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Puedo oírme a mí misma diciendo esas palabras, y me doy patadas, pensando: «Para, compórtate con normalidad, y se irá.»

Tensa un poco la sonrisa de su cara.

– Bien, ya está hecho, y esto implica que podemos darle el consejo y ayuda que necesita. ¿Está en contacto con el padre de Louise?

– No -respondo enseguida-. No, ni siquiera sabe que existe.

– Necesitaré sus detalles porque tenemos que pensar en la pensión alimenticia. Él debería pagar una manutención.

– No quiero su dinero. No quiero tener nada que ver con él.

– Pero le vendría bien un poco de dinero… -Mira alrededor.

– Estoy bien, me las apaño. Aquí tengo amigos que me echan una mano.

– Tiene derecho a dinero propio.

– No lo quiero. No quiero nada de nadie, sólo que me dejen en paz.

– Me temo que no funciona así, no cuando se tiene un hijo. La autoridad local tiene el deber de cuidarlo, de asegurar el bienestar del niño en el distrito.

«¿Cuidarlo? ¿Cuidarlo? ¿Quién cuidó de mí cuando todavía estaba en casa? ¿Quién se molestó en averiguar qué ocurría cuando empecé a faltar a clase? No miraron más allá de las verjas de hierro y de la entrada de gravilla. No hay nada malo en esa casa, simplemente ella es mala gente.»

– Podemos solicitarlo en línea ahora mismo, si lo desea. He traído mi portátil.

– Le he dicho que no quiero nada.

– Quizá la próxima vez…

– Ahora bajaré a Louise, si lo desea. Ella está bien y yo, también. Ambas estamos bien.

– Me gustaría ver su habitación, si puedo. ¿Dónde está la habitación de la niña?

Suspiro.

– Claro.

Y la guío escaleras arriba, con los casquillos vacíos, el papel pintado roto, las puertas del pasillo casi fuera de sus goznes. Mia sigue durmiendo en su cajón: está limpia, a salvo y bien. Eso es lo que quieren saber, ¿no?

– Estaba a punto de irse -afirma Marie, al ver las bolsas de plástico llenas de ropa y pañales.

– No, sólo hacía limpieza. No es fácil tenerlo todo limpio aquí…

«Cállate. Aquí está bien.»

– No -responde-, no es fácil. Ya lo veo.

Mis dibujos están apilados por toda la habitación. Se acerca a uno de los montones y coge el que está encima.

– Está hecha toda una artista. Son buenos.

Entonces, ve el siguiente: salen Adam y Mia, en mi pesadilla. Se inclina para cogerlo y frunce el ceño.

– ¿Qué es esto?

– Nada, no es nada. Sólo una pesadilla. Dibujé una pesadilla.

– Es… poderoso, inquietante. ¿Éste es el padre?

Empiezo a reír, pero entonces digo:

– Sí, es él. Escoria. Me abandonó antes de saber siquiera que estaba embarazada.

Es ridículo, es evidente que miento. Mia está tumbada en la cuna, con la piel blanca como un lirio y los ojos azules para demostrarlo, pero no parece que Marie haya visto esa prueba.

– Deberíamos poder encontrarle -afirma-. Tiene un rostro muy… característico.

– No quiero que le encuentren, ya se lo he dicho. No quiero tener nada que ver con él.

Ambas oímos cómo se cierra la puerta trasera. Vinny y los chicos han vuelto.

– ¿Sus compañeros de casa?

Asiento.

– Examinaré rápidamente a Louise, y después la dejaré tranquila.

Se arrodilla al lado del cajón. Los chicos están eufóricos; puedo oír el jaleo que arman en la cocina y empiezo a preguntarme en qué estado se encuentran.

– Todo parece en orden -dice Marie-. No hay razón para despertarla.

Se pone en pie y se sacude el abrigo con las manos.

– Volveré la semana que viene, y entonces podremos repasar el tema de las ayudas. Tiene derecho a ellas, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -respondo. Me siento como si una excavadora me pasara por encima. Vuelvo a estar dentro del sistema, a constar en él oficialmente, pero no pasa nada. La semana que viene a esta hora hará tiempo que me habré ido. Bajamos las escaleras, conmigo delante. Maldigo la puerta delantera porque podría haber hecho que ella saliera por allí y así no tener que pasar al lado de los chicos. No pinta bien. Tengo que sacarla por detrás, pero camina pegada a mí. No hay tiempo para minimizar los daños.

Tienen el papel de aluminio, las cucharas y las jeringas preparadas. Vinny, Tom y Frank están en la cocina, montando la de san Quintín.

Adam

A las dos y veinte estamos delante del Centro de Servicios Integrados del Ayuntamiento y la abuela está fumando un último pitillo para armarse de valor.

– Abuela, ¿qué vamos a decir? ¿Lo has pensado?

Echa la cabeza hacia atrás y lanza una larga bocanada de humo hacia el cielo, luego tira la colilla al suelo y la aplasta con el zapato.

– Lo he pensado. Estoy lista. Vamos, Adam, entremos.

Además de una chaqueta y una falda negras de poliéster, lleva unos zapatos de salón relucientes. Sólo tienen un poco de tacón, pero eso supone cinco centímetros más que las zapatillas o los zuecos que suele llevar, y no puede andar bien. Ha hecho lo que ha podido para ponerse elegante y parecer bien arreglada, pero no puedo evitar pensar que el efecto global está muy cerca del de un travestido. Me ha obligado a ponerme unos vaqueros limpios y una camisa de la escuela; el cuello se me está clavando, así que suelto los dos primeros botones.

– Abuela, deberíamos habernos puesto ropa normal. Me siento como un imbécil…

– Calla, ahora estamos aquí.

Las puertas automáticas se abren ante nosotros y entramos en la zona del vestíbulo. Hay una pantalla táctil que ofrece las opciones: seleccionamos «cita», «14:30» y «Vernon Taylor», y a continuación, se abren otra serie de puertas que nos envían a una sala de espera.

Es luminosa y brillante, con las sillas agrupadas en torno a unas mesas de café con un montón de revistas encima. Las paredes son, en su mayor parte, de vidrio, de modo que puedes ver los despachos del otro lado, pero salpicadas aquí y allá, por encima de ellos, hay unas pantallas en las que se proyectan vídeos de personas que cuentan cuánto les ha ayudado el Ayuntamiento. Entre una secuencia y otra, aparece brevemente un eslogan en la pantalla: «Servicios del siglo XXI para gente del siglo XXI.»

Miro a mi alrededor, a la otra «gente del siglo XXI». Hay una mujer joven sentada mirando fijamente al vacío mientras su hijo corre alrededor de las sillas gritando con todas sus fuerzas y un hombre de unos cuarenta o cincuenta años que lleva una bata encima de la ropa y está hablando solo. El bucle de vídeo se interrumpe y aparece un mensaje en la pantalla.

– Señora Dawson, despacho tres.

Toco ligeramente el brazo de la abuela.

– Esos somos nosotros, venga.

– Despacho tres. ¿Dónde está eso, Adam?

El despacho tres está en la esquina, a nuestra derecha. A través del cristal vemos que ya hay alguien allí, esperándonos, un hombre con un traje arrugado y la cara arrugada a juego. Se levanta a medias cuando entramos, se seca la mano en la chaqueta y se la tiende a la abuela.

– Vernon Taylor -dice.

– Valerie Dawson -responde la abuela y se estrechan la mano.

A mí ni me la ofrece. El despacho estaría vacío si no fuera por una mesa, tres sillas y un ordenador portátil.

– Siéntense, por favor, siéntense. Veamos, señora… mmm…

– Dawson -repite la abuela.

– Exacto. ¿En qué puedo ayudarla?

La abuela respira hondo y se lanza. Suena tan patético como pensaba. Es decir, ¿tú te creerías mi historia si alguien te la contara? Me voy encogiendo mientras permanezco allí sentado, escuchando, incómodo por los tres. Empiezo a mirar la habitación, en busca de una distracción. El niño de la sala de espera nos mira y aplasta la cara contra el cristal de forma que parece el culo de una babosa. La abuela y el señor Taylor no se dan cuenta, pero yo le saco la lengua. Su cara cambia. Se aparta de la ventana tan rápido que tropieza con su propio pie y empieza a llorar. Se sienta allí mismo, en el suelo, mientras su madre continúa ignorándolo.