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Mas yo estaba convencido de lo contrario, de que era el principio de una larga vida apasionada, y no prestaba demasiada atención a aquellas noches en que permanecíamos inmóviles bajo las dormidas ramas de los árboles. Sin embargo, hubo signos que yo interpreté equivocadamente. ¿Recuerdas aquella noche en que nos hallábamos sentados en un banco, en el paseo lleno de revueltas que sube tras las Termas? De pronto, sin motivo aparente, comenzaste a sollozar. Recuerdo aún el aroma de tus mejillas mojadas, el aroma de aquella tristeza desconocida. Yo creía en las lágrimas del amor dichoso. Mi juventud no sabía interpretar esas congojas, esas sofocaciones. Cierto es que tú me decías:

No es nada; es estar a tu lado…

No mentías, embustera. Llorabas precisamente porque te encontrabas a mi lado, a mi lado y no al de otro, lejos de aquel cuyo nombre habías de darme a conocer algunos meses más tarde, en esta habitación donde escribo, donde me siento un anciano a punto de morir, en medio de una familia, al acecho, que aguarda el instante de lanzarse sobre mis despojos.

Y yo, sobre ese banco, en los recodos de Superbagnéres, escondía mi cara entre tu hombro y tu cuello, alentando junto a aquella muchacha llorosa. La húmeda y tibia noche pirenaica, que trascendía a hierba mojada y a menta, hacía percibir también tu aroma. En la plaza de las Termas, que veíamos desde donde nos hallábamos, las hojas de los tilos, en torno al quiosco de la música, se iluminaban a la luz de los faroles. Un inglés viejo, que vivía en nuestro hotel, atrapaba con un cazamariposas a las falenas que atraía la luz. Y me dijiste:

– Préstame tu pañuelo.

Te enjugué el llanto y guardé ese pañuelo entre mi camisa y mi pecho.

Esto significaba que yo me había convertido en otro. Incluso mi cara parecía haber sido tocada por una luz. Lo comprendí en las miradas de las demás mujeres. No tuve ninguna sospecha, después de aquel anochecer, después de tu llanto. Además, en una noche como aquélla, ¡cuántas cosas se produjeron cuando tú no eras más que alegría, cuando te apoyabas en mí y cuando te estrechabas contra mi brazo! Yo caminaba demasiado deprisa y tú perdías el aliento siguiéndome. Yo era un novio casto. Ni una sola vez tuve la tentación de abusar de la confianza de los tuyos, confianza que yo estaba a mil leguas de creer que podía ser calculada.

Sí; yo era otro hombre, hasta el punto de que un día -al cabo de cuarenta años me atrevo a hacerte esta confesión, de la que no tendrás la satisfacción de alardear cuando hayas leído esta carta-, un día, por el camino del valle de Lys, descendimos de la victoria. Corría el agua; yo partí una rama de hinojo entre mis dedos; en las faldas de las montañas se acumulaba la noche, pero sobre las cumbres subsistían los campos de luz… De pronto experimenté la viva sensación, la certidumbre casi física, de que existía otro mundo, una realidad de la cual no conocíamos más que la sombra…

No fue más que un momento, que a lo largo de mi triste vida se renovó en muy raros intervalos. Pero su misma singularidad le dio a mis ojos un valor creciente. Por esto, más tarde, en la larga discusión religiosa que nos ha desgarrado, hube de apartar tal recuerdo… Te debía esta confesión. Pero todavía no es tiempo de abordar este punto.

Es inútil recordar nuestro compromiso matrimonial. Quedó establecido una noche. Se llevó a cabo sin que yo lo hubiese querido. Tú interpretaste, según creo, una palabra que yo había pronunciado con otro sentido distinto de aquel que había querido darle. Me encontré unido a ti sin darme cuenta. Es inútil recordar todo esto. Pero en todo ello hay un horror sobre el cual me condeno a detener mi pensamiento.

Enseguida me diste cuenta de una de tus exigencias. "En interés de la buena armonía", te negaste a vivir en común con mi madre, e incluso a vivir en la misma casa. Tanto tus padres como tú estabais decididos a no transigir con esto.

