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Y como si deseara instruir a la inmóvil y azorada Gisela, añadió dogmáticamente:

– Un hombre debe tener partidas de mulo.

Luego el silencio y quietud de la muchacha pareció desagradarle.

– No te dejes llevar de la envidia por la suerte de tu hermana -aconsejó muy grave con su voz profunda.

Poco después hubo de salir de nuevo a la puerta para llamar a su hija menor, porque ya era tarde. Tres veces profirió su nombre a voces, antes que ella moviera la cabeza. Al quedar sola, se sumió en una estupefacción abrumadora. Entró en la alcoba que compartía con Linda, con el aspecto de una persona profundamente dormida. Al mismo viejo le sorprendió la desusada novedad, y levantando los ojos de la Biblia, que estaba leyendo con los anteojos puestos, movió la cabeza al cerrar ella la puerta.

Gisela cruzó la habitación sin mirar a ninguna parte, se sentó inmediatamente junto a la ventana abierta.

Linda bajó de la torre en la exuberancia de su alegría, y halló a su hermana con una vela encendida, de espaldas a la luz, y con el rostro vuelto a la lobreguez de la noche llena de ráfagas suspirantes del viento y de rumores de chubascos -una verdadera noche del golfo, demasiado oscura para la mirada de Dios y la sagacidad del diablo, según el dicho vulgar. Gisela ni siquiera volvió la cabeza al abrirse la puerta.

En aquella inmovilidad había algo que hirió a Linda, aun estando recluida en el recinto de su felicidad paradisíaca; y sopechó indignada que la causa de ello era el recuerdo del desdichado Ramírez. Ansiosa de hablar, llamó en tono autoritario: "¡Gisela!", y no halló respuesta en el menor movimiento.

La enamorada que iba a vivir en un palacio y pasear en fincas propias padecía un terror de muerte. Por nada del mundo hubiera vuelto la cabeza para mirar de frente a su hermana. El corazón le palpitaba locamente. Al fin respondió débil y apresuradamente:

– No me hables. Estoy rezando.

Linda, sorprendida, salió tranquilamente; y Gisela continuó sentada, perdida la fe en las realidades de la vida, desorientada, ofuscada, pasiva, como quien aguarda la confirmación de lo increíble. La cerrada lobreguez de las nubes parecía formar parte de un sueño. Aguardaba.

Y no aguardó en vano. El hombre que llevaba dentro su alma muerta, después de salir a rastras de la barranca, cargado de lingotes, había visto el resplandor de la ventana, y no pudo menos de volver sobre sus pasos desde la playa.

Al través de la oscuridad impenetrable que cubría las altas montañas Gisela divisó por una especie de poder milagroso al esclavo de la plata de Santo Tomé. Y creyó natural su regreso, como si en lo sucesivo el mundo hubiera dejado de contener sorpresas para siempre.

Levantóse impulsiva y rígida, y empezó a hablar mucho antes que la luz del interior cayera sobre el rostro del hombre que se acercaba.

– Has vuelto para llevarme. ¡Está bien! Abre los brazos, Giovanni, amor mío. Voy ahora mismo.

Las prudentes pisadas del amante se cortaron en seco, y, con los ojos despidiendo un brillo salvaje, respondió él con aspereza:

– Todavía no. Necesito enriquecerme poco a poco… -Y añadió con tono amenazador: -No olvides que tu enamorado es un ladrón.

– ¡Sí!, ¡sí! -musitó de prisa. -Acércate más! ¡Oye! ¡No me abandones, Giovanni! ¡Nunca, nunca!… ¡Tendré paciencia!…

Su busto se inclinó con ternura sobre el alféizar de la ventana hacia el esclavo del tesoro mal adquirido. La luz del cuarto se extinguió, y el magnífico capataz, cargado con la plata, abrazó el blanco cuello de su adorada en la oscuridad del golfo, como el hombre que se ahoga se agarra al primer objeto puesto a su alcance.

