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Ella no intentaba comprenderme; no alcanzaba el motivo de mis furores; los soportaba como la cólera de un dios.

Está enfermo -decía-; habré de contener mis nervios.

Y añadía que era demasiado ignorante para comprenderme.

Reconozco que una vieja como yo no es muy agradable compañía para un muchacho de tu edad.

Ella, a quien había visto economizar tanto, por no decir que era una avara, me daba más dinero del que necesitaba, me obligaba a gastar y me traía de Burdeos corbatas ridiculas que me negaba a ponerme.

Manteníamos relaciones de amistad con unos vecinos a cuya hija cortejaba, aun cuando no era de mi gusto; pero como ella pasaba el invierno en Arcachon para cuidarse, mi madre enloquecía a la idea de un contagio posible, o temía que la comprometiera y me viese obligado a ella. Hoy estoy seguro de que me entregué a esa conquista, aunque, por otra parte, en vano, con objeto de imponer a mi madre una nueva angustia.

Volvimos a Burdeos después de un año de ausencia. Habíamos levantado la casa. Mi madre había comprado un hotelito en los bulevares, pero no me había dicho nada con el deseo de darme una sorpresa. Me quedé estupefacto cuando un mayordomo nos abrió la puerta. Me había destinado el primer piso. Todo parecía nuevo. Secretamente deslumbrado por un lujo que hoy imagino había de ser horrible, tuve la crueldad de no hacer más que críticas y me preocupé por el dinero invertido.

Entonces, mi madre, alardeando, me dio cuentas que, por otra parte, no debía haberme dado, puesto que la mayor parte de nuestra fortuna procedía de su familia. Cincuenta mil francos de renta, sin contar la tala de bosques, constituían en aquella época, y sobre todo en provincias, una "bonita" fortuna, de la que otro muchacho cualquiera hubiese echado mano para subir, para elevarse hasta la primera sociedad de la capital. No era ambición lo que me faltaba; pero me hubiera costado trabajo disimular mis sentimientos hostiles a mis camaradas de la Facultad de Derecho.

Entre aquellos hijos de buena familia, educados en los jesuítas, yo, liceísta y nieto de un pastor, no perdonaba el horrible sentimiento de envidia que me inspiraban sus modales, aun cuando ellos me pareciesen seres inferiores. En esta vergonzosa pasión de envidiar a seres a quienes se desprecia, hay motivo para envenenar toda una vida.

Los envidiaba y los despreciaba, y su desdén -tal vez imaginario- exaltaba aún mi rencor. Era tal mi carácter que no pensaba ni un solo instante en ganarlos para mí, hundiéndome cada vez más en el partido de sus adversarios. El odio a la religión, que durante tanto tiempo ha sido mi pasión dominante y en virtud del cual tanto has sufrido, haciéndonos enemigos para siempre, comenzó en la Facultad de Derecho, cuando fue votado el artículo 7, en 1879 y en 1880, el año de los famosos decretos y de la expulsión de los jesuítas.

Hasta entonces me había mostrado indiferente a estas cuestiones. Mi madre no hablaba de ello más que para decir:

Estoy muy tranquila, pues si gentes como nosotros no se salvan, no se salvará nadie.

Me había hecho bautizar. La primera comunión, celebrada en el liceo, me pareció una formalidad fastidiosa, de la que ahora conservo un recuerdo confuso. Por lo demás, no fue seguida de ninguna otra. Mi ignorancia era profunda en estas materias. Los sacerdotes, en la calle, cuando yo era niño, me parecían personajes disfrazados, una especie de máscaras. Jamás pensé en esa clase de problemas, y cuando los abordé, por fin, lo hice desde el punto de vista político.

Fundé un círculo de estudios que se reunía en el café Voltaire y donde yo hacía uso de la palabra. Pese a mi timidez en privado, en los debates públicos me convertía en otro hombre, tenía mis partidarios y gozaba siendo su jefe; pero en el fondo, no los despreciaba menos que a los burgueses. Yo quería manifestarles ingenuamente los miserables móviles que eran también los míos, y cuyas directrices me obligaban a seguir. Hijos de simples funcionarios, antiguos becarios, muchachos inteligentes y ambiciosos, pero llenos de hiél, me adulaban sin amarme. Los invitaba a algunas cenas que se hicieron famosas y de las que se hablaba aún largo tiempo después. Pero sus maneras me disgustaban. Ocurría a veces que no podía contenerme y me burlaba de ellos con chanzas que los herían y por las cuales me guardaban rencor.

