– Porque creo que tienes razón respecto a lo que has dicho antes. Tenemos que avisar a la gente. No podemos permitir que ocurra esta mierda.
Deja de curarme y me mira.
– ¿Lo dices de verdad? -me pregunta.
– Sí, es demasiado grande y serio. Me da igual que la gente piense que estoy chiflado; tenemos que darles la oportunidad de escapar. Y entonces, nosotros también nos iremos. Tú y yo, abuela, saldremos de Londres. ¿Me lo prometes?
– Sí, te lo prometo. Lo intentaremos, y entonces haremos las maletas y nos iremos. Me gustaba Norfolk antes de que desapareciera bajo el mar del Norte, pero necesitaremos un lugar montañoso, en el centro de ninguna parte. Nos estableceremos en una colina, abriremos un par de latas y no haremos nada, ¿de acuerdo?
Yo y la abuela en una colina presenciando el fin del mundo.
– Puedes fumarte un último pitillo, si quieres. No te lo prohibiré.
– Siempre pensé que sería la última fumadora de Inglaterra. Quizá llegaré a serlo.
Guarda el desinfectante en el armario y empieza a buscar en la nevera algo para comer.
– Adam -me dice.
– Sí.
– Me alegro de que quieras luchar contra esto porque ya he hecho algo.
– Vaya, ¿de qué se trata?
– He concertado una cita.
Se levanta al lado de la nevera y saca pecho.
– ¿Con quién?
– Con el señor Vernon Taylor, el director de Planificación de Emergencias de la Unidad de Contingencias Civiles del Ayuntamiento.
– ¿Y quién coño es ése?
– Jerga. Es el responsable de planificación de desastres. He hecho algunas indagaciones. ¿No estás orgulloso de mí?
– Sí, supongo, no lo sé. ¿No deberíamos ver a ese otro tipo, el del traje del MI5 o algo por el estilo? Me dio su tarjeta. Un tío del Ayuntamiento es poco probable que nos crea, ¿verdad? Y, aunque se crea lo de los números, no sabemos qué va a suceder, ¿no? Sólo cuándo.
– Precisamente ése es su trabajo, ocuparse de ese tipo de cosas. No me gustan los tipos estirados y trajeados más que a ti, pero no podemos dejar que se interpongan nuestros prejuicios personales. Tenemos que contárselo a alguien. Tenemos que hacerlo, Adam. Tenemos vidas que salvar. Es nuestro deber como ciudadanos.
Ahora me suelta todo ese discurso sobre los buenos ciudadanos. Supongo que debo de haber puesto una cara rara porque continúa:
– Eres un cabrón desagradecido, de verdad que lo eres. Creía que estarías contento.
– Lo estoy, creo. Es sólo que… No lo sé. Lo estoy. Gracias, abuela.
Gime un poco y entonces saca un cartón de un paquete y hace unos cuantos agujeros en la parte superior del plástico con un cuchillo.
– La cena estará lista dentro de diez minutos. Vete a tomar un baño rápido antes, y mete esta ropa mojada y asquerosa en la lavadora. Mañana podrías ponerte una camisa e ir un poco elegante por una vez.
– ¿Para qué?
– Te lo acabo de decir, tonto, vamos al Ayuntamiento. Tenemos que interpretar nuestro papel. No queremos que piensen que estamos en libertad condicional o alguna cosa por el estilo.
Suspiro. Subo al piso de arriba y me preparo un baño; hasta que me meto en el agua caliente no me doy cuenta del frío que tengo. Dejo que el calor me caliente los huesos y cierro los ojos. Afuera todavía llueve. Veo la cara de Sarah y su número susurrándome una promesa. «En la riqueza y en la pobreza. En la salud y en la enfermedad. Hasta que la muerte nos separe.»
Si nunca más la veo, si me mantengo lejos de ella, ¿cómo puede hacerse esto alguna vez realidad?
Sarah
Vine aquí sólo con la mochila de la escuela. Ahora no tengo la menor idea de cómo voy a hacer las maletas para dos. Supongo que lo único que realmente necesito es ropa, pañales y toallitas. Ya nos las apañaremos respecto a lo demás.