Capítulo XIII

El día que la señora de Gould se disponía a "dar una tertulia," según expresión del doctor Monygham, el capitán Fidanza se descolgó por el costado de su goleta, anclada en el puerto de Sulaco, y con su aire sereno, grave y resuelto, se acomodó en su bote y empuñó los remos. Salía más tarde que de ordinario; y la tarde había avanzado bastante cuando desembarcó en la playa de la Gran Isabel y trepó con paso firme por la loma de la isla.

Desde lejos reconoció a Gisela sentada en una silla con el respaldo echado atrás contra el muro de la casa, debajo del dormitorio común a las dos hermanas. Tenía en las manos su bordado, y lo levantó a la altura de los ojos. La calma de aquella figura adolescente exasperó el sentimiento de perpetua lucha y contradicción que él llevaba en su pecho. Envolviéndole una oleada de ira, se le antojó que la muchacha debía oír desde lejos el retiñir de sus grillos de plata. Además, mientras estuvo en tierra aquel día, se había, encontrado con el doctor de ojo maléfico, que le había mirado con suma fijeza.

Al levantar los ojos su amada, se sintió ablandado. Le sonrieron con una frescura de rosa recién salida del capullo, llegándole directamente al corazón. Después frunció el ceño. Era un aviso que recomendaba cautela. Paróse él a cierta distancia y dijo en tono alto e indiferente:

– Buenos días, Gisela. ¿Esta Linda todavía en casa?

– Sí, en el cuarto grande con padre.

Acercóse entonces Fidanza, y, echando una mirada al interior de la alcoba por temor de que le descubriera su prometida al volver allí por cualquier motivo, dijo, moviendo sólo los labios:

– ¿Me amas?

– Más que a mi vida.

Sin dejar su bordado, que contemplaba con mirada distraída, siguió diciendo:

– Sin tu amor no podría vivir. No podría, Giovanni. Porque esta vida es para mí una muerte. ¡Oh, Giovanni! Moriré si no me llevas lejos de aquí.

El sonrió fríamente y dijo:

– Volveré a la ventana cuando sea de noche.

– No, Giovanni. Esta noche no. Linda y padre han estado hablando hoy juntos por largo tiempo.

– ¿Sobre qué?

– Sobre Ramírez, he creído oír. No lo sé. Tengo miedo. Siempre tengo miedo. Esto es estar muriendo mil veces al día. Tu amor es para mí lo que para tí tu tesoro. Le tengo dentro de mi pecho, pero no puedo saciarme de él.

Giovanni la miraba sin moverse. Estaba hermosa, y se le habla acrecentado el deseo de tenerla por suya. Ahora sentía el peso de una doble esclavitud. Ella, en cambio, era incapaz de una emoción sostenida; y aunque sincera en sus manifestaciones, dormía plácidamente por la noche. La presencia de Giovanni la conmovía, y al cabo de un rato su taciturnidad indicaba haberse apagado la excitación pasional. Tenía miedo de dejar traslucir su secreto, miedo del dolor, del castigo corporal, de las palabras ásperas, de afrontar malas caras y de presenciar violencias. Su alma era ligera y tierna con una ingenuidad pagana en sus impulsos.

Con voz apagada musitó:

– Abandona el palazzo, Giovanni, y la viña de las colinas, que tanto van a demorar la satisfacción de nuestro amor.

Calló al ver a Linda que estaba de pie, silenciosa, en la esquina de la casa.

Nostromo se volvió a su prometida saludándola, y se asombró de ver sus ojos hundidos, sus mejillas excavadas y un tinte de enfermedad y angustia en su rostro.

– ¿Has estado enferma? -inquirió, procurando poner algún interés en la pregunta.

Los negros ojos le miraron centellantes.

– ¿Me encuentras más delgada? -dijo.

– Sí…, tal vez…, un poco.

– ¿Y más vieja?

– Los días no pasan en vano… para todos nosotros.

– Temo cubrirme de canas antes de ver el anillo en mi dedo -afirmó con lentitud, clavándole la vista.

Aguardó la respuesta, bajándose las mangas, que tenía recogidas.

– No lo creas -respondió él distraído.

Volvióse como si aquellas palabras fueran definitivas, y empezó a trajinar en los quehaceres de la casa, mientras Nostromo hablaba con su padre.