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– Me sentaré en la hierba -dijo ella decidida.

Había otra mujer joven sentada así, que no se había movido al verla llegar.

– Estábamos contándole cosas de ti a Santal -dijo la madre de Siobhan.

Eve Clarke aparentaba menos edad de la que tenía, sólo las arrugas de la sonrisa delataban sus años. Del padre, Teddy, no podía decirse lo mismo: había echado panza, le colgaba la piel, tenía menos pelo y su cola de caballo era más escuálida y gris que nunca. Volvió a llenar los vasos con entusiasmo sin dejar de mirar la botella.

– Seguro que a Santal le habrá fascinado -comentó Siobhan aceptando un vaso.

La joven hizo un leve esbozo de sonrisa. Llevaba el pelo rubio ceniza, con fijador o mal peinado, cortado a la altura del cuello y alborotado en mechones y trenzas. No iba maquillada, pero exhibía múltiples perforaciones en las orejas y otra en el lateral de la nariz. Su camiseta sin mangas dejaba ver unos tatuajes celtas en los hombros y en su estómago al descubierto destacaba otro piercing en el ombligo. Lucía numerosos colgantes en el cuello y debajo de ellos pendía lo que parecía una cámara digital de vídeo.

– Usted es Siobhan -dijo con una especie de ceceo.

– Eso me temo -contestó Siobhan brindando por los presentes.

Habían sacado otro vaso y una botella más de vino de una cesta.

– No te pases, Teddy -dijo Eve Clarke.

– Tengo que rellenar a Santal -replicó el padre, aunque Siobhan no pudo por menos de advertir que el vaso de Santal estaba casi tan lleno como el suyo.

– ¿Habéis viajado los tres juntos? -preguntó.

– Santal hizo autostop desde Aylesbury -le comentó Teddy Garlee-. Después del viajecito que hemos tenido en autobús, creo que la próxima vez haré como ella -añadió poniendo los ojos en blanco y rebulléndose en la silla, disponiéndose a abrir la botella de vino-. Vino de tapón de rosca, Santal. No digas que el mundo moderno no tiene sus ventajas.

Santal no dijo nada. Siobhan no se explicaba su súbito desagrado por la desconocida salvo por el simple hecho de que fuera una desconocida, y de lo que ella tenía ganas era de estar a solas con sus padres. Ellos tres.

– Santal tiene la tienda de al lado -dijo Eve-. Menos mal que nos echó una mano…

Su marido se echó a reír de pronto con ganas y se rellenó el vaso.

– Hacía tiempo que no íbamos de acampada -añadió.

– Es una tienda nueva -comentó Siobhan.

– Nos la prestaron unos vecinos -dijo su madre en voz baja.

– Tengo que irme -terció Santal levantándose.

– Por nosotros no lo hagas -replicó Teddy Clarke.

– Es que vamos en grupo a un pub.

– Qué cámara tan bonita -comentó Siobhan.

– Si un poli me hace una foto, yo se la hago también. Es justo, ¿no? -dijo con una mirada penetrante que exigía conformidad.

Siobhan se volvió hacia su padre.

– Le habéis hablado de mí -comentó imperturbable.

– Y no se avergüenza, ¿verdad? -añadió Santal escupiendo las palabras.

– Todo lo contrario, en realidad -replicó Siobhan mirando sucesivamente a su padre y a su madre.

Ambos, de pronto, no apartaban la vista de la botella de vino. Cuando volvió a mirar a Santal vio que la enfocaba con la cámara.

– Una foto para el álbum familiar -dijo-. Se la enviaré en un archivo de imagen.

– Gracias -respondió Siobhan con frialdad-. Santal es un nombre raro, ¿no es cierto?

– Significa madera de sándalo -terció Eve Clarke.

– Y al menos es fácil de escribir -añadió Santal.

Teddy Clarke se echó a reír.

– Le conté a Santal que te hicimos cargar con un nombre que nadie es capaz de pronunciar en el sur -dijo.

– ¿Le habéis contado alguna historia más de familia? -le espetó Siobhan-. ¿Alguna cosa embarazosa sobre la que deba estar prevenida?

