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Sin pensar vuelvo al túnel. Todavía llueve, y dentro está seco. Me apoyo en la pared que hay frente al mural de Sarah, y entonces me doy cuenta de lo fatigadas que tengo las piernas y me desplomo en el suelo. Miro el muro que tengo delante, y mi propio rostro me devuelve la mirada. Si así es como me ve, noche tras noche, no es extraño que esté asustada.

Cierro los ojos, pero la imagen permanece conmigo. Está en mi cabeza, acechándome, y no es sólo pintura: es sonido, sabor, tacto y olfato. Oigo el llanto de un bebé, agudo y desesperado; Sarah también llora, de forma diferente, porque ha abandonado cualquier esperanza. Todo a nuestro alrededor son ruidos de un edificio que se está desmoronando, consumido por el fuego. Las llamas todavía no nos tocan, pero el aire es caliente, insoportable. Estamos atrapados.

Abro los ojos, recojo un puñado de gravilla y la lanzo contra el muro.

– ¡Es una pintura, una jodida pintura!

Sé que es más que eso, pero no quiero que lo sea. No quiero nada de esto: los números, las pesadillas; un futuro terrible acercándose día tras día, insoportable. Nadie debería vivir así.

Agarro otro puñado de piedras, me pongo de pie y me acerco al cuadro. Tiro las piedras contra la cara, mi cara.

– No soy yo, no estoy aquí. ¡Jódete! ¡Jódete! ¡Vete de una puta vez!

Las piedras no cambian nada: la imagen permanece allí. Lanzo mi puño contra ella, y me arranco la piel de los nudillos. Es tan absurdo, pero ¿qué más puedo hacer? No puedes luchar contra el futuro, ¿verdad? ¿O sí? Yo quiero hacerlo. Quiero patear al futuro en el culo. Quiero clavar mis dedos en sus dos ojos, darle un rodillazo en las pelotas, plantarle el puño en sus tripas para que se retuerza y escupa sangre.

Pero ahora lo único que consigo es hacerme daño en la mano. ¡Mierda!

– Eso no te servirá para que se vaya. Nada sirve.

Me doy la vuelta.

Ella está allí, en la entrada del túnel, bajo la lluvia. ¿Cuánto tiempo lleva allí? ¿Qué ha visto?

– No sé qué hacer -afirmo, y es verdad. No sé qué hacer, qué decir, adónde ir.

– Vuelve conmigo. Deberíamos hablar.

Entonces, ocurre algo terrible. Me tiembla la boca, mi rostro de desencaja y me echo a llorar.

Me doy la vuelta. No quiero que me vea así, pero no puedo ocultar lo que hago porque me agujerea el cuerpo, se apodera de él por completo. Me agacho dándole la espalda mientras las lágrimas se derraman por mi cara y se me empieza a caer el moquillo. Estoy llorando, de forma descontrolada, y ese ruido llena el túnel. Sé qué aspecto tengo, qué parezco, pero no lo puedo evitar. Ojalá estuviera muerto. Oh, Dios mío, por eso lloro. Ojalá estuviera muerto.

Me toca los hombros, supongo que quiere ayudarme, pero estoy demasiado avergonzado. Me aparto de ella y grito:

– ¡No!

Oigo cómo se aparta.

– Vuelve a la casa. Cuando estés preparado, allí estaré -me dice y se va. Intento parar de llorar para oír el ruido de sus pasos, pero cuando he conseguido calmarme, lo único que escucho es la lluvia cayendo sobre el suelo de fuera.

Me limpio la cara con ambas manos y la manga y me levanto lentamente para que la sangre vuelva a mis piernas. Me siento vacío, vaciado, perdido.

Veo el cuadro de reojo y recuerdo lo enfadado que estaba. Hace pocos minutos, pero parece que hayan pasado años. Quiero destrozar el futuro. Todavía quiero hacerlo, pero no dentro de un minuto, de dos, ni siquiera de diez.

Porque voy a andar hasta la casa de Sarah.

Me está esperando.

Sarah

¿Por qué le pido que vuelva? Porque, mientras calmo a Mia, no puedo quitarme de la cabeza su mirada cuando estaba de pie en la cocina. Él también tiene miedo, como yo.

Y además sabe dónde vivo, de modo que puede volver las veces que desee. No quiero encontrármelo por casualidad, prefiero hacerlo aquí según mis condiciones.