¡De qué modo, durante tantos años, ha quedado grabada en mi memoria aquella sofocante habitación del hotel, aquella ventana abierta a la avenida de Etiguy! El polvo de oro, el restallar de los látigos, los cascabeles y un aire tirolés pasaban a través de las cerradas celosías. Mi madre, que tenía jaqueca, estaba acostada sobre el sofá, vestida con una falda y una blusa. Jamás había sabido lo que era una camisa de dormir, un peinador, una bata. Yo aproveché lo que me decía con respecto a dejarnos los salones del piso bajo, puesto que ella se contentaba con una habitación en el tercer piso.

– Escucha, mamá. Isa cree que sería mejor…

A medida que hablaba, miraba de soslayo aquella vieja cara y volvía luego los ojos. Sus deformes dedos arrugaban el festón de la blusa. Si ella hubiese tenido algo que oponer, yo hubiera sabido a qué agarrarme, pero su silencio no prestaba ayuda alguna a mi cólera.

Fingía no prestar atención e incluso no sorprenderse. Habló por fin, buscando las palabras que pudiesen hacerme creer que esperaba nuestra separación.

– Viviré casi todo el año en Aurigne -dijo-. De todas nuestras alquerías, es la que reúne mejores condiciones para vivir, y os dejaré Cálese. Haré construir un pabellón en Aurigne; me bastarán tres habitaciones. Aunque esto cueste poco dinero, es molesto meterse en gastos este año, cuando tal vez el año próximo esté ya muerta. Pero más tarde podrás utilizarlo cuando vayas a cazar tórtolas. En octubre resultará cómodo vivir allí. A ti no te gusta la caza, pero puedes tener hijos a quienes les agrade.

Cuanto más lejos llegaba mi ingratitud, más imposible era llegar al extremo de este amor. Desalojado de sus posiciones, se rehacía en otra parte. Se organizaba con lo que yo le dejaba, bastándose con ello. Pero por la noche me preguntaste:

– ¿Qué ha decidido tu madre?

Desde el día siguiente recobró su aspecto habitual. Tu padre llegó a Burdeos con su hija mayor y su yerno. Sin duda, se los tuvo al corriente de todo. Me miraron de pies a cabeza. Me pareció oír que se preguntaban unos a otros: "¿Te parece conveniente?… La madre es imposible…" No olvidaré nunca el asombro que me produjo tu hermana María Luisa, a quien llamáis Marinette, un año mayor que tú y que, sin embargo, parecía menor, grácil, de largo cuello, un moño demasiado pesado y ojos de niña. El anciano con quien tu padre la había casado, el barón Philipot, me produjo horror. Poco después de su muerte he pensado a menudo en aquel sexagenario como en uno de los hombres más desgraciados que he conocido. ¡Qué martirio soportaría aquel imbécil para que su joven esposa olvidara que era un anciano! Le apretaba un corsé hasta ahogarlo. El cuello almidonado, alto y largo, escamoteaba sus carrillos caídos y su papada. El tinte brillante de sus bigotes y patillas resaltaba los estragos de la carne violácea. Apenas escuchaba lo que se le decía, buscando siempre un espejo; y acuérdate de cómo nos reíamos cuando sorprendíamos la mirada de soslayo que aquel desgraciado dirigía a su imagen, aquel perpetuo examen que se imponía. Su dentadura postiza le impedía sonreír. Sus labios tenían la marca de una voluntad jamás desfalleciente. También nos habíamos dado cuenta del gesto que aparecía en su semblante cuando se ponía su cronstadt, ante el temor de que se deshiciera el extraordinario mechón que, partiendo de su nuca, se derramaba sobre su cráneo como el delta de un escaso río.

Tu padre, que era contemporáneo suyo, a pesar de su barba blanca, de su calvicie y de su vientre prominente, gustaba aún a las mujeres, e incluso en los negocios era un hombre encantador. Sólo mi madre le contradijo. El golpe que mi reciente actitud le había ocasionado tal vez la endureciera. Discutía cada artículo del contrato del mismo modo que si se hubiera tratado de una venta o un arrendamiento. Yo fingía indignarme ante sus exigencias y la desautorizaba, secretamente dichoso de saber mis intereses en buenas manos. Si hoy día mi fortuna se encuentra claramente delimitada de la tuya, si de mí os habéis aprovechado tan poco, se lo debo a mi madre, que exigió el régimen dotal más riguroso, como si yo hubiese sido una muchacha dispuesta a casarme con un libertino.