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– ¡Imposible! -murmuró la señora de Gould.

– Me dijo: "Recuérdele usted que he hecho algo para conservarle el techo que la cobija". Señora de Gould -prosiguió el doctor con la mayor excitación-, ¿se acuerda usted de la plata?…, ¿la plata de la gabarra que se perdió?

La interrogada no lo había olvidado, pero no dijo que detestaba la mención de tal asunto. Como era la franqueza personificada, sentía un horror extraordinario al pensar que por la primera y última vez de su vida había ocultado la verdad a su marido sobre aquella plata. En circunstancias tan críticas como las de entonces, se había dejado arrastrar del miedo, lamentándolo después sin perdonarse. Además, aquella plata, que nunca hubiera bajado al puerto en el caso de haber conocido su esposo las noticias traídas por Decoud, por una combinación de extrañas vicisitudes había estado a punto de ocasionar la muerte al doctor Monygham. Y todo esto le parecía horrible.

– ¿Se perdió realmente? -interrogó el doctor. -Siempre he estado persuadido de que alrededor de Nostromo había un misterio desde entonces. Se me figura que ahora, viéndose a las puertas de la muerte, desea…

– A las puertas de la muerte -repitió la señora de Gould.

– Sí, sí…, desea tal vez decirle a usted algo referente a la plata que…

– ¡Oh! ¡No! ¡De ninguna manera! -exclamó la señora en voz baja. -¿No se ha perdido? Se acabó, pues. ¿No hay bastante plata sin ella para hacernos desgraciados a todos?

El doctor, sumiso y decepcionado, calló. Al fin se aventuró a decir muy bajo:

– Está allí también la muchacha de Viola, Gisela. ¿Qué hemos de hacer? Al parecer, el padre y la hija mayor habían…

La señora de Gould reconoció que se creía en el deber de hacer lo que pudiera por aquellas niñas.

– Tengo a la puerta un cabriolé -dijo el doctor. -Si no tiene usted reparo en entrar en él…

Aguardó, devorado de impaciencia, hasta que reapareció la señora de Gould después de haberse echado encima del vestido una capa gris con una gran capucha.

En tal guisa, con el manto y la capucha monástica sobre el traje de noche, aquella mujer, llena de compasión y sufrimiento, permaneció junto al lecho en que el espléndido capataz de cargadores yacía tendido inmóvil boca arriba. La blancura de las sábanas y almohadas daba un relieve sombrío y enérgico a su bronceado rostro, a las manos morenas y nerviosas, tan diestras en el manejo del timón, de la brida, del arma de fuego, y que ahora yacían tendidas e inertes sobre la blanca colcha.

– Ella es inocente -dijo el capataz con voz profunda y uniforme, como si temiera que una palabra más fuerte rompiera el débil lazo que unía a su espíritu con el cuerpo. -Es inocente. Está sola. Pero no importa. De estas cosas no tengo que responder ante nadie de este mundo.

Se detuvo. El rostro de la señora de Gould, que aparecía intensamente pálido bajo la capucha, se inclinó sobre el moribundo con abrumadora y lúgubre tristeza. Y los ahogados sollozos de Gisela Viola, arrodillada al extremo inferior de la cama, suelto el blondo cabello de ondas cobrizas y tendido sobre los pies del capataz, apenas turbaban el silencio de la habitación.

– ¡Ah! ¡Viejo Giorgio, guardián de tu honor! ¿Cómo pude imaginar que el vecchio viniera sobre mí con pie tan ligero, con tan segura puntería? Yo mismo no lo hubiera hecho mejor. Pero pudo ahorrarse el coste del tiro. El honor estaba seguro… Señora, la niña hubiera seguido hasta el fin del mundo a Nostromo el ladrón… He dicho la palabra. ¡El encanto está deshecho!

Un sordo gemido de la muchacha le hizo volver a ella los ojos.

– No puedo verla… No importa -continuó con la voz apagada y majestuosamente tranquila de otro tiempo. -Un beso es bastante, si no hay tiempo para más. Es un alma delicada, señora. Brillante y cálida como la luz del sol, tan pronto eclipsada como radiante. Señora, mírela usted con esa compasión que es tan famosa de un extremo a otro del país como lo son el valor y la audacia del hombre que la está hablando. Entre los otros dos la matarían. Ella le servirá a usted de consuelo en algún tiempo. Y en cuanto a Ramírez, no es un mal hombre. No tengo rencor. ¡No! No es Ramírez el que ha vencido al capataz de los cargadores de Sulaco.

