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– ¿Qué es lo que piensas, entonces?

– Pienso que Pablo necesitaba encontrar a alguien que estuviera todavía más loco que él. Alguien cuya locura no fuera sobrevenida como la suya, sino una especie de tara de infancia o de nacimiento. Alguien que le hiciera el trabajo que ni siquiera él quería hacer. Y pienso que lo encontró. Admito que de entrada me deslumbraste, Lucrecia. El primer día que te vi no sospeché ni una mínima parte de tu enfermedad. Igual debió de pasarle a él. Seguramente le cautivó de ti ese rastro desvaído de la belleza de Claudia. Eras como ella, aunque tu rubio fuera más impuro, tu piel más amarillenta, tu cuerpo más frágil y esquelético. Al principio se quedó con la similitud, pero poco a poco cayó en la cuenta de las diferencias y se preguntó por el motivo. Hasta que lo averiguó. Eras una especie de Claudia lisiada, de cuerpo y de espíritu. Donde ella era pródiga tú eras avariciosa, donde ella escapaba sin que pudiera retenerla tú te quedabas enquistada. Y comprendió que eras lo que le hacía falta. Sólo tenía que planear cómo utilizarte.

– Magnífico. Tienes una visión muy completa, para no haber estado allí.

– No tan completa. Me faltan algunos detalles esenciales.

– ¿Por ejemplo?

– Fechas. Sé que hace diez años Pablo no te conocía. Tú y lo que quedaba de tu familia le evitabais como a un apestado. ¿Cuándo os encontrasteis?

Lucrecia hizo como que no había oído. Se echó hacia atrás y adoptó un aire meditabundo. Después dejó la taza sobre la mesa. Suspiró y empezó a contar bruscamente:

– Hará unos tres años. Fue él quien vino a verme, y la primera impresión que me produjo fue lamentable. Era un tipo arruinado, harto de compadecerse. Conducía un deportivo caro y llevaba ropa de cretino. Le temblaban las manos y sus ojos envejecidos proclamaban que ya sólo le estimulaban las jugadas desesperadas. Se plantó en mi puerta, preguntó si sabía quién era y cuando le dije que sí, de mala gana, me invitó a cenar. Le di un portazo en las narices, pero dos minutos más tarde volví para espiar por la mirilla y vi que seguía ahí. Salí con él esa noche, y cuando desperté a la mañana siguiente estaba en mi cama, todavía borracho. No voy a explicarte nada sobre cómo y por qué sucedió. Sí te diré, por si confirma algún otro de tus sueños, que aquella noche Pablo me arrancó la ropa llorando, me golpeó sin dejar de llorar y al final se desplomó sobre mí. En cuanto conseguí despejarle le eché de mi casa, pero regresó por la tarde, obligándose a creer y a hacerme creer que estaba enamorado. Le traté a patadas durante un par de semanas. No le abría la puerta, le colgaba el teléfono, devolvía sus flores. Hasta que entendí que de aquel modo no me lo quitaría nunca de encima.

– Así que cambiaste de táctica. Te enamoraste de él.

– Nunca me he enamorado de ningún hombre.

– Desde luego. El amor es cosa de seres desordenados. ¿Qué hiciste, entonces?

– Le dejé acercarse, poco a poco, procurando que no confundiera. Por aquella época sólo buscaba a Claudia y lo hacía de una manera inmunda. Ella le desafiaba abiertamente y él no se atrevía a destruirla. Prefería huir creyendo que en mí Claudia estaba a su alcance, pero yo no nací para aliviar impotencias. A medida que le fui conociendo entendí que su única posibilidad era que alguien le ayudara a vencer la inferioridad que padecía frente a mi hermana. Aquel sentimiento lo ahogaba, lo disminuía moralmente tanto como aumentaba la violencia aparente de su comportamiento. Yo le había despreciado y todavía le despreciaba, pero se me ocurrió que podía ganar interés si algún día lograba salir de aquel estado miserable. Especialmente si tenía el valor de renegar de ella.

– ¿Y cómo lo conseguiste?