No sé adónde vamos, sólo que tenemos que salir de aquí. No tengo dinero suficiente para un billete de tren, quizá para uno de autobús. Puede que Vinny me diera algo de pasta, pero no puedo pedírsela: ha hecho tanto por nosotras. Se ha comportado como un amigo de verdad.
Mia duerme mientras recojo las cosas; me detengo para observarla, con la boca abierta y los brazos estirados por encima de la cabeza. Una ola de pánico empieza a crecer dentro de mí. ¿Me las arreglaré sola con ella? ¿Y si no puedo encontrar ningún sitio donde quedarme? Afuera hay tormenta y el cristal vibra en el marco de las ventanas. No puedo salir a la calle sin ningún sitio adonde ir y sin nadie a quien acudir. No con un bebé.
Me dejo caer en la cama, todavía no derrotada, pero comprendiendo de repente la realidad de mi situación. Tengo que pensar con previsión, necesito un plan.
La tormenta es tan fuerte que no oigo que llaman a la puerta hasta al cabo de un rato. En algún momento, me doy cuenta de que se oye otro ruido bajo las escaleras además de la vibración, el chirrido y el crujido. No viene de atrás: hay alguien en la puerta delantera. Nunca viene nadie por allí. Paso los pestillos, aunque no hay ninguna llave para el cerrojo. La puerta no se abrirá.
Me inclino y levanto la ranura del correo.
– ¿Quién es?
Puedo ver un cinturón brillante de charol ceñido en la mitad de un abrigo. Se hace una pausa y, entonces, una persona se agacha para situar su barbilla a la altura de la ranura.
– Me llamo Marie Southwell, soy de Servicios de Atención a la Infancia.
«¡Mierda!»
– Quiero hablar con Sally Harrison. ¿Es usted?
Por un segundo, siento un gran alivio. ¿Sally Harrison? Es un error, dirección equivocada. Entonces, recuerdo que soy yo, el nombre con el que me registré en el hospital.
– Tendrá que dar la vuelta hasta atrás, meterse por el callejón y entrar en el patio. La esperaré allí.
– De acuerdo.
Dejo que la ranura del correo se cierre y entro corriendo en la cocina para recoger algunos platos y tazas sucios, meterlos dentro de un armario y cerrar la puerta. La mujer que aparece en el callejón de atrás parece desgarbada, pero lista. Lleva unas botas negras de charol a juego con su brillante cinturón. Me muestra su identificación y la dejo entrar en la casa, comprendiendo de pronto qué aspecto debe de tener ésta para un desconocido. Grasa y suciedad en el techo, cacas de rata en el suelo, el bate de béisbol apoyado en la pared.
– ¿Una taza de té? -le pregunto, confiando en distraerla, pero sus ojos están por todas partes, observándolo todo.
Sonríe.
– Sí, por favor. Con leche y sin azúcar.
Actúo con extrema torpeza al intentar preparar el té. La leche está en la encimera. Cuando la añado al té se forman coágulos blancos; lo tiro por el sumidero.
– Mierda, la leche se ha cortado. Lo siento. Prepararé un poco más de té. ¿Lo puede tomar solo?
– No se preocupe por el té. ¿Nos sentamos? Sólo es un seguimiento rutinario. De usted… y del bebé. ¿Está aquí?
– Sí, en el piso de arriba.
– Me gustaría verla. Cuando hayamos terminado de charlar.
– De acuerdo. -Me tiemblan las manos. Me las seco en los vaqueros y me siento-. La niña está bien, no le pasa nada.
Levanta la vista de los papeles que ha dejado encima de la mesa de la cocina.
– No, no, claro que no le pasa nada. Simplemente parece que antes ambas os habéis escabullido del sistema. Sólo es rutina.
– ¿Cómo… cómo nos ha encontrado?
– Le pusieron un chip en el hospital, ¿no? A la niña, a Louise.
– Sí, pero…
– El hospital informó a Servicios de Atención a la Infancia y la localizamos aquí.
Localizada. Me quedo sin palabras: vayamos donde vayamos, nos pueden encontrar.
– Nunca quise que le pusieran un chip. Simplemente, lo hicieron.
– Bien, sí, sé que a mucha gente no le gusta la idea, pero no duele y ahora es un requisito legal.
– Lo sé. Pues bien, la ley apesta.