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– El día de Año Nuevo -dice.

– Sí, ésa es la fecha, la fecha de mi pesadilla. No la soñé hasta que te conocí. Se incorporó a mi sueño la noche después de que te viera en la escuela.

– Te he traído un número -anuncia-. Eso es lo que veo, números. Fechas de muertes. Cuando miro a los ojos de alguien -me mira directamente-, veo un número, la fecha en que va a morir y también siento su muerte. A veces, incluso la veo o la oigo, sólo es un destello. Puedo ver si va a ser violenta o pacífica, si la provoca algo de dentro o de fuera.

El fuego no ha cambiado sus ojos. Son preciosos: pupilas blancas como el cristal, iris marrón oscuro rematado con unos gruesos párpados. Me podría perder en esos ojos, si quisiera… salvo que ahora sé que ve más que los demás, y me pregunto, no puedo evitar hacerlo, qué ve cuando me mira.

– ¿Puedes ver mi muerte?

No aparta la mirada, y yo tampoco. No sé si me ha oído. Mira con tanta intensidad que parece alguien diferente.

– ¿Puedes ver mi muerte, Adam?

Aspira una enorme bocanada de aire, y vuelve a la habitación conmigo.

– Sí -responde. Todo su rostro se endulza. Sigue mirando, pero ahora no sólo se fija en mis ojos. Me recorre de arriba abajo, sigue mi cuerpo, mi cara. Es como si estuviera iluminándome con un foco. Es intenso e incómodo.

– Sabes cuando voy a morir -digo, y mis palabras rompen el hechizo.

Aparta la mirada y responde serenamente:

– No puedo decírtelo, Sarah. No le cuento a la gente el número que tiene. Sería un error.

– No quiero saberlo -respondo-. No tengo miedo. -Mentira-. Simplemente, no lo quiero saber. No me lo digas jamás.

Jamás. ¿Por qué he dicho eso? Como si fuéramos a ser amigos. Como si fuéramos a conocernos durante mucho tiempo. Como si tuviéramos un futuro juntos.

– No te lo diré -responde-. ¿De verdad no estás asustada?

– No tengo miedo de morir, sino de que… -me detengo. «Tengo miedo de perder a Mia. Tengo miedo de que Mia me pierda.»

– ¿De qué tienes miedo?

– De mi pesadilla -contesto lentamente. Al fin y al cabo, es cierto-. Me está volviendo loca. El mismo sueño, la fecha. No puedo vivir con ello, ni hacer nada al respecto.

– A mí me pasa lo mismo -replica-. Hay cientos, miles de personas con números con el día uno, dos o tres. Muertes violentas. Cada vez está más cerca, y ahora sólo quedan cinco días. A veces es como si me aplastara, como si no pudiese hacer nada, salvo que sí quiero hacerlo. Quiero luchar contra ello. Avisar a las personas. Hacer que se vayan. Sacarlos de Londres.

Ahora se está envalentonando: cierra los puños, mueve su cuerpo sentado, casi como si se meciera. Su energía resulta un poco escalofriante, aunque también emocionante.

– Sé que podemos hacerlo -continúa-. Creo que podemos vencer a los números, salvar a la gente. Sólo que no sé cómo…

– ¿Sólo es Londres?

– No lo sé. Hay más aquí que los que había en Weston.

– ¿Weston?

– De donde vengo. Weston-super-Mare, cerca del mar. Vivía allí con mi madre.

– ¿Qué pasó?

– Murió cuando yo tenía ocho años. Un cáncer. Vi su número y no supe de qué se trataba. De modo que se lo conté, bueno, lo escribí y ella lo vio. Lo comprendió porque ella también veía los números. Fue la chica del London Eye en 2009, la que supo que lo volarían. Vio los números de la gente en la cola. Después, tuvo que vivir con ello. Sabiendo su número. Le hice eso…

Su voz se apaga y me doy cuenta de que hace un esfuerzo para no echarse a llorar de nuevo.

– No pasa nada -le digo-. Es normal que estés triste por tu madre. Tengo pañuelos en algún sitio.

Aspira ruidosamente y se seca la nariz con la manga.

– No -contesta-. Estoy bien. No necesito ninguno. Estoy bien. -Se sienta en su silla, y cambia de posición sus brazos y piernas inquietos-. Lo siento.