Así que salgo y le encuentro donde espero, en el túnel. Pero no pensaba que estaría así. Se derrumba ante mis ojos. Me retuerce el corazón: ese chico hermoso, chulito, agresivo, y ahora quemado, aterrorizado, desesperado. Llora como un bebé, como mi Mia. Desde que la tuve he cambiado: no soporto oír llorar a la gente. Sé que las lágrimas se pueden calmar, y una parte de mí quiere rodearle con mis brazos, mecerle hasta que se calme, decirle que todo irá bien. Pongo mi mano en su espalda, pero él se la quita de encima. No le culpo: seguramente yo haría lo mismo. Orgullo, ¿verdad? No pasa nada. Es mejor dejar que se desahogue.

Le digo que estaré aquí esperándole, y ahora lo hago. Sé que vendrá, me juego la vida. Y lo hace. Al cabo de cinco minutos de haber vuelto, aparece en la puerta trasera. Le veo a través de la ventana de la cocina, así que voy hasta la puerta.

Está calado hasta los huesos. La lluvia le ha limpiado de sangre gran parte de la cara, pero aún tiene un poco en la frente. No se nota que ha estado llorando, pero él sí que es consciente, y por la vergüenza apenas puede mirarme a los ojos.

– Pasa -le digo. Entra en la cocina, goteando por todos lados. Le doy un trapo de cocina-. Puedes secarte con esto.

Se seca la cara y luego se friega la cabeza.

– Gracias -contesta.

Le vuelvo a mirar. Allí de pie y calado hasta los huesos, tiembla.

– ¿Quieres beber algo? ¿Agua? ¿Cola? ¿Una taza de té?

– Una taza de té, sí, por favor.

Me paseo con el hervidor, la tetera y las bolsitas de té. Resulta extraño hacer algo tan cotidiano con nosotros dos aquí.

– ¿Dónde está tu amigo? -me pregunta.

– En la habitación de al lado -miento. Vinny está fuera, realizando unas entregas.

– Se ha dejado aquí el bate. -Adam mira el bate de béisbol apoyado contra la pared.

– Sé utilizarlo, si es necesario -le digo, y luego me doy cuenta de lo patético que ha sonado-. Soy una chica dura, ¿eh? -Y sonrío, a mi pesar.

Adam no sabe si él también puede sonreír. Le tiembla la comisura de la boca.

Entonces dice seriamente:

– No necesitarás usarlo. No estoy aquí para hacerte daño, Sarah. Nunca te haría daño.

Entonces, oigo la voz de mi padre: «No te hará daño si te estás quieta.» Mentiras, mentiras y más mentiras.

Debo de haber puesto una cara rara porque Adam frunce el ceño y dice:

– ¿He dicho algo malo? Lo digo de verdad, Sarah, no te voy a hacer daño. Sólo quiero hablar.

Me rehago enseguida.

– No, no pasa nada, te creo. Yo también quiero hablar. Sentémonos.

Le conduzco por la habitación de delante, que está vacía.

Mira a su alrededor.

– Pensaba…

– ¿Qué?

– Nada, no importa.

Pensaba que Vinny estaba aquí. Le he dicho que Vinny estaba aquí.

Tomamos el té, yo sentada en un sofá destartalado y asqueroso, él en el otro. Hay tanto que decir, pero cuesta saber por dónde empezar. Es incómodo el silencio entre nosotros. Cuanto más se alarga, peor resulta. Al final, Adam lo rompe:

– Sarah, me estabas llamando cosas, como el demonio. No entiendo por qué. Sólo te he visto un par de veces y nunca te he hecho nada.

Inspiro profundamente.

– Muy bien, sólo hemos coincidido un par de veces, pero te he visto. Te he visto cada noche durante el último año. Apareces en mis pesadillas. Salías en ellas antes de que te conociera. Sabía lo de la cicatriz antes de que sucediera.

Se lleva la mano a la cara.

– Mierda -dice-. Viste mi accidente, el fuego.

– No, no lo creo. Sí que veo fuego, edificios desmoronándose, llamas alrededor, pero la cuestión es… la cuestión es el sueño, mi pesadilla. Creo que es el futuro. No es lo que ha pasado, sino lo que va a suceder.

La mayoría de la gente me tomaría por loca si le contara eso. Adam, no.