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– ¿Tú no has jugado nunca?

Rebus negó con la cabeza.

– Sería incapaz de ponerme esos jerséis de colores pastel.

Cuando aparcaron y bajaron del coche, pasaron a su lado media docena de espectadores comentando los acontecimientos de la jornada. Uno vestía un jersey con cuello de pico color rosa y los otros, color amarillo, anaranjado y azul celeste.

– ¿No ves lo que te decía? -comentó Rebus.

Siobhan asintió con la cabeza.

La sede del club era una mansión de estilo regional escocés llamada Rossdhu, ante la que había estacionado un Mercedes plateado con el conductor dormitando al volante. Rebus lo recordó de Gleneagles: era el chófer de Steelforth.

– Gracias, Manitú -dijo alzando la vista al cielo.

Un caballero no muy alto con gafas y enorme bigote, consciente de su importancia, salió a su encuentro. Llevaba colgada del cuello una serie de pases plastificados y tarjetas de identidad que sonaban al compás de sus pasos; ladró una palabra que sonó como «sectario» y que Rebus optó por interpretar como secretario, al tiempo que estrechaba una mano huesuda que apretaba con ahínco. Pero él al menos recibió ese saludo, porque a Siobhan la miró como a un florero.

– Queremos hablar con el comandante David Steelforth -dijo él-. No creo que esté confraternizando con el vulgo.

– ¿Steelforth? -repitió el secretario quitándose las gafas y limpiándolas en su jersey granate-. ¿Es socio?

– Ahí está su chófer -dijo Rebus señalando el Mercedes.

– Pennen Industries -terció Siobhan.

El secretario volvió a ponerse las gafas y respondió a Rebus:

– Ah, sí, el señor Pennen tiene una carpa para invitados -dijo mirando su reloj de pulsera-. Probablemente estén a punto de marcharse.

– ¿Le importa que lo comprobemos?

El secretario torció el gesto, les dijo que esperasen y volvió a entrar en la sede. Rebus miró a Siobhan esperando algún comentario.

– Un burócrata estúpido -dijo ella.

– ¿No pides hoja de reclamaciones?

– ¿Tú has visto a alguna mujer desde que hemos entrado?

Rebus miró a su alrededor y comprobó que tenía razón; al oír un motor eléctrico volvió la cabeza: era un cochecito de golf, que apareció por detrás de la casa conducido por el secretario.

– Suban -les dijo.

– ¿No podemos ir a pie? -preguntó Rebus.

El secretario negó con la cabeza y repitió lo dicho. En la parte posterior había dos asientos de espaldas al conductor.

– Suerte tienes de no ser muy gruesa -dijo Rebus a Siobhan.

El secretario les previno de que se agarrasen bien antes de poner la máquina en marcha a poco más que la velocidad de un peatón.

– Uf -exclamó Siobhan con gesto de decepción.

– ¿Sabes que el jefe supremo es aficionado al golf?

– No me extrañaría.

– Con la suerte que hemos tenido esta semana, seguro que en cualquier momento nos lo cruzamos.

Pero no fue así. En el campo de golf sólo quedaban algunos rezagados, las tribunas estaban vacías y el sol ya se ponía.

– Esto es una maravilla -no pudo por menos de comentar Siobhan mirando las montañas al otro lado del Loch Lomond.

– Me recuerda cuando era niño -añadió Rebus.

– ¿Venías aquí de vacaciones?

Rebus negó con la cabeza.

– Nuestros vecinos; y nos enviaban siempre una tarjeta postal.

Se dio la vuelta lo mejor que pudo y vio que se acercaban a un campamento de carpas rodeado de cordón de seguridad con toldos blancos, música de gaitas y rumor fuerte de conversaciones. El secretario disminuyó la marcha, detuvo el vehículo y señaló con la barbilla una de las carpas más grandes con ventanas de plástico transparente, donde criados de librea servían champán y ostras en bandejas de plata.

– Gracias por traernos -dijo Rebus.

– ¿Les espero?

Rebus negó con la cabeza.

– Sabremos volver. Muchas gracias.

– Policía de Lothian y Borders -dijo Rebus a los vigilantes mostrándoles el carné.

