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– Tenga usted a bien enviar inmediatamente a alguno por mi carruaje -añadió la señora desde el fondo de su capucha. Y luego, volviéndose a Gisela, le dijo: -Acércate más, niña; acércate más. Aguardaremos aquí.

La muchacha, desolada e infantil, velado el rostro por su suelta cabellera, se aproximó tímidamente a su protectora. Esta tomó el brazo de la hija indigna del viejo Viola, el republicano íntegro, el héroe sin tacha. Lánguida y gradualmente, como flor marchita que dobla su corola, inclinó su cabeza la joven que hubiera seguido al ladrón hasta el fin del mundo, y la apoyó en el hombro de doña Emilia, la primera señora de Sulaco, la esposa del señor administrador de la mina de Santo Tomé. Y la noble señora, al sentir sus ahogados sollozos, nerviosa y conmovida, experimentó la mayor de todas sus amarguras, tan grande como las padecidas por el mismo doctor Monygham.

– No se apene usted tanto, hija. Muy pronto la hubiera olvidado a usted por su tesoro.

– Señora, me amaba. Me amaba -musitó Gisela con desesperación. -Me amaba como nadie ha amado jamás.

– También yo he sido amada -dijo la señora de Gould en tono severo.

La muchacha se apegó a ella convulsivamente y sollozó:

– ¡Oh, señora; pero usted vivirá adorada hasta el fin de su vida!

Doña Emilia no rompió su silencio hasta que llegó el carruaje, al que ayudó a subir a la joven, medio desfallecida. Cuando el doctor hubo cerrado desde fuera la portezuela del landó, la señora de Gould se volvió a él y le dijo en voz baja:

– ¿No puede usted hacer nada?

– No, señora de Gould. Además no quiere que le toquemos. Eso es lo de menos. Le he inspeccionado rápidamente… No tiene remedio.

Pero prometió visitar al viejo Viola y a la otra muchacha aquella misma noche. Obtendría el bote de la policía para que le llevara a la isla. Y se quedó en la calle, siguiendo con la vista al landó que se alejaba despacio tras de las mulas blancas.

El rumor de una desgracia -de un terrible accidente ocurrido al capitán Fidanza- se había propagado por los nuevos muelles, donde lucían varias hileras de focos luminosos y campaneaban las negras siluetas de enormes grúas. Un pelotón de merodeadores nocturnos -los más pobres entre los pobres- se movían cerca de la puerta de la enfermería del puerto, cuchicheando en la desierta calle a la luz de la luna.

Con el herido no había nadie más que el fotógrafo descolorido, raquítico, enclenque, enemigo mortal de los capitalistas, encaramado con los pies en el asiento de un alto taburete, las rodillas levantadas y la barbilla entre las manos, junto a la cabecera de la cama. Le había llevado allí un camarada que, trabajando tarde en el muelle, supo, por uno de los negros pertenecientes al servicio de una lancha, que el capitán Fidanza había sido traído a tierra, mortalmente herido.

– ¿Tiene usted algo que disponer, compañero? -preguntó ansiosamente sobre la almohada y abrió los ojos, dirigiendo a la extraña figura encaramada junto a su lecho una mirada de indignación enigmática y profunda.

Nostromo guardó silencio. El otro no insistió, continuando hecho un ovillo en la banqueta, greñudo, cubierto el rostro de una vellosidad hirsuta, con todo el aspecto de un mico giboso. Después, tras de un largo silencio, empezó en tono solemne:

– Compañero Fidanza, usted ha rehusado toda asistencia de ese doctor. ¿Es realmente un peligroso enemigo del pueblo?

En la penumbra de la habitación, Nostromo volvió la cabeza lentamente sobre la almohada y abrió los ojos, dirigiendo a la extraña figura encaramada junto a su lecho una mirada de indignación enigmática y profunda. Después su cabeza se dobló hacia atrás, sus párpados cayeron, y el capataz de cargadores murió sin proferir una palabra ni un gemido después de una hora de inmovilidad, interrumpida por breves estremecimientos, reveladores de los dolores más crueles.

El doctor Monygham, que salía en la barca de la policía con rumbo a las islas, contempló el rielar de la luna sobre el golfo y la alta silueta de la Gran Isabel proyectando a lo lejos un haz luminoso bajo un dosel de nubes.

– Remad despacio -dijo, pensando en lo que hallaría al llegar a la isla.

Intentó imaginarse la situación de Linda y su padre, notando una repugnancia extraña interior.

– Remad despacio -repitió.

Desde el momento en que disparó contra el ladrón de su honor, Giorgio Viola no se movió del sitio en que estaba. Allí se quedó de pie, con la escopeta apoyada en el suelo, empuñando el cañón por cerca de la boca. Linda, después que la lancha se llevó para siempre de su lado a Nostromo, se encaminó donde estaba su padre y se paró ante él. Viola no dio muestras de enterarse de la presencia de su hija hasta que ésta, perdiendo su forzada calma, exclamó:

– ¿Sabe usted a quién ha matado?

– A Ramírez el vagabundo -respondió el viejo.

Pálida y con la vista alocada fija en su padre, se le rió en sus barbas con carcajadas histéricas. A ellas se unieron poco después las de Giorgio, débiles y profundas, como un eco lejano. Luego cesaron las risas de Linda y el viejo manifestó con acento de extrañeza:

– Gritó con la voz de mi hijo Gian Battista.

La escopeta cayó de su mano abierta; pero el brazo continuó extendido un momento en ademán de sostenerla. Linda le asió con rudeza.

– Es usted demasiado viejo para comprender. Vamos a casa.

Dejóse conducir por su hija, y en el umbral tropezó y estuvo a punto de venir al suelo junto con Linda. La excitación y actividad de los últimos días habían sido como el resplandor de una lámpara moribunda. Se asió al respaldo de su silla para sostenerse.

– Con la voz de Gian Battista -repetía en tono severo-. Le oí… a Ramírez… el miserable.

Linda le ayudó a sentarse en la silla e, inclinándose, le gritó al oído:

– Ha matado usted a Gian Battista.

El viejo sonrió bajo su espesos bigotes. ¡Qué cosas se le ocurren a las mujeres!

– ¿Dónde está la niña? -preguntó sorprendido de la penetrante frialdad del ambiente y de la turbia luz de la lámpara, junto a la que solía sentarse hasta la medianoche con la Biblia abierta delante.

Linda vaciló un momento y luego apartó los ojos.

– Está durmiendo -respondió. -Mañana hablaremos de ella.

No podía fijar la mirada en el anciano. Su aspecto la llenaba de terror y de un sentimiento de lástima casi insoportable. Había notado el cambio operado en él por los últimos sucesos. Jamás comprendería lo que había hecho; y aun a ella misma lo ocurrido le parecía una pesadilla absurda. El viejo pronunció con dificultad:

– Dame el libro.

Linda puso sobre la mesa el volumen cerrado, con su gastada cubierta de piel, la Biblia que, hacía muchos años, le había regalado un inglés en Palermo.

– La niña tenía que ser protegida -añadió el viejo en un tono extrañamente lúgubre.

Detrás de su silla, Linda se retorcía las manos, llorando en silencio. De pronto se encaminó a la puerta. El la oyó moverse.

– ¿A dónde vas? -preguntó.

– Al faro -respondió ella, volviéndose para mirarle con tristeza;

– Al faro. Sí…, el deber.

Muy erguido, canoso, leonino, heroico en su absorta quietud, palpó el bolsillo de su camisa roja, buscando los anteojos que le había dado doña Emilia. Se los puso. Al cabo de un largo período de inmovilidad, abrió el libro y dirigió la mirada al través de los anteojos al texto de la letra pequeña en doble columna. Una expresión rígida y austera se fijó en sus facciones con un ligero ceño, como reflejando algún pensamiento sombrío o alguna sensación desagradable. Y sin apartar los ojos de la lectura, se fue inclinando poco a poco hasta que su blanca cabeza descansó sobre las páginas abiertas. Un reloj con caja de madera hacía sonar su acompasado tic-tac en el encalado muro, y el garibaldino, quedándose frío lentamente, permaneció inmóvil, solo, severo, inalterable, como una vieja encina desarraigada por un traidor rafal del viento.