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Todo el primer piso estaba ocupado por los Fondaudége. Ocupaban las habitaciones del rey Leopoldo.

– Son unos derrochadores – decía mi madre.

Lo cual no les impedía pagar con retraso cuando se trataba de pagar. Habían alquilado vastos terrenos que poseíamos nosotros en los muelles, con objeto de almacenar las mercancías.

Comíamos en la mesa del hotel. Pero vosotros, los Fondaudége, os hacíais servir la comida aparte. Me acuerdo de aquella mesa redonda, situada cerca de las ventanas. Recuerdo también a tu abuela, una mujer gruesa, que ocultaba un cráneo calvo bajo negras blondas donde temblaban cuentas de azabache. Creí siempre que me sonreía; pero esta apariencia se la prestaban a su semblante sus ojos minúsculos y la desmesurada hendidura de su boca. Le servía una religiosa de cara hinchada, biliosa y envuelta en almidonadas tocas. Tu madre… ¡cuan bella era! Vestida de negro, siempre de luto por sus dos hijos perdidos. Fue a ella y no a ti a quien admiré primero, a hurtadillas. Me turbaba la desnudez de su cuello, de sus brazos y de sus manos. Jamás llevaba joyas. Imaginé su retadora actitud stendhaliana y aguardaba a la noche para dirigirle la palabra o deslizarle una carta. Apenas si me daba cuenta de que existías tú. Creía que las muchachas no me interesaban. Por otra parte, tenías esa insolencia de no mirar nunca a los demás, lo que es una forma de suprimirlos.

Un día, al volver del Casino, hallé, sorprendido, a mi madre hablando con madame Fondaudége, que se mostraba obsequiosa, demasiado amable, como quien experimenta la desesperación de tener que rebajarse al nivel de su interlocutor. Por el contrario, mi madre hablaba en voz alta; tenía a una inquilina entre sus garras y los Fondaudége no eran, a sus ojos, más que unos arrendatarios morosos. Como campesina y terrateniente, desconfiaba del negocio y de esas frágiles fortunas constantemente amenazadas. La interrumpí en el momento en que decía:

Tenga usted la seguridad de que tengo plena confianza en la firma de monsieur Fondaudége, pero…

Por primera vez me mezclé en una conversación de negocios. Madame Foundaudége, obtuvo el aplazamiento que deseaba. Después he pensado con frecuencia que a mi madre no la había engañado su instinto campesino. Tu familia me ha costado muy cara, y si me hubiese dejado devorar, tu hijo, tu hija, y el yerno de tu hija no hubieran tardado en dar al traste con mi fortuna, sepultándola en sus negocios. ¡Sus negocios! Un despacho en un entresuelo, un teléfono y una mecanógrafa. Tras este decorado, el dinero desaparece en fajos de cien mil. Pero me aparto de mi propósito… Estamos en 1883, en Bagnéres-de-Luchon.

Recuerdo ahora que tu poderosa familia me sonreía. Tu abuela no cesaba de hablar porque era sorda. Pero cuando pude cambiar unas palabras con tu madre, después de la cena, me fastidiaban y desconcertaban las románticas ideas que me había forjado con respecto a ella. No pretenderás hacerme creer que su conversación era llana, que vivía en un universo tan limitado y usaba de un vocabulario tan reducido como para que, al cabo de tres minutos, desesperase yo de sostener la conversación.

Mi interés, apartado de la madre, se volvió a la hija. Tardé en darme cuenta de que no se obstaculizaban nuestras charlas. ¿Cómo podía yo imaginar que los Fondaudége vieran en mí un partido ventajoso? Recuerdo un paseo por el valle de Lys. Tu abuela y la religiosa en el fondo de una victoria, y nosotros dos en la bigotera. Dios sabe que los coches no escaseaban en Luchon. Era necesario ser una Fondaudége para haberse llevado consigo su carruaje.

Los caballos iban al paso, entre una nube de moscas. La cara de la hermana era brillante y tenía los ojos semicerrados. Tu abuela se daba aire con un abanico comprado en una de las calles de Etigny y en el que había dibujado un matador de toros. Tú calzabas guantes de manopla, a pesar del calor. Todo era blanco sobre ti, incluso tus botines de altas cañas; "te habías consagrado de blanco", según me dijiste, a la muerte de tus dos hermanos. Yo no sabía lo que significaba aquello. He sabido más tarde que en tu familia existía un gusto raro por esas devociones. Era tal mi estado de espíritu que me pareció todo eso de una gran poesía. ¿Cómo hacerte comprender lo que tú habías despertado en mí? De pronto tuve la sensación de no desagradar; yo no desagradaba, no era odioso. Una de las fechas importantes de mi vida fue aquella tarde en que me dijiste:

¡Es extraordinario que un muchacho tenga tan largas pestañas!

Ocultaba cuidadosamente mis ideas avanzadas. Recuerdo que durante aquel paseo descendimos los dos del coche para aligerarlo, y que, al empezar una cuesta, tu abuela y la religiosa cogieron su rosario, y, desde lo alto del pescante, el viejo cochero, acostumbrado al cabo de los años, contestaba a cada avemaría. Y tú, tú, sonreías mirándome. Pero yo continuaba imperturbable. Tampoco me costaba mucho acompañaros los domingos a la misa de once. Ninguna idea metafísica tenía relación para mí con aquella ceremonia. Era el culto de una clase a la cual me sentía orgulloso de pertenecer, una especie de religión de los antepasados al uso de la burguesía, un conjunto de ritos desprovistos de toda significación distinta de la social.

Como algunas veces me miraban a hurtadillas, el recuerdo de aquellas misas permaneció unido a ese maravilloso descubrimiento que yo hacía: ser capaz de interesar, gustar, conmover. El amor del que yo gustaba confundíase con el que yo inspiraba, con el que creía inspirar. Mis propios sentimientos no tenían nada de real. Lo que importaba era mi fe en el amor que tú sentías por mí. Me reflejaba en otro ser, y mi imagen así reflejada no tenia nada de repelente. Me sentía con grandes ánimos en una tregua deliciosa. Recuerdo aquel deshielo de todo mi ser bajo tu mirada, aquellas emociones resplandecientes, aquellos manantiales liberados. Los vulgares rasgos de ternura -una mano apretada, una flor guardada en un libro-, todo era nuevo para mí, todo me encantaba.

Sólo mi madre no gozaba del beneficio de aquella renovación. Especialmente porque yo la sentía hostil al sueño -que creía loco- que se formaba poco a poco en mí. Yo le reprochaba que no se deslumbrara.

¿No ves lo que esa gente busca en ti? -repetía ella sin sospechar que arriesgaba así la destrucción de mi inmensa alegría por haber gustado al fin a una muchacha.

Existía una joven en el mundo a quien yo gustaba y que tal vez deseara casarse conmigo. Yo lo creía, a pesar de la desconfianza de mi madre; porque vosotros erais demasiado grandes, demasiado poderosos, para sacar cualquier ventaja de nuestra alianza. Esto no impidió que yo alimentase un rencor casi odioso contra mi madre, que ponía en tela de juicio mi felicidad.

Ella no dejaba de tomar informes, usando de referencias de los principales establecimientos bancarios. Triunfé el día en que se vio obligada a reconocer que la casa Fondaudége, a pesar de algunos entorpecimientos pasajeros, gozaba del mayor crédito.

Ganan el dinero que quieren, pero su tren de vida es demasiado costoso -decía mamá-. Todo se va en caballerizas y libreas. Prefieren deslumbrar aunque no ahorren nada.

Los informes de los bancos concluyeron por asegurarme en mi felicidad. Yo poseía la prueba de vuestro desinterés: los tuyos me sonreían porque yo les gustaba. Y, de pronto, me pareció natural gustar a todo el mundo. Por las noches me dejaban solo contigo, paseando por las avenidas del Casino. ¡Cuan extraño es que en esos principios de la vida donde se nos concede un poco de felicidad, ninguna voz nos advierta: "Por muchos años que vivas, no tendrás otra alegría en el mundo que la de aquellas horas. Saboréalas hasta las heces, porque después de esto no quedará nada para ti. Esta primera fuente que has hallado es también la última. Calma tú sed de una vez para siempre; no beberás nunca más".