– ¿Por qué?

– Por todo. Por ser penoso. Por aparecer en tu pesadilla.

Me encojo de hombros.

– No es culpa tuya. No pediste estar allí, ¿verdad?

Se inclina hacia delante y se agarra las manos, entrelazando sus dedos.

– Sarah: ¿y si tu pesadilla no tiene que hacerse realidad? ¿Y si la podemos cambiar?

No tiene que hacerse realidad. Ojalá tuviera razón… ojalá.

– He intentado advertir a la gente -digo-. Está allí fuera, en el mural.

– ¿Por eso lo hiciste?

– No lo sé. Vin me lo sugirió: me oía gritar todas las noches y me dijo que debería dibujarla. Tengo montones de papeles arriba con mis dibujos. Es tan real, Adam. Quería que la gente lo supiera. Quería que desapareciera.

– ¿Se ha ido? ¿La pesadilla?

– No.

Vuelvo a sentarme en el sofá, exhausta de repente. De pronto, todos esos meses de noches interrumpidas me empiezan a hacer efecto.

– Pareces agotada -me dice-. Me iré.

Se ha puesto de pie. Yo también empiezo a levantarme.

– No pasa nada -me dice-, no te levantes. Ya encontraré la salida… sólo… ¿te parecería bien que volviera algún día?

Me vuelvo a dejar caer, con toda la energía completamente agotada. Estaba tan dispuesta a enfrentarme a él, a luchar contra el demonio de mi pesadilla. Pero Vinny estaba en lo cierto. Es sólo un muchacho, un chico tan alterado como yo. Estoy agotada y quiero que se vaya.

Pero también quiero que vuelva.

– Sí -respondo-. Puedes volver.

Entonces sonríe, con una especie de sonrisa torcida, porque tiene la piel rígida en la zona quemada. Hay algo en esa piel que me enternece por dentro. Pasa cerca de mí y duda durante un segundo.

– Adiós, Sarah -me dice.

– Adiós.

Cierro los ojos antes de que salga por la puerta y me veo arrastrada hacia un sueño profundo y libre de pesadillas.

Adam

Cierra los ojos y así parece más tierna, más joven. Tiene la piel muy pálida, casi blanca. Cuando paso a su lado, estamos tan cerca que huelo su perfume de almizcle, y lo único que deseo es rodearla con mis brazos, abrazarla, enterrar mi cara en su pelo y aspirar su olor.

Me quedo en la puerta unos segundos, observándola. Podría quedarme así toda la eternidad.

En algún lugar de las habitaciones que tengo encima, empieza a oírse un ruido. Profundamente dormida, Sarah también debe de notarlo, porque se agita un poco antes de volver a calmarse. El ruido es débil, como el maullido de un gatito, de una especie de animal, pero tiene algo que me inquieta. Rodeo mi sofá y paso de puntillas al lado de Sarah para meterme en el pasillo. Levanto la mirada para observar el final de las escaleras: no veo rastro de nadie, sólo ese lloriqueo. De pie allí, creo que sé de qué se trata.

Me debato: quiero encontrarlo y quiero salir corriendo. Quizá me puede la curiosidad, quizá es algo más que eso. Esta casa y Sarah, estaba destinado a encontrarlas. Estaba destinado a estar aquí y ahora, a oír este ruido. Si ahora salgo corriendo, tendré que volver en otro momento y afrontarlo. Asciendo sigilosamente las escaleras desnudas. En el primer piso, el ruido todavía queda por encima de mí. El corazón me palpita en el pecho y oigo mi respiración al entrar y salir el aire de mi boca abierta.

Subo hasta el piso de arriba. Ahora, el ruido es más fuerte y suena cada vez más desesperado. Hay cuatro puertas en el descansillo: las empujo una a una, quedándome un poco atrás, como si esperara que al otro lado hubiera un hombre apuntándome con una pistola. Primero, el baño: con moho en las paredes y un grifo goteando sobre una mancha oxidada en el lavamanos. Luego, una habitación con ropa tirada por el suelo, un colchón sobre tablones y una guitarra recostada contra la pared. Una segunda habitación con un sofá viejo como cama y montones de libros, revistas y diarios por todos lados. Todas vacías.

Queda una habitación.