Pero si tan lamentable era la condición del pueblo bajo, de los indios reducidos al último grado de miseria, también en las familias de los hacendados había quejas y agravios que oír. Conoció su género de vida y su hospitalidad, otorgada con una especie de dignidad somnolienta en aquellas casonas de largos muros sin ventanas, y pesados portales abiertos frente a tendidos pastizales, barridos por el viento. Con caballerosa cortesanía se le cedía la cabecera de la mesa, donde amos y criados se sentaban a estilo patriarcal. Las señoritas de la casa solían platicar blandamente, a la luz de la luna, bajo de los naranjos de los patios, causando a la sorprendida viajera honda impresión con la dulzura de sus voces y un algo misterioso que había en la quietud de sus vidas. Por la mañana, los dueños de las fincas, caballeros en buenos bridones, con sombreros de ala ancha y trajes de montar bordados, con mucha plata en los arreos de los caballos, salían, escoltando a los huéspedes que partían, hasta los mojones de sus haciendas, donde les daban con gravedad el adiós de despedida.
En todas estas familias pudo escuchar historias de atropellos políticos: amigos y parientes, arruinados, encarcelados, muertos en las batallas de insensatas guerras civiles, bárbaramente ejecutados tras feroces proscripciones, como si el gobierno hubiera consistido en una lucha de concupiscencias entre bandos de diablos absurdos, desatados sobre el país con sables, uniformes y frases grandilocuentes. Y de todos los labios oyó el cansancio de tal situación unido al deseo de paz; el temor del funcionarismo con su parodia de administración, enteramente ajena a toda ley, a toda seguridad y a toda justicia, que atormentaba a la población de los campos como una pesadilla.
La viajera soportó muy bien dos meses enteros de vagabundo viajar; poseía la resistencia a la fatiga, que de cuando en cuando se notan con sorpresa en mujeres de aspecto endeble, indicio de estar animadas por un espíritu de notable tenacidad. Don Pepe, el viejo comandante de Costaguana, después de prodigar sus solicitudes a la delicada dama, había acabado confiriéndola el título de "la señora infatigable".
Realmente se estaba haciendo una costaguanera. Habiendo tenido ocasión de conocer en el mediodía de Europa a la gente campesina, se hallaba en condiciones de apreciar el gran valor del pueblo. Vio al ser humano en el estado de bestia de carga, silenciosa y de mirada triste. Le vio en el camino, transportando cargas; solitario en la llanura, bregando bajo de su sombrerón de paja, con los blancos vestidos aleteando al soplo del viento alrededor de su cuerpo; de su paso por las aldeas conservó en su memoria algún grupo de indias junto a una fuente, o el rostro de alguna joven indígena de perfil melancólico y sensual, en ademán de levantar una vasija de barro cocido, llena de agua fresca, a la puerta de una oscura choza con soportal de madera, atiborrada de enormes cántaros negruzcos.
Tal cual carreta de bueyes, atascada en el polvo hasta el eje, mostraba en sus toscas ruedas de madera, macizas y sin radios, que en su construcción no había intervenido más instrumento que el hacha. En otro lugar contempló una cuadrilla de portadores de carbón, durmiendo tendidos en fila en la faja de sombra proyectada por sus cargas desde la parte superior de una baja pared de barro.
Los amazacotados puentes de piedra y las iglesias recordaban los tiempos en que la población indígena subyugada por los conquistadores había prestado el tributo de su trabajo sin remuneración ninguna. El poder del rey y la influencia dominadora de la Iglesia habían desaparecido; pero al tropezar con algún enorme montón de ruinas descollando en la cima de un cerro sobre las humildes construcciones de barro de una aldea, don Pepe solía interrumpir el relato de sus campañas para exclamar:
– ¡Pobre Costaguana! Antes fue toda para los Padres, que al fin y al cabo vivían y morían con el pueblo y para el pueblo; y ahora lo es para los grandes políticos de Santa Marta, que son una cuadrilla de negros y ladrones.
Carlos hablaba con los alcaldes, con los fiscales, con la gente principal de las ciudades y con los caballeros en sus haciendas. Los comandantes de los distritos le ofrecían escoltas, atendiendo a la autorización que presentaba, expedida por el jefe político de Sulaco. Cuánto le había costado este documento en monedas de oro de veinte dólares era un secreto entre él mismo, un gran financiero de los Estados Unidos (que se dignó contestar el correo de Sulaco por propia mano) y un personaje de cuenta, muy diferente del anterior, de color cetrino y mirada aviesa, que ocupaba entonces el Palacio de la Independencia en Sulaco y se preciaba de su cultura y europeísmo, de ordinario al estilo francés, porque había pasado algunos años en Europa -desterrado, según decía. Pero era bastante sabido que precisamente antes de ese destierro había perdido al juego temerariamente todo el dinero de la aduana de un pequeño puerto, donde un amigo que estaba en el poder le había colocado con el empleo de segundo recaudador. Aquella juvenil indiscreción tuvo, entre otros inconvenientes, el de obligarle a ganarse la vida por algún tiempo haciendo de mozo de café en Madrid; pero con todo eso, sus talentos debían ser grandes, ya que le permitieron rehacer su carrera política de un modo tan brillante. Carlos Gould, al exponerle un asunto con firmeza imperturbable, le dio el tratamiento de Excelencia.
La Excelencia de provincia tomó un aire de superioridad molestada, inclinando su asiento hacia atrás junto a una ventana abierta, al estilo del país. Ocurrió que precisamente entonces la banda militar interpretaba trozos selectos de ópera en la plaza, y por dos veces el hombre de autoridad alzó la mano imponiendo silencio para escuchar un pasaje favorito.
– ¡Exquisito! ¡Delicioso! -murmuró, mientras Carlos Gould aguardaba al lado de pie con paciencia inescrutable-. ¡Lucía, Lucía di Lammermoor! Soy apasionado por la música. Me trasporta ¡Ah! ¡El divino Mozart! [4] Sí, divino… ¿Qué estaba usted diciendo?
Por supuesto, ya le habían llegado rumores de los designios del recién llegado. Además, tenía en su poder un aviso oficial de Santa Marta. Aquel comportamiento se enderezaba a disimular su interés y causar impresión al visitante. Pero después de haber guardado bajo de llave algo valioso en el cajón de un gran escritorio, situado en un lugar de la habitación, un poco distante, volvió muy afable a ocupar su asiento con finura.
– Si proyecta usted fundar aldeas y reunir población cerca de la mina, necesita usted para esto un decreto del ministerio del Interior -indicó en el tono de quien está al corriente de los trámites administrativos.
– He presentado ya una instancia -dijo Carlos Gould con tranquilidad- y ahora cuento confiadamente con el informe favorable de Su Excelencia.
La autoridad de tal tratamiento era un hombre de variable humor; y su alma sencilla se sintió dominada por una gran melosidad después de recibir el dinero. De pronto exhaló un profundo suspiro.
– ¡Ah, Don Carlos! Lo que necesitamos en la provincia son hombres ilustres y emprendedores como usted. La letargía… ¡la letargía de esos aristócratas! ¡La falta de espíritu público! ¡La ausencia de toda empresa! Yo, dado mis profundos estudios en Europa, ya comprenderá usted…
Con una mano metida en su inflada pechera se levantó, y de pie, por espacio de diez minutos sin tomar aliento, continuó asediando con intencionados asaltos el silencio cortés de Carlos Gould; y, cuando al interrumpirse de pronto, volvió a caer sobre su silla, presentaba el aspecto de haber sido rechazado de una fortaleza. Para salvar su dignidad, se apresuró a despedir al hombre silencioso con una inclinación solemne de cabeza y las siguientes palabras, pronunciadas con cierta condescendencia aburrida y descontenta: