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No era fácil la conversación con el viejo garibaldino. La edad no le había mermado las facultades mentales, pero parecían haberse retirado al interior de su ser. Sus respuestas eran tardas y revestían cierta augusta gravedad. Pero aquel día estuvo más animado, más vivaracho; el viejo león se mostraba rejuvenecido. La integridad de su honor le inspiraba inquietudes. Había dado crédito a las prevenciones de Sidoni acerca de los designios de Ramírez relativos a la menor de sus hijas; y ésta no le merecía confianza. Era un poco casquivana. De todo esto nada dijo a "su hijo Gian Battista". Era un rasgo de vanidad senil. Quería hacer ver que se sentía capaz de defender por sí solo el honor de la familia.

Nostromo partió pronto. Tan luego como desapareció caminando hacia la playa, Linda traspuso el umbral y con una sonrisa agria se sentó al lado de su padre.

Desde el domingo, en que el infatuado y loco Ramírez la había aguardado en el muelle, no había tenido duda alguna sobre las relaciones de Giovanni con Gisela. Los rabiosos celos de aquel hombre no fueron precisamente una revelación de un hecho desconocido, pero fijaron de una manera precisa y clavaron, por decirlo así, en su corazón el sentido de irrealidad y engaño que había hallado en el trato con su prometido, en lugar de la soñada ventura y felicidad. Había seguido su camino abrumando a Ramírez de insultos y desprecios; pero aquel domingo se sintió a punto de morir de dolor y vergüenza, postrada sobre la losa, adornada con relieves y una artística inscripción, del sepulcro de su madre. Habíanla costeado por suscripción los maquinistas y ajustadores de los talleres del ferrocarril, como muestra del respeto y consideración al héroe de la Unidad de Italia. Éste no había podido cumplir su deseo de sepultar a su mujer en el mar, y Linda regó varias veces con lágrimas aquella piedra.

El ultraje inmotivado de que era víctima la aterró. Si Gian Battista quería despedazar su corazón…, santo y bueno. Pero ¿por qué pisotear los trozos? ¿Por qué humillar su orgullo? ¡Ah! Eso no lo conseguiría. Enjugóse las lágrimas. ¡Y Gisela! ¡Gisela! La chicuela, que desde niña había buscado siempre un refugio en sus faldas. ¡Qué doblez! Pero probablemente no podía evitarlo. Desde que se ponía de por medio un hombre, la pobre cabeza de chorlito no sabía dominarse.

Linda participaba bastante del estoicismo de Viola; y así resolvió no decir nada. Pero, como mujer que era, ponía pasión en su estoicismo. Las respuestas breves de Gisela, inspiradas en una medrosa cautela, la indignaban profundamente por ver en ella cierta sequedad despectiva. Un día se arrojó sobre la silla en que yacía su indolente hermana e imprimió las señales de sus dientes en la garganta más blanca de Sulaco. Gisela dio un grito, pero había heredado también algo del heroísmo de Viola, y se reprimió. A punto de desmayarse de terror, sólo dijo con voz lánguida:

– ¡Madre de Dios! ¿Quieres comerme viva, linda?

Y aquel incidente pasó sin dejar rastro en la situación. Gisela pensaba para sí: "No sabe nada. No puede saberlo"; y linda, por su parte, intentaba tranquilizarse pensando: "Tal vez no sea verdad, no se concibe".

Pero cuando vio por vez primera al capitán Fidanza después que el enloquecido Ramírez la salió al encuentro para desahogar los celos que tenía de Nostromo, volvió a adquirir la certidumbre de su desgracia. Linda siguió con la vista desde la puerta a su prometido mientras sé encaminaba a tomar el bote, y se preguntó estoicamente: "¿Se verán esta noche?" Fuera lo que fuere, resolvió no dejar la torre ni por un segundo. Cuando Nostromo desapareció, linda salió a sentarse junto a su padre.

El venerable garibaldino "se sentía joven aún", según sus propias palabras. Por un conducto u otro, había llegado a él últimamente una gran parte de lo que se decía sobre Ramírez, y el desprecio y aversión que le inspiraba aquel hombre, tan diferente de lo que debía ser un hijo político suyo, le traían inquieto. Ahora dormía muy poco; y durante varias noches anteriores, en lugar de leer o sencillamente permanecer sentado, con los anteojos de plata, regalo de la señora de Gould, montados en la nariz, delante de la Biblia, había recorrido activamente toda la isla con su escopeta, haciendo guardia en defensa de su honor.

Linda, poniéndose su fina y morena mano en la rodilla, procuró calmar su excitación. Ramírez no estaba en Sulaco. Nadie sabía dónde paraba. Se había ido. Sus bravatas de que había de hacer y acontecer no significaban nada.

– No -interrumpió el viejo. -Pero mi hijo Gian Battista me dijo, como cosa suya, que el cobarde esclavo andaba bebiendo y jugando con la gentuza peor de Zapiga en la parte norte del golfo. Pudiera ganarse algunos de los canallas más atrevidos de aquella ciudad de negros arrufianados, para que le ayudaran en su intento de secuestrar a la pequeña… Por fortuna no soy tan viejo. ¡No!

Linda se esforzó por convencerle de que no era probable una tentativa de tal índole; y al fin el viejo calló, mordiéndose los blancos bigotes. Cuando a las mujeres se les metía una cosa en la cabeza, había que seguirles el humor; así era su pobre mujer, y Linda se parecía a su madre. No le estaba bien a un hombre contradecir.

– Puede ser, puede ser -balbuceó.

Linda distaba mucho de sentirse tranquila. Amaba a Nostromo. Volvió los ojos hacia Gisela con cierta ternura maternal y la celosa angustia de una rival ultrajada en su derrota. Luego se levantó y llegó a ella.

– Oye…tú -le dijo con aspereza.

La increpada alzó los ojos, llenos de insuperable candor, y le echó una mirada de violeta y rocío, que excitó su rabia y admiración. ¡Cuidado que eran bellos los ojos de la chica, vil criatura de tez blanca y negra doblez! No sabía si arrancárselos con gritos de venganza, o cubrir su misteriosa y cándida inocencia en besos de compasión y amor. De pronto aquellos ojos perdieron su brillo mirando sin expresión, fuera de un ligero miedo, no sepultado del todo con las demás emociones en el corazón de Gisela.

Su hermana dijo:

– Ramírez se jacta en la ciudad de que te llevará de la isla.

– ¡Qué tontería! -respondió la otra; y con perversidad, nacida de la prolongada violencia que venía haciéndose, añadió: -No es hombre capaz de ello -en tono de broma, que dejaba entrever cierta osadía medrosa.

– ¿No? -replicó Linda apretando los dientes. -¿Dices que no es capaz? Bien, tú lo verás; pero sabe que padre ha estado dando vueltas toda la noche con la escopeta cargada.

– Se molesta en vano. Debes decirle que no lo haga, Linda. A mí no me hará caso.

– Yo no diré nada… nunca más… a nadie -exclamó Linda con apasionamiento.

Esto no podía durar, pensó Gisela. Era preciso que Giovanni se la llevara pronto…, la primera vez que viniera. Ella no podía sufrir aquellos sobresaltos por toda la plata del mundo. El hablar con su hermana la ponía enferma. Pero no la inquietaba la vigilancia nocturna de su padre. Había rogado a Nostromo que no viniera a la ventana aquella noche; y él le tenía dada la palabra de permanecer ausente por aquella vez. Ignorante de las maniobras de Giovanni para llevarse la plata, no pudo suponer ni imaginar que tuviera otras razones para volver a la isla.

Linda se había ido directamente a la torre. Era hora de encender. Abrió la puerta y subió con trabajo las escaleras en espiral, oprimida por su amor al magnífico capataz de cargadores como por un peso creciente de verdosas cadenas. Le era imposible echar de sí aquel amor. No podía. ¡Qué el Cielo dispusiera de los dos! Y haciendo girar la linterna, bañada de penumbra y de resplandor lunar, encendió cuidadosamente la lámpara. Luego sus brazos cayeron a lo largo del cuerpo.

– ¡Y mi madre que nos está viendo desde el otro mundo! -murmuró. -Mi hermana… ¡la chica!

El aparato entero de refracción, con sus armaduras de bronce y anillos de prismas, refulgía y centellaba como una urna abovedada de diamantes, donde se encerraba no una lámpara, sino una llama sagrada, dominadora del mar. Y Linda, la guardiana, vestida de negro, con rostro pálido, se dejó caer sobre una silla de madera, sola con sus celos, muy por encima de las vergüenzas y las pasiones de la tierra. Un extraño dolor de tensión violenta, como si alguien la tirara de sus cabellos negros con reflejos bronceados, la obligó a llevarse las manos a las sienes. Gisela y Giovanni tendrían su entrevista. La tendrían. Y ella sabía dónde. En la ventana.