía con la naturaleza, porque la naturaleza es profundamente original.

Aquella noche del mes de octubre, detrás del garaje de la funeraria, Bobby Halloway y yo descubrimos la ventana del horno crematorio. Nos atrajo una luz que vibraba contra el cristal.

Pero la ventana era alta y nosotros no lo suficiente para escudriñar el interior. Con la sensación de clandestinidad de un comando explorando el campamento enemigo, cogimos un banco de teca del patio, lo llevamos a la parte trasera del garaje, y una vez allí lo pusimos debajo de la ventana iluminada.

Uno junto al otro encima del banco, reconocimos el escenario. El interior de la ventana estaba cubierto por una persiana levolor; pero alguien había olvidado cerrar los listones, dándonos la oportunidad de poder ver trabajando a Frank Kirk y a uno de sus ayudantes con absoluta claridad.

La luz de la habitación no era lo suficientemente brillante para perjudicarme. Al menos esto fue lo que me dije cuando apreté la nariz contra el cristal.

Yo era un chico muy cauteloso, pero como al fin y al cabo no era más que un muchacho, amante de la aventura y de la camaradería, hubiera arriesgado quedarme ciego para compartir ese momento con Bobby Halloway.

En una camilla de acero inoxidable próxima a la ventana yacía el cuerpo de un hombre de avanzada edad. Estaba cubierto con una sabana, de la que solo sobresalía un rostro estragado. Con los cabellos de un blanco amarillento enmarañados y enredados, parecía que había muerto en medio de un vendaval. Pero a juzgar por su piel gris y cérea, las mejillas hundidas y los labios muy agrietados no había sucumbido a una tormenta sino a una prolongada enfermedad.

Si Bobby y yo hubiéramos conocido a ese hombre en vida, no lo hubiéramos reconocido con ese aspecto ceniciento y demacrado. Si se hubiera tratado de algún conocido no hubiera sido menos horrible, aunque quizá no nos hubiera atraído tanto ni nos hubiera producido ese oscuro deleite.

Para nosotros, que acabábamos de cumplir trece años y estábamos satisfechos de ello, lo más atractivo, extraordinario y fantástico del cadáver era, claro esta, la brutalidad que emanaba de su aspecto. Tenía un ojo cerrado pero el otro estaba completamente abierto, con la mirada fija, obstruido por la irrupción de una hemorragia de un brillante color rojo. Como nos hipnotizo ese ojo.

Tan muerto y ciego como el ojo pintado de una muñeca, no obstante nos atravesó hasta la medula.

Ora en un silencio embelesado y terrible, ora con un murmullo de impaciencia, como un par de comentaristas deportivos haciendo chistes coloristas, contemplamos como Frank y su ayudante preparaban el horno crematorio en uno de los extremos de la habitación. En el cuarto debía de hacer calor, porque los hombres se sacaron las corbatas y se arremangaron las mangas de las camisas, unas finas gotas de transpiración formaban una veladura en su cara.

Afuera la noche de octubre era templada. Sin embargo Bobby y yo temblábamos, se nos puso carne de gallina y nos maravillo que el aliento no se transformara en blancas nubes heladas.

Los de la funeraria retiraron la sabana del cadáver y nosotros contemplamos los horrores de la edad y de la enfermedad asesina. Pero lo miramos con el mismo estremecimiento romántico que sentíamos cuando mirábamos divertidos videos del tipo La noche de los muertos vivientes.

Cuando trasladaron el cadáver a la caja de cartón y lo introdujeron en las llamas azules del horno crematorio, me aferré al brazo de Bobby y el me puso su húmeda mano en la nuca, y permanecimos agarrados el uno al otro, mientras una fuerza magnética y sobrenatural nos impulsaba hacia delante, hacia añicos la ventana y nos precipitaba en la habitación, en el horno con el muerto.

Frank Kirk cerró el horno crematorio.

A pesar de que la ventana estaba cerrada, el ruido metálico de la puerta del horno fue lo bastante fuerte, lo bastante terminante como para resonar en lo mas hondo de nuestros huesos.

Luego, tras haber devuelto el banco de teca al patio y de haber huido apresuradamente de la propiedad del dueño de la funeraria, nos dirigimos a las gradas del campo de fútbol, detrás del instituto. Cuando no se jugaba un partido era un lugar oscuro en el que me encontraba a salvo. Bebimos apresuradamente las coca-colas y comimos ruidosamente las patatas chip que Bobby había comprado de camino en la 7-Eleven.

– Que fantástico, ha sido fantástico -exclamo Bobby excitado.

– Más fantástico que nunca -asentí.

– Más fantástico que los naipes de Ned.

Ned era un amigo que se había marchado a San Francisco con sus padres el mes de agosto anterior. Había conseguido una baraja de naipes -como, nunca nos lo revelaría- que mostraban fotografías eróticas de mujeres desnudas, veintidós bellezas diferentes.

– Definitivamente, más fantástico que los naipes -asentí- Más fantástico que cuando aquel camión cisterna dio la vuelta de campana y exploto en la autopista.

– Sí, sí, millones de veces más fantástico que eso. Más que cuando a Zach Blenheim lo enganchó aquel poli de las cicatrices, el de las veintiocho costuras en el brazo.

– Verdaderamente miles de millones de veces más fantástico que eso -convine.

– ¡Su ojo! -exclamo Bobby recordando la espectacular hemorragia del cadáver.

– ¡Oh Dios, que ojo!

– ¡Qué pan-o-rama!

Bebimos las coca-colas a grandes tragos y charlamos y reímos más que nunca.