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Mientras avanzaba junto al curso del río, negro y exiguo, empezó a sonar en la radio del coche la melodía inútil de una canción de moda. Atrapado en sus notas y en las de las que siguieron, nada encontré que me persuadiera de dominar el arte que mis manos deseaban ejecutar aquella noche. Era un advenedizo, un extranjero en la epopeya ciega y descabellada en que había desembocado mi existencia. Estaba desarmado, pese a mi vieja Astra y al nueve largo de Ramírez. Estoicamente pensé que la facilidad con que había despachado a Jáuregui no la tendría con Lucrecia. Podía entretenerme hasta el infinito calculando sus ventajas. Pero preferí parapetarme tras la alentadora suposición de que también a ella la había engañado Pablo.

Aquella suposición derivaba, sin excesiva inseguridad, del hecho incuestionable de que Pablo se había complacido en premeditar las acciones de todos al margen de la voluntad de cada uno. Aunque me faltaba desentrañar ciertos secretos relevantes de la trama, lo que conocía o presumía me bastaba para apostar que ni Claudia, ni el padre Francisco, ni Jáuregui, habían sospechado a qué conducían sus actos amañados por Pablo. Mucho menos lo había sospechado yo, pero en el límite no podía estar más que Lucrecia. Ella, a quien sin duda se le había confiado la parte más importante, era quien más extraordinariamente debía ignorar el por qué de sus maniobras. Ese era el estilo de Pablo, y también formaba parte de él el que ahora yo, el más desprevenido, pudiera afirmarlo con relativa desenvoltura. Sin embargo, esta única superioridad que detentaba sobre ella no era una victoria mía, sino un regalo envenenado de quien me había obligado a estar allí. Por momentos no sabía si podía aceptar alguna sensación o idea como propia, y no como el remoto efecto de cualquier instante de la febril predicción de aquel muerto.

Ya en las inmediaciones de la casa de Lucrecia recordé súbitamente que me buscaba la policía y que el edificio podía estar vigilado. Aquello no iba a detenerme, porque por encima de todo tenía que vérla, pero aconsejaba adoptar algunas precauciones. Aparqué lejos y me acerqué al bloque por la parte de atrás. Arriesgando más o menos mi integridad conseguí trepar a una terraza del primer piso, desde la que no me costó mucho pasar a la ventana de la escalera. Ya era noche cerrada y pude hacerlo sin ser visto. Tomé el ascensor y subí al piso de Lucrecia. Llamé al timbre. Si no estaba tendría que arreglármelas para forzar la puerta y esperarla dentro. Podía venir o no venir, porque hubiera huido o porque la hubiera detenido ya la policía. Si estaba, me abriría. No la imaginaba teniéndome miedo.

Oí unos pasos y al momento el ruido del cerrojo al descorrerse. Lucrecia llevaba una bata fina y unas sandalias abiertas. Tenía el pelo recogido y la cara pálida. Me miró con la calma de quien no tuviera nada que ver con lo que había ocurrido desde nuestro último encuentro.

– Has tardado en venir -dijo-. ¿Qué te ha entretenido?

– ¿Preguntas para que te responda o es sólo la rutina de fingir?

– Ven, luchemos dentro. Los vecinos son gente de poca imaginación.

Entré, sintiéndome medido de arriba abajo por su mirada impertinente. Al pasar junto a ella noté que olía a ducha reciente y a colonia fresca.

– Ha sido una tarde larga -explicó-. Si te asomas con disimulo a esa ventana podrás ver abajo un coche azul. Dentro hay dos policías. Llevan ahí desde las cuatro, más o menos. Este mediodía alguien encerró a un compañero suyo en el trastero que hay abajo, en el portal. Apenas me lo contaron me puse a vigilar la calle hasta que les vi hacer el relevo. Desde entonces no se han movido de ahí. ¿Cómo has conseguido pasar sin que se enteraran?

– Tenía demasiadas ganas de verte.

– Ya me estás viendo.

Se sentó en el sofá y cogió de la mesa una taza que estaba a medias. Tomó un par de sorbos, con la mirada perdida en el vacío. Tenía exactamente la misma forma que Claudia de juntar las rodillas al sentarse. Algo relacionado con el Liceo francés, deduje sin afán de acertar.

– Estaba tomando té -informó-. No tienes cara de tomar té, pero si quieres otra cosa tal vez pueda dártela.

– No te molestes por mí.

– De acuerdo.

Me senté frente a ella y estuve contemplándola en silencio durante medio minuto. Lucrecia mantenía sus ojos apartados de donde pudieran encontrarse con los míos, y gocé sin escrúpulos de la oportunidad de examinarla a mi antojo. Aquel pequeño cuerpo insolente permanecía quieto, ajeno a mi observación, esforzándose por parecer sereno e inmune. Pero advertí que su inmovilidad no era tanto desprecio como un modo de impedir fallos, no tanto indiferencia como resignación a que yo estuviera allí. Aguardé sin prisa, decidido a no ser yo quien la salvara de su momentánea vulnerabilidad. Abajo había un coche azul con dos policías, al otro lado de la ciudad Ramírez debía haber descubierto ya mi subterfugio. Pero de pronto me sentía otra vez invadido por aquella oscura especie de paz que me había ayudado a remitir sin titubeos a Begoña hacia la trampa que había dispuesto para su padre. Aquella paz cuyo origen era el presentimiento de que ninguna interferencia me impediría cumplir hasta el final mi lúgubre tarea.

– Bueno, ya está -habló al fin.

– Ya está, ¿qué?

– Ya no tienes preguntas. Viniste a buscar. ¿Qué te parece lo que has encontrado?

– Cuéntame mejor qué te parece lo que has encontrado tú, Lucrecia.

– ¿Lo que he encontrado? -rió, sin ganas-. Yo no buscaba nada. Yo estaba aquí y aquí sigo. Todo lo que quería hacer estaba hecho antes de que tú vinieras.

– ¿Por qué continuaste el juego, entonces?

– Yo nunca he jugado, ni contigo ni con nadie.

– Sí, creo recordar que eso ya me lo dijiste hace días. Entonces me mentías bastante. ¿Por qué he de creerte ahora?

– No decidiré eso por ti. ¿Qué vas a hacer conmigo?

– ¿Cuál sería tu preferencia?

– Ya discutimos demasiado ese asunto. No parecías muy partidario.

– Quizá no me interesabas lo bastante.

Lucrecia dibujó una sonrisa que oscilaba entre el desconcierto y la depravación.

– ¿Te intereso más ahora?

– Puedes jurarlo. El rojo te sienta bien. Es por la piel tan blanca.

– No esperaba que lo vieras así.

– No lo sabes todo de mí. Aunque he hecho de imbécil no soy absolutamente imbécil. Si lo fuera estaría ahora en cualquier callejón con la bala de algún pistolero de Jáuregui enfriándome los sesos. O en la comisaría, tratando de acusarte de todo. Pero estoy aquí, tranquilamente sentado mirándote. Y mientras yo disfruto de esa huesuda hendidura que se abre entre tus pequeños pechos, Jáuregui y la policía estarán entretenidos en la complicada tarea de entenderse.

Lucrecia se miró de reojo y dijo:

– ¿Crees que eres más fuerte por hablar de mis pechos?

– No me importa la fuerza. En estos días he visto catástrofes desencadenadas por el ser más débil que conocí. Y cuando las imaginó era más débil de lo que nunca había sido. Hablo de tus pechos porque un día soñé que hablaba de unos que quizá se les parecían.

– ¿Y qué otras cosas has soñado? Quisiera saber si podré estar a la altura.

– Seguro que sí. También soñé que comías del plato que dejaba Claudia.

– Eso no es muy ingenioso.

– Ni sorprendente, a estas alturas. Pero me gustaría saber una cosa. ¿Quién buscó a quién? ¿Fue Pablo quien te buscó para consolarse de ella o tú quien le buscaste para tener algo de lo que ella había tenido?

– Antes has elegido una de las dos teorías.

– He dicho que lo soñé, no que lo pensara.