Sin embargo, mi odio antirreligioso era sincero. Me atormentaba también cierto deseo de justicia social. Obligué a mi madre a derribar las casas de adobe donde vivían nuestros aparceros, mal alimentados con pan negro y gachas de maíz. Por primera vez intentó resistirse:

Para lo que van a agradecértelo…

Pero no hice nada más. Sufría reconociendo, tanto en mis enemigos como en mí, una pasión común: la tierra y el dinero. Hay dos clases: la de los que poseen y la de los que nada tienen. Yo comprendía que estaría siempre del lado de los primeros. Mi fortuna era igual o superior a la de todos aquellos muchachos afectados que, según yo creía, volvían la cabeza al verme y que, sin duda alguna, no hubiesen rechazado mi mano tendida. Por otra parte, no me faltaban, ni a derecha ni a izquierda, gentes que me reprocharan, en las reuniones públicas, la posesión de dos mil hectáreas de bosque y de viñedos.

Perdóname que me detenga tanto. Sin todos estos pormenores tal vez no comprenderías lo que fue nuestro encuentro, lo que ha sido nuestro amor, para aquel muchacho amargado que yo era entonces. ¡Yo, hijo de campesinos y cuya madre "había llevado pañuelo a la cabeza", casarme con una señorita Fondaudége! Esto era más de lo que puede imaginarse; era inimaginable…

Capítulo tercero

He interrumpido mi tarea de escribir porque menguaba la luz y oí rumor de voces bajo el piso. No es porque hicierais mucho ruido. Al contrario, hablabais en voz baja, y esto me crispa los nervios. Antes, desde esta habitación, podía seguir vuestras conversaciones. Pero ahora desconfiáis, habláis susurrando. Me dijiste el otro día que me volvía tardo de oído. No, puedo oír el ruido del tren sobre el puente. No, no, no estoy sordo. Sois vosotros los que bajáis la voz para que no sorprenda vuestras palabras. ¿Qué me escondéis? ¿Van mal los asuntos? Y todos están ahí, en torno a ti, como paparotes: nuestro yerno, que negocia con el ron, el de tu hija, que no hace nada, y nuestro hijo Huberto, el agente de bolsa… ¡Y ese muchacho, que da el veinte por ciento, tiene a su disposición el dinero de todo el mundo!

No contéis conmigo. Yo no cederé.

Sería tan sencillo cortar los pinos… -me insinuaste esta tarde.

Me hiciste recordar que las dos hijas de Huberto viven en casa de sus suegros, porque no han tenido dinero para instalar un piso desde que se casaron.

Tenemos en el desván un montón de muebles que se están estropeando; no nos costaría nada prestárselos…

Esto fue lo que me pediste enseguida.

Las dos nos guardan rencor: ya ni ponen aquí los pies. Estoy privada de ver a mis nietos…

Este es vuestro tema y de él habláis en voz baja.

Releo estas líneas, escritas anoche bajo una especie de delirio. ¿Cómo he podido ceder a este furor? No es una carta, sino un diario interrumpido, continuado… ¿He de borrar esto? ¿Volver a empezar? Imposible; me apremia el tiempo. Lo que he escrito, escrito está. Por otra parte, ¿qué desearía, sino descubrirme enteramente a ti, obligarte a verme hasta el fondo? Al cabo de treinta años, no soy a tus ojos más que un aparato que distribuye billetes de mil francos, un aparato que funciona mal y al que hay que sacudir constantemente, hasta el día en que al fin pueda abrirse, destriparse, y sacar de él a manos llenas el tesoro que esconde.

De nuevo me dejo arrastrar por la ira. Esta me devuelve al punto en que me había interrumpido. Es necesario volver al origen de este furor, acordarme de aquella noche fatal… Pero antes recuerda nuestro primer encuentro.

En agosto del 83 estaba en Luchon con mi madre. En aquel tiempo, el hotel Sacarron estaba lleno de muebles almohadillados, canapés redondos, cabezas de gamos disecadas…Al cabo de tantos años, cuando los tilos florecen, recuerdo siempre el aroma de las avenidas de tilos de Etigny. El trote corto de los asnos, los cencerros y el restallar de los látigos me despertaban temprano. El agua de la montaña corría hasta por las calles. Humildes comerciantes pregonaban los croissants y los bollos de leche. Los guías pasaban a caballo, y yo contemplaba la partida de las cabalgatas.