– Qué suspicaz -comentó Santal a la madre de Siobhan.

– Es que a nosotros no nos gustaba que fuese… -añadió Eve Clarke dejando la frase en el aire.

– ¡Mamá, por Dios bendito! -exclamó Siobhan.

Pero su protesta quedó interrumpida de pronto por ruidos procedentes de la valla y vieron que unos vigilantes corrían hacia aquel lugar. Fuera del recinto, unos jóvenes vestidos con anoraks militares negros y capucha hacían el saludo nazi diciendo a gritos a los vigilantes que echaran de allí a «aquella basura hippy».

– ¡Aquí ensayan la revolución! -gritó uno de ellos-. ¡Al paredón con esos capullos!

– ¡Patético! -dijo entre dientes la madre de Siobhan.

Comenzaron a volar proyectiles por el cielo del atardecer.

– Agachaos -les previno Siobhan, empujando a su madre dentro de la tienda, no muy segura de que ofreciera protección contra aquella lluvia de piedras y botellas.

Su padre dio dos pasos en dirección al altercado, pero ella le retuvo. Santal, sin moverse del sitio, enfocaba la escena con su cámara.

– ¡No sois más que turistas! -gritó otro de los alborotadores-. ¡Largaos a casa en los carricoches en que habéis venido!

Hubo risotadas, abucheos y aspavientos. Los acampados no salían pero querían que lo hicieran los vigilantes, quienes no estaban por la labor. El que había acompañado a Siobhan pidió refuerzos por radio. Una situación como aquélla podía apagarse en cuestión de segundos o degenerar en batalla campal. El vigilante vio por encima del hombro que Siobhan se le había acercado.

– No se preocupe -dijo-. Supongo que tendrá seguro.

Ella tardó un segundo en comprender a qué se refería.

– ¡Mi coche! -exclamó dirigiéndose a la salida.

Tuvo que abrirse paso a codazos entre otros vigilantes y echó a correr por la calle. Tenía el capó abollado y rayado, y la ventanilla trasera rota. Habían pintado con spray EJN. Equipo Joven Niddrie.

Y la miraban, en fila, riéndose de ella. Uno de ellos alzó el móvil para hacer una foto.

– Haz todas las fotos que quieras -dijo ella-. Será incluso más fácil para identificarte.

– ¡Polis de mierda! -espetó otro que estaba en el centro, flanqueado por dos lugartenientes.

El cabecilla.

– Los polis están muy bien -replicó ella-. Con diez minutos en la comisaría de Craigmillar sabré más cosas de ti que tu propia madre -añadió señalándole con el dedo para mayor énfasis.

Pero el jovenzuelo hizo un gesto de desdén. Sólo se le veía un tercio de la cara, pero a Siobhan no se le olvidaría. Llegó un coche con tres hombres y ella reconoció al del asiento de atrás: un concejal de la localidad.

– ¡Largaos! -gritó el hombre al bajarse, agitando los brazos como quien mete ovejas en un redil.

El jefecillo hizo un remedo de tembleque, pero Siobhan vio que su tropa parecía indecisa. Acudieron media docena de vigilantes de seguridad del recinto con el de barba en cabeza, al tiempo que se oía el ulular de sirenas aproximándose.

– ¡Largo de aquí, joder! -insistió el concejal.

– Ese campamento está lleno de tortis y maricas -replicó con un gruñido el cabecilla-. ¿Y quién lo paga todo? ¿Eh?

– Dudo mucho que seas tú, hijo -replicó el concejal, a quien flanquearon sus dos acompañantes, dos tipos robustos que probablemente no se habían arredrado en su vida ante una pelea. La clase de recaudadores de votos ideales para un político de Niddrie.

El cabecilla escupió en el suelo, dio media vuelta y se alejó.

– Gracias por su intervención -dijo Siobhan tendiendo la mano al concejal.

– No hay de qué -replicó éste, como dispuesto a olvidar el incidente.

Siobhan se acercó a estrechar la mano del de la barba, a quien, evidentemente, conocía.

– ¿No ha sucedido nada aparte de eso? -preguntó el concejal.