Se detuvo un momento; hizo un esfuerzo, y con voz más fuerte, un poco violenta, declaró:

– Muero traicionado…, traicionado por…

Pero no dijo por quién, ni por qué moría traicionado.

– Ésta no me hubiera hecho traición -empezó de nuevo, abriendo enteramente los ojos. -Era fiel. Nos hubiéramos ido muy lejos… muy pronto. Debí arrancarme del maldito tesoro por ella. Por esa niña debí abandonar cajas y cajas llenas de plata. ¡Ah! Decoud se llevó cuatro lingotes… cuatro. ¿Para qué? ¡Picardía! ¿Para comprometerme? ¿Cómo hubiera podido devolver el tesoro con cuatro lingotes de menos? Habría dicho que los había robado. El doctor lo hubiera dicho. ¡Ay! ¡Todavía me domina el tesoro!

La señora de Gould, hondamente conmovida, inclinaba su cabeza, sintiéndose yerta de aprensión.

– ¿Qué fue de don Martín aquella noche. Nostromo?

– ¿Quién sabe? Yo sólo pensé en lo que sería de mí. Ahora lo veo. La muerte me ha sorprendido cuando menos lo pensaba. Él se fue. Me hizo traición… ¡Y usted cree que yo le he matado! Ustedes las personas finas son todas iguales. La plata es la que me ha matado. Me domina. Me retiene todavía. Nadie sabe dónde está. Pero usted es la esposa de don Carlos, que la puso en mis manos diciendo: "¡Sálvela usted por su vida"!. Y cuando volví, y todos ustedes creyeron perdido el tesoro, ¿qué se me dijo? Que no tenía importancia. ¡Dejarla en paz! Ahora, ¡ánimo! Nostromo, el leal, ¡cabalga al través de campos y montañas cubiertas de enemigos, para salvamos la vida!

– ¡Nostromo! – susurró la señora de Gould inclinándose aún más sobre el herido. -Yo también he detestado con todo mi corazón la idea de esa plata.

– ¡Admirable!… De modo que hay entre ustedes alguien capaz de aborrecer la riqueza que, según sabéis bien, habéis arrebatado de manos de los pobres. El mundo descansa sobre los pobres, como dice el viejo Giorgio. Usted, señora, ha sido siempre buena para los pobres, pero en la riqueza hay algo maldito. Señora, ¿quiere usted que le diga dónde está el tesoro? A usted sola… Aún se conserva en gran parte… ¡Brillante! ¡Incorruptible!

Una repugnancia dolorosa e involuntaria se insinuó en el tono de su voz y en sus ojos; y la dama la notó claramente con el sentido de la intuición simpática. Apartó la mirada del moribundo, víctima de tan abyecta esclavitud, y se sintió poseída de horror, no queriendo oír más de la plata.

– No, capataz -dijo. -Nadie la echa ahora de menos. ¡Quédese perdida para siempre!

Después de oír estas palabras, Nostromo cerró los ojos y no dijo nada, ni hizo movimiento alguno. El doctor Monygham, que aguardaba fuera de la habitación del enfermo, presa de suprema excitación, brillándole los ojos de ansiedad, se llegó a las dos mujeres en cuanto franquearon la puerta.

– Y bien, señora de Gould -dijo casi brutalmente en su impaciencia-, dígame usted, ¿tenía razón? Hay un misterio. Usted tiene ahora la clave, ¿no es verdad? Le ha dicho a usted…

– No me ha dicho nada -replicó la dama con firmeza. En los ojos del preguntón se extinguió el fulgor de la antipatía fisiológica que le inspiraba Nostromo. Retrocedió un paso con aire sumiso, sin dar crédito a la señora; pero la palabra de ésta era ley. Aceptó su negativo como una fatalidad inexplicable, que confirmaba la victoria del genio de Nostromo sobre el suyo. Aun ante aquella mujer, a quien amaba con devoción secreta, había sido derrotado por el magnífico capataz de cargadores, el hombre que había vivido su vida con la fama de una fidelidad y rectitud que se suponían incorruptibles, y de un valor nunca desmentido.