– Te costará imaginarlo. Tú sigues atrapado en el recuerdo de Claudia. Tu sensibilidad es incapaz de descender un solo centímetro por debajo de la superficie de la vida, y por eso morirás prisionero de la mujer que ella era a la perfección. Pero a él le enseñé a mirar debajo y a encontrar algo que no se agota en la posesión, ni tiene que escabullirse para mantener el encantamiento.

– Nunca he sido un místico, desde luego, si es a eso a lo que te refieres.

– Llámalo misticismo, si te parece. No es del todo inexacto, aunque te limites a expresar una parte muy pequeña de su significado. No importa el procedimiento, sino la convicción.

Lucrecia había recobrado paulatinamente su presencia; el fulgor despótico de su mirada y los movimientos ásperos de las manos, el descuido de las piernas y la inquietud de su cuello. Ahora su cabeza permanecía adelantada, en actitud de conquista. Hablaba con seguridad y rapidez, sin ocuparse de traducir excesivamente sus pensamientos. Yo en parte la comprendía y en parte la adivinaba, sin demasiada certeza acerca del sentido último de sus palabras.

– ¿Cuál es esa convicción? -pregunté, fastidiado por tener que tirar de los hilos que ella iba soltando.

– Que sólo es libre quien ejercita a conciencia su maldad. Pablo había practicado dos corrupciones de este principio, que por imprecisas resultaban tan equivocadas como el amor al prójimo. Una era el ejercicio aleatorio del mal, al que dedicaba buena parte de su actividad cotidiana. La otra, la que había usado en su venganza contra Claudia y contra ti, era el ejercicio incompleto. La primera no le servía de nada porque no era dueño de sus resultados; la segunda, porque no era más que una renuncia disfrazada de acción.

– Me cuesta seguirte -protesté-. Necesitaría algún hecho. Algo que vea o toque.

– No puedo ser grosera sólo para complacerte. Conmigo Pablo aprendió a hacer el daño que deseaba hacer. No el que le salía al hacer otra cosa o al reprimir sus verdaderos impulsos. Le enseñé a disfrutar del dolor que yo le causaba y a causarme el dolor que podía hacerme disfrutar. Así supo que el dolor inteligente une a la víctima y al verdugo en el placer. Le hice bajar al infierno de los excesos conscientes, le ayudé a bañarse en el fuego y el fuego le limpió. Recuperó la pureza y se vació de sus anteriores humillaciones. Dejé que se hundiera en mí hasta olvidarla a ella, y cuando estuve bien segura le permití regresar al exterior para que pudiera destronarla.

Hablaba con demasiada soltura para estar improvisando. Mis hipótesis zozobraban ante su extraña firmeza, pero no podía dejar que se apoderase de la situación. Tenía que defender, aunque fuera a la desesperada, la interpretación que había traído conmigo. Puse mi más convincente gesto de lástima y, secamente, objeté:

– Pero él tenía sus propias ideas.

– ¿A qué te refieres?

– Cuéntame cómo fue que Claudia cayó y que tú triunfaste, Lucrecia. Cuéntame por qué Pablo eligió una muerte apresurada en lugar de seguir disfrutando del dolor que os traíais a medias -y aunque desconfiaba de mis palabras, añadí-: Dime cómo fue que todas tus enseñanzas él las puso al servicio de una trampa en la que tú sólo eras una pieza más. ¿Por qué empleó sus últimas fuerzas en vengarse de nosotros y no quiso sobrevivir para ti?

Lucrecia me miró con estupor. Después rió y dijo nerviosamente:

– Debí prever que no entenderías nada. Pablo me entregó su vida. Yo le salvé y él me dio lo único que le quedaba. Por eso inventó lo del cuadro. Los dos juntos pensamos la trampa, en todos sus detalles. No era necesario que él muriera realmente, pero quiso ir hasta el final. No tenía que sobrevivir para mí. Sabía que yo nunca podría amarle.

– El cuadro no era una invención. Existe y lo dejó donde yo pudiera encontrarlo.

Lucrecia reiteró su risa, esta vez casi una carcajada. La gastó durante unos segundos y luego la cortó de golpe.

– Qué salida tan ingenua -juzgó fríamente.

– No necesito que me creas. Lo tengo abajo, en el coche. Sólo es un lienzo enrollado de metro y medio, pero vale más que todo lo que me has contado.

Sus pupilas se dilataron con un brillo malicioso.