– Su jefe de división está en la carpa del champán -dijo solícito uno de los vigilantes.

Rebus miró a Siobhan. Se acabó la suerte de la semana… Cogió una copa de champán y se abrió paso entre los invitados. Creyó reconocer algunas caras de Prestonfield y delegados del G-8, gente con la que Richard Pennen trataba de hacer negocios. Joseph Kamweze, el diplomático de Kenia, cruzó la mirada con él y rápidamente le volvió la espalda perdiéndose entre los grupos.

– Esto es como las Naciones Unidas -comentó Siobhan, que atraía miradas masculinas.

Había pocas mujeres, pero las presentes eran todas «de adorno»: larga melena, vestido ceñido y corto y sonrisa estándar; ellas se considerarían «modelos» en vez de «azafatas», mujeres contratadas un día para aportar al festejo lustre y lámpara de cuarzo.

– Tendrías que haberte arreglado -dijo Rebus en tono de reprimenda a Siobhan-. Un poco de maquillaje nunca está de más.

– Mira el Karl Lagerfeld éste… -replicó ella.

Rebus le dio unos golpecitos en el hombro.

– Nuestro anfitrión -dijo señalando con una inclinación de cabeza en dirección a Richard Pennen.

Allí estaba, con el mismo peinado impecable, relucientes gemelos y grueso reloj de pulsera. Pero algo había cambiado; su rostro no parecía tan bronceado ni su prestancia tan imperturbable, y, al reír algo que le dijo uno que hablaba con él, echó la cabeza hacia atrás con evidente exageración y abrió demasiado la boca para la carcajada. Fingía. Su interlocutor pareció darse cuenta y le observó intrigado. Los lacayos de Pennen -uno a cada lado, como en Prestonfield- parecían también inquietos por la torpeza de su jefe en representar su papel. Rebus pensó un instante en acercarse a él y preguntarle qué tal iban las cosas, por el gusto de comprobar su reacción. Pero Siobhan le tocó en el brazo para llamar su atención hacia otro lugar.

David Steelforth salía de la carpa del champán en animada charla con el jefe de policía James Corbyn.

– Hostia -dijo Rebus, y tras un profundo suspiro añadió-: De perdidos al río.

Vio que Siobhan no se decidía y se volvió hacia ella.

– Más vale que te lo pienses unos minutos dándote una vuelta.

Pero ella ya había adoptado la decisión y fue la primera en encaminarse hacia los dos jefes.

– Perdonen que les interrumpa -dijo.

Rebus iba a la zaga.

– ¿Qué demonios hacen ustedes dos aquí? -farfulló Corbyn.

– Yo no me pierdo nunca el champán gratis. Supongo que usted tampoco, señor -dijo Rebus alzando la copa.

El rostro de Corbyn enrojeció ostensiblemente.

– Yo soy un invitado -replicó.

– Nosotros también, señor, en cierto modo -terció Siobhan.

– ¿Ah, sí? -inquirió Steelforth risueño.

– Señor, la investigación de un asesinato -dijo Rebus- es como un pase de VIP.

– De supervips -añadió Siobhan.

– ¿Quiere decir que Ben Webster fue asesinado? -preguntó Steelforth clavando los ojos en Rebus.

– No exactamente -respondió Rebus-, pero tenemos idea de la causa. Y parece estar relacionada con la Fuente Clootie -añadió mirando a Corbyn-. Después se lo explicaremos, señor, pero ahora tenemos que hablar con el comandante Steelforth.

– Ya lo hará en otro momento -espetó Corbyn.

Rebus dirigió de nuevo la mirada a Steelforth, quien volvió a sonreír, esta vez a Corbyn.

– Creo que será mejor que escuche lo que el inspector y su colega tengan que decirme.

– Muy bien -dijo el jefe de la policía-. Hágalo.

Rebus intercambió despacio una mirada con Siobhan, que Steelforth interpretó de inmediato mientras tendía con parsimonia su copa a Corbyn.

– Vuelvo enseguida, señor jefe de la policía. Estoy seguro de que sus oficiales se lo explicarán a su debido tiempo.

– Más les valdrá -comentó Corbyn muy serio, clavando la mirada en Siobhan.