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Lo más curioso era que la interesada no daba muestras de advertirlo; y si alguien le hubiera hablado de la sentida gratitud con que se citaba su nombre al borde de las nieves en las alturas visibles desde Sulaco, con una sonrisa y la sorpresa reflejada en sus ojos grises muy abiertos, habría protestado de que no había hecho nada de particular por los ingenieros. Y a continuación, tomando cierta expresión reflexiva, habría hecho como que aguzaba su ingenio para hallar la explicación de aquel agradecimiento: "No tenía nada de extraño, porque a los pobres muchachos no podía menos de causarles viva impresión cualquier amable acogida que hallaran en tan remoto país. En ello, sin duda, tenia que entrar por mucho la nostalgia. Todos, a lo que creo, padecemos algo del mismo achaque".

Siempre la movían a compasión los que se sentían tristes por estar fuera de su patria.

Carlos, nacido como su padre en la República de Costaguana, enjuto y alto, con su bigote cobrizo, barbilla de neto perfil, ojos claros de color azul, cabello de ébano y rostro fino, fresco y rubicundo, presentaba todo el aspecto de un extranjero, recién llegado a Inglaterra. Su abuelo había peleado por la causa de la Independencia a las órdenes de Bolívar en aquella famosa legión inglesa, cuyos valientes merecieron, en la batalla Carabobo, ser saludados por el gran Libertador con el dictado de "Salvadores del país". Uno de los tíos de Carlos Gould había sido Presidente electo de la misma provincia de Sulaco (llamada a la sazón Estado) en los tiempos de la Federación, y más tarde había muerto fusilado, de pie junto al muro de una iglesia, por orden del bárbaro general unionista Guzmán Bento. Era éste el Guzmán Bento que, habiendo llegado a ser después Presidente perpetuo, famoso por su implacable y cruel tiranía, alcanzó su apoteosis en la leyenda popular, la cual hizo de él un espectro sanguinario condenado a vagar por los campos, después de haber sido robado su cuerpo, por el diablo en persona, del mausoleo de ladrillo erigido en la nave de la iglesia de la Asunción en Santa Marta. Así al menos se explicó su desaparición a la muchedumbre desarrapada que acudió en tropel, presa de terror, a contemplar el agujero, abierto en un lado del deforme sarcófago de ladrillo, situado frente al altar mayor.

El nombre del cruel Guzmán Bento evocaba el recuerdo de numerosas víctimas, además del tío de Carlos Gould; pero a éste siempre le ayudó la circunstancia de tener un pariente martirizado por la causa de la aristocracia, para que los oligarcas de Sulaco, que eran las familias de pura sangre española, le consideraran como uno de los suyos. He dicho oligarcas usando la fraseología de la época de Guzmán Bento; ahora se llamaban blancos y habían abandonado la idea federal. Con tal recuerdo de familia nadie mejor que don Carlos Gould podía reclamar el título de costaguanero; pero tenía un tipo tan característico, que para la gente ordinaria era siempre el inglés de Sulaco. Parecía más inglés que cualquiera de los turistas de la misma nacionalidad, de paso alguna vez por aquella región, o que cualquier vagabundo misionero protestante, por más que éstos eran entonces enteramente desconocidos en Sulaco; más inglés que los jóvenes ayudantes del ferrocarril en construcción, llegados últimamente, y que cualquiera de los tipos deportistas publicados en los números del Punch, recibidos por la señora de don Carlos con unos dos meses de retraso.

Maravillaba oírle hablar español (castellano dicen allí) o el dialecto indio de la gente del campo con tanta naturalidad. Su acento no tuvo nunca nada de inglés; pero había algo tan indeleble en toda la generación de los Gould -soldados de la independencia, exploradores, plantadores de café, comerciantes y revolucionarios de Costaguana-, que Carlos, el único representante de la tercera generación en un país que se jactaba de poseer un estilo peculiar de equitación, continuaba siendo inglés, aun a caballo. Y esto último no lo digo en el sentido burlón de los llaneros o habitantes de las grandes llanuras, que se creen los primeros jinetes del mundo. Realmente Carlos Gould, dicho sea con la elevada expresión que corresponde, cabalgaba como un centauro. El cabalgar para él no era un género especial de ejercicio, sino una facultad natural, como la de andar derecho para los que están sanos de cuerpo y alma; pero con todo eso, cuando caminaba, bordeando la ruta desigual y polvorienta de los carros de bueyes, en dirección a la mina, con su traje inglés y atalaje exótico, producía la impresión de estar llegando en aquel momento a Costaguana, a su rápido pasotrote, procedente de alguna verde pradera del otro lado del mundo.

Solía hacer su viaje a lo largo del viejo camino español (el camino real del lenguaje popular). Esta vía con su peculiar calificativo era uno de los pocos vestigios que quedaban de aquella realeza, tan odiada, de Giorgio Viola, cuya sombra misma puede decirse que había desaparecido del país, pues aun la estatua ecuestre de Carlos IV, que se alzaba a la entrada de la Alameda, resaltando por su blancura entre el arbolado, no era conocida de la clase baja del país y los mendigos de la ciudad que dormían en las escaleras de la base del pedestal, sino como "El Caballo de Piedra". El otro Carlos que se alejaba torciendo a la izquierda con un rápido golpeteo de cascos sobre el agrietado pavimento de losas, el don Carlos Gould de la vestimenta inglesa, no parecía menos incongruente en aquel medio que la anacrónica estatua, pero seguramente se venía mucho mejor con las realidades de entonces que el regio caballero, representado por el artista en postura de refrenar con una mano su palafrén, mientras levantaba la otra hacia el ala del sombrero adornado con airón de plumas.

La efigie ecuestre del monarca, afeada por las injurias de la intemperie, con su vaga indicación de un gesto de saludo, sugería la idea de que guardaba en su pecho secretos inescrutables sobre los cambios políticos que le habían despojado hasta de su propio nombre. Pero también el otro jinete, el de rostro fino y perspicaz, que cabalgaba sobre su airoso y bien proporcionado bridón, de color tostado y ojo vivo, tenía el aspecto de no dejar traslucir sus opiniones sobre los hombres y las cosas de la República.

El ánimo de este segundo Carlos, conocido del pueblo con el nombre del "inglés de Sulaco", se mantenía en la serena estabilidad, propia de las conveniencias públicas y privadas, que imperaba en Europa. No mostraba sentir desagrado por la manera estrafalaria con que las señoritas de Sulaco se empolvaban los rostros hasta parecer mascarillas de escayola, animadas por bellos y expresivos ojos, ni por las hablillas y murmuraciones de la ciudad, ni por los continuos cambios políticos y revueltas, promovidas siempre invocando "la salvación del país". Todo parecía aceptarlo con impasible ecuanimidad.

Su mujer, en cambio, no acertaba a ver en aquellas luchas más que un drama pueril y sangriento de asesinatos y rapiñas, representado con terrible seriedad por gente sin juicio y depravada. Durante los primeros días de su vida en Costaguana, la pobre señora solía cruzar las manos con desesperación por no poder tomar los asuntos públicos del país en su genuina significación, concediéndoles la importancia que requería la atrocidad de los procedimientos empleados. Veía en ellos una comedia de ficciones cándidas, en la que apenas había nada de sincero, como no fuera la indignación y terror que a ella le producían.

Carlos, muy tranquilo, retorciéndose los largos bigotes, solía rehusar la discusión de tales asuntos. Una vez, empero, la hizo observar con tono afable: