Me echo la capucha hacia delante y cierro los ojos. No sé adónde voy y la verdad es que no me importa. El ruido del motor, la lluvia que azota la ventana, las toses de los otros pasajeros, todo empieza a arrullarme y me adormezco. Me despierto de golpe, cuando el motor se para a sacudidas, y abro los ojos. Todos los pasajeros están bajando en fila. Me pongo de pie y salgo dando un traspié. Estamos en el final de la línea, Marble Arch, donde termina el trayecto del autobús. El arco está bañado de luz y las luces navideñas centellean por todo Oxford Street hasta donde me alcanza la vista. La acera está llena de gente, empujándose unos a otros en esta vía de Londres. Es como si hubiera aterrizado en otro planeta. La abuela tenía razón, deberíamos haber venido aquí y habernos sentado en un café o algo por el estilo, formar parte del mundo normal.
Deambulo entre la multitud de compradores nocturnos de gangas que caminan por Oxford Street. Llevo la capucha puesta y la cabeza baja: no quiero ver sus números. Quiero sentirme parte de algo, estar en un lugar donde no parezca que todo está a punto de irse a la mierda. Durante unos minutos, puedo fingir que así es como va a seguir: Londres continuará como siempre, la gente trabajando y yendo de compras, comiendo en los restaurantes y yendo a tomar una copa, acudiendo a los espectáculos y las rebajas del West End.
El bolso de una mujer me golpea en las piernas.
– Lo siento -se disculpa.
Instintivamente, la miro: es una veintisiete. Le quedan cuatro días de vida. Toda la historia vuelve a agobiarme y, de repente, esta calle se convierte en el peor lugar del mundo para mí. Tengo que salir de aquí, alejarme de toda esta gente. Me está asfixiando.
«Respira lentamente, aspira por la nariz y espira por la boca.»
Hay cuerpos por todas partes a mi alrededor, apretujándome. No me llega el aire a los pulmones, se me queda atascado en la garganta, mi pecho empieza a palpitar.
«Aspira por la nariz.»
No puedo hacerlo. Todo está empezando a girar, los edificios, las caras.
«Mira hacia abajo, mira hacia abajo.»
Incluso la acera se mueve y tiembla bajo mis pies. Caigo de rodillas y, entonces, sufro un ataque de pánico. Me arrollarán, me aplastarán contra el suelo. Pero no soy el único que está en esa posición: todo el mundo a mi alrededor se agacha, se pone de rodillas, agarrándose los unos a los otros; todo el mundo está en el suelo. La mujer con la bolsa de la compra grita:
– ¡Oh, Dios mío!
Y entonces se para, casi antes de que empiece. Ningún movimiento, ninguna vibración, todo como debería ser. La gente empieza a ponerse de pie.
– ¿Qué ha pasado ahí?
– ¡Jo!
No se oyen más gritos, sólo risas nerviosas. Todo el mundo está bien. No ha sido más que un temblor que no ha causado ningún daño. Algo de lo que hablar al regresar a casa.
Me quedo allí durante un ratito, respirando lentamente, aspirando y espirando, aspirando y espirando, hasta que me aseguro de que estoy bien. Me calmo y miro a mi alrededor: no hay señal de que haya pasado algo. Los edificios están bien, no hay grietas en las ventanas, no se ha caído ningún letrero. Todas las personas a mi alrededor están bien, desconcertadas pero no conmocionadas.
Me quedo quieto mientras Oxford Street recupera la normalidad. La sangre bombea ya por todo mi cuerpo y se me ha puesto la piel de gallina.
Así es, así es cómo empieza.
Debería estar pensando en la abuela, en si ha notado el temblor en Kilburn, en si la ha despertado. Pero no pienso en ella. Hay una chica por ahí cuyas pesadillas están empezando a hacerse realidad. Si ha notado lo que acabo de sentir, estará tan asustada como yo.
Sarah.
Sarah
No sé adónde ir. Está lloviendo tan asquerosamente fuerte que no puedo concentrarme. Tengo que sacar a Mia de esta mierda, eso es todo, por eso voy al túnel. Al menos está cubierto y siento como si en cierto modo me perteneciera, pues he pasado bastante tiempo ahí. Pero cuando llego, no doy crédito a lo que veo, está más claro y luminoso, y entonces me doy cuenta de lo que ha pasado: alguien ha pintado sobre mi mural. Todo el túnel está pintado de blanco. Además, huele a pintura, como si hubieran acabado de hacerlo ahora mismo.
Ya no lo siento mío, ha vuelto a convertirse en un túnel bajo las vías del tren, un lugar desolado. No quiero quedarme aquí, pero ¿a qué otro sitio puedo ir? Al menos puedo tomarme diez minutos para tratar de poner en orden mis ideas. Pero estos se convierten en veinte, y Mia necesita comer, así que acabo acampando allí, sentada en el suelo sobre una bolsa de plástico, apoyada en la pared. No puedo creer que mi vida en casa de Vinny haya terminado. No me había dado cuenta de lo que tenía allí hasta ahora: un hogar, el primero de Mia.
Aquí no estoy en absoluto escondida, y dando de mamar a Mia no puedo ir a ningún lado. Soy un blanco facilísimo. No dejo de mirar de un extremo al otro del túnel para controlar si vienen coches o gente. Pero ¿qué haré si veo a alguien? No tengo ningún sitio hacia el que correr.
Miro a Mia. Está abrigada con su mono acolchado; tiene la cabeza dentro de mi abrigo, pero el culo y las piernas fuera. Junta los pies suavemente. Ahí es donde le inyectaron el chip, en el pie izquierdo. Ahí está ahora, invisible, silencioso, tan diminuto que podría pasar por el ojo de una aguja. Me pongo enferma sólo de pensar en esa cosa dentro de mi bebé; activa, viva, comunicándose con Ellos, los cabrones que se lo pusieron. Ahora mismo podrían estar siguiéndonos la pista desde alguna oficina de Londres, Nueva Delhi o Hong Kong: Mia podría ser un punto en la pantalla de alguien.
Es sólo cuestión de tiempo que nos cojan. Y después ¿qué? ¿Nos buscarán otro sitio donde vivir? ¿Nos enviarán a casa? ¿Nos separarán?
Si no la hubiera llevado al hospital. Si no le hubieran colocado esa cosa dentro, podríamos desaparecer. Al menos tendríamos una oportunidad.
Si no llevara el chip.
Me parece que está justo debajo de la piel, creo yo. Tengo unas tijeras en el neceser… la niña deja de mamar durante un segundo para tomarse un descanso. Sus manos emergen de mi abrigo, sus pequeños dedos rosados, buscando algo a lo que agarrarse. Su piel es tan fina, casi translúcida. ¿Cómo puedo pensar tan siquiera en romperla, en escarbar debajo y buscar ese horrible chip? He acabado poniéndome a Su nivel y estoy indignada conmigo misma.
Vuelvo a meter su mano dentro de mi abrigo y la abrazo más fuerte. «Lo siento, lo siento. Nunca te haré daño y no dejaré que se te lleven, Mia. No les dejaré.»
Una ráfaga de viento levanta algo de basura y la mete en el túnel, arrastrándola por la gravilla y los ladrillos. Observo cómo se acerca hacia mí un envoltorio de comida revoloteando por el aire. Entonces miro más allá. Allí hay alguien.
Adam
Ahí hay alguien. En el suelo del túnel.
Han blanqueado el túneclass="underline" la pintura, la pesadilla, la fecha, todo está tapado. Sigue estando oscuro ahí dentro, pero veo que es ella. Sarah.
Pasé por su casa. No iba a llamar ni nada de eso, no sé lo que iba a hacer, sólo esperar allí, supongo, no lo sé. En fin, sólo llegué hasta la esquina de la calle porque fuera había una furgoneta y tres coches de policía. ¡Dios santo! No cabe duda de que estaban en casa de Sarah porque vi que se llevaban a aquel amigo suyo alto y flaco, con las manos esposadas a la espalda. Me escabullí de allí antes de que me vieran; no necesