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– ¿Has desenrollado esa tela?

– No.

– Entonces no sabes si es La música de Klimt.

– Ni tú tampoco -aventuré, para probar sus cartas.

Bajó lentamente la cabeza, respiró, supo estar impasible.

– Tal vez no lo sepa -dijo-, pero sé otras cosas que me ayudan a suponerlo.

– ¿Por ejemplo?

– Yo soy la responsable de la última resurrección del cuadro.

– ¿De qué estás hablando?

– Pablo difundió hace un año que lo tenía. Le mataron, pero nadie lo encontró. Algunos alimentaron la obsesión, pero las obsesiones también se enfrían. Hace un par de meses, cumpliendo el encargo de Pablo, yo me ocupé de reavivar la hoguera. Sugerí a determinada persona que La música estaba en poder de Claudia.

– Así fue como lanzaste a Jáuregui contra ella.

– Lo único de lo que me costó convencer a ese estúpido fue de que yo no quería a mi hermana. Las mentiras se las tragó todas a la primera. En cuanto oyó hablar del cuadro se cegó. Ni siquiera discutió mi precio, que no era precisamente modesto.

– ¿También le convenciste de que fuera el más torpe de sus hombres quien vigilara a Claudia?

– De eso se encargó él solo. Yo me limité a decirle que no le hiciera daño. Mi único interés era que la siguieran. Claudia no era idiota y ya había recibido el aviso del fraile. No dudaba de que pusiera a quien pusiera tras ella se daría cuenta y correría a pedirte ayuda.

– Y también sabías lo que me pediría.

– Por eso el hombre de Jáuregui tenía órdenes de mantenerse a distancia sólo hasta que ella llegara a algún refugio secreto en la sierra.

– Siguiendo las instrucciones del fraile. ¿También él estaba al corriente?

– No había necesidad de que lo estuviera. Bastaba con que supiera repetirle a Claudia las instrucciones que Pablo había dejado para ella y con que estuviera atento para hacerlo si renacía la fiebre del cuadro. Que el padre se enterase de ese renacimiento con antelación, corría de mi cuenta.

– Comprendo que no te inquietaba que Claudia pudiera aceptar la fuga que Pablo le ofrecía en primera instancia, porque tú siempre la tendrías localizada y podrías darle el soplo a Jáuregui. Pero ¿por qué estabas tan segura de que ella haría exactamente lo que le había dicho el fraile para el caso de que la encontraran?

– Yo la conocía, Galba, al revés que tú. Le encantaba que se lo dieran todo hecho. Era perezosa y dispersa, y también sabía que estaría asustada. Había una posibilidad entre mil de que no lo cumpliera todo al pie de la letra. Además, tenía otra garantía: implicarte a ti. No esperaba que te quisiera, me bastaba con prever que tendría el capricho. Mi único temor era que fuera a buscarte antes de tiempo, sólo por jugar. Y en ese caso, no me habría sido difícil aprovechar de otro modo las circunstancias.

Lucrecia disfrutaba del instante moderando su orgullo, exhibiendo por momentos una suerte de fatiga por tener que entrar en el detalle de sus méritos. Ostentaba su triunfo sólo con las palabras, omitiendo los gestos y la sonrisa, como un artista simulando el tedio de haber producido una obra maestra.

– Y en cuanto yo quité de la circulación a aquel incauto -pensé en voz alta-, apareció Óscar. No entendía que trabajara para Jáuregui, pero lo que menos podía imaginar era que obedeciera tus órdenes.

– Jáuregui tampoco. La muerte de Claudia le desorientó, aparte de tener el efecto de ponerle más nervioso respecto al cuadro. Cuando apareciste me fue muy fácil convertirte en su objetivo. Le reproché que te hubiera dejado marchar y te inculpé del asesinato de mi hermana. Luego no tuve más que decirle que habías venido a verme y que temía que pudieras hacerme algo. Cuando me llamaste y me diste tu dirección esperé un par de horas y se la di a él. Noté que sospechabas de mí y quise proporcionarte motivos. También tenía ganas de ver cómo resolvías el problema, si es que lo resolvías. He de admitir que no lo hiciste mal. Pero Óscar seguía allí.

Sentí que la sangre me quemaba en las venas y que las piernas me flaqueaban. No estaba seguro de querer escuchar aquella parte de la verdad. Fue Lucrecia quien preguntó:

– ¿Quién era aquella mujer? ¿Una antigua novia? Qué error el tuyo, yendo a verla.

– ¿Por qué la mataste, Lucrecia? -mascullé.

– ¿Por qué no iba a matarla? Podía hacerlo sin esfuerzo. Fue una ocurrencia de Óscar, pero yo no me opuse, es decir, reconozco que la idea me atrajo en seguida. Sólo le exigí que fuera rápido, para que no te perdiera. Y el muy imbécil se empeñó en estrangularla. ¿Era eso previsible? No sé, tal vez me equivoqué autorizándole, después de todo.

Pareció dudar sinceramente durante un momento, pero después se encogió de hombros y concluyó, sonriente:

– Tampoco salió tan mal. Alfil por dama.

Contuve mi odio, porque no podía darle el gusto de exteriorizarlo justo en aquel instante. Lucrecia me miraba aguardando mi explosión, irónica e impávida.

– No parece que seas una buena jugadora de ajedrez -juzgué, despacio-. Aquel alfil ha resultado ser tu última pieza, y yo he podido utilizar todavía un par de peones.

– ¿Tú crees?

– Sé lo que te extraña. Calculasteis que yo iba a estar más solo que un perro, que nadie podría ayudarme. Pero hubo un par de cosas que escaparon a vuestros cálculos.

– Desde luego. Una de ellas fue que vinieras a verme al Ministerio. Había preparado un costoso encuentro fortuito. No lamento haber podido ahorrármelo. ¿Y la otra?

– Podría decir que la policía, pero no olvido que tú les diste mi nombre y que también pudisteis planear que ellos me estorbasen. Podría decirte que Inés, aun después de que la mataras, pero dudo que entendieras a qué me refiero. Me ceñiré a algo más evidente. Mi aliada imprevista fue la hija de Jáuregui.

– ¿También la hiciste tu novia? Y el neurótico de Jáuregui temiendo que la maltrataras.

– Sin ella no habría podido resolver quién eras. Al principio, cuando la policía vino a detenerme, creí que me habías denunciado tú. Te proporcioné mi dirección para comprobar si la policía volvía a visitarme y me encontré con dos tipos que entraron a tiro limpio en mi habitación y se dieron a la fuga. Tenía que pensar que los enviaba Jáuregui, pero ¿cómo podía relacionarte con él, si unas horas antes te consideraba colaboradora de la policía? Su hija me ayudó a atar aquel cabo. Te había visto en su casa. Desde ahí fue relativamente sencillo llegar hasta la verdad.

Lucrecia meneó la cabeza. Despectivamente, observó:

– Pobre Jáuregui. No manda ni en su casa.

Pero se quedó pensando, como si por su cerebro cruzara algo más interesante que lo que acababa de decir.

– La verdad -exclamó, escéptica-. ¿Y qué vas a hacer con ella, Galba? Tienes una verdad y una tela enrollada. La verdad es que he estado amargándote la vida desde que volviste y que Pablo lo planeó así. La tela puede ser la prueba de que Pablo también jugó conmigo, pero puede no serlo. ¿Adónde has llegado, y qué tienes para vengarte de mí? Puedes sacar esa pistola que escondes y pegarme un tiro, pero eso no va a consolarte de nada. Lo has perdido todo, y yo he logrado todo lo que busqué. Todos están muertos. Claudia, Pablo, incluso esa Inés que cometiste la equivocación de descubrirme. Yo he perdido a Óscar y a Jáuregui, y con ellos la oportunidad de liquidarte. Pero, bien mirado, ¿no es un cadáver esto que ahora tengo enfrente? Has sido un bobo arriesgándote para venir aquí. Me recuerdas a un joven policía que me espiaba testarudamente, ciertas tardes en las que sólo iba al parque a darle pan a las palomas. A los dos os falta talento para atraparme.

La observé con una mezcla de rencor y admiración. Por primera vez me parecía netamente hermosa. Pero yo estaba allí para aniquilarla. Tratando de no extraviarme, discurrí para ella:

– Hay algo que no comprendo de todo esto, Lucrecia. ¿Por qué te complicaste tanto? Una vez muerto Pablo, no tenías más que ordenarle a Óscar que se cargara a Claudia. En cuanto a mí, fueran cuales fueran tus razones para eliminarme, habría sido fácil hacerlo en el balneario. ¿Para qué organizar el resto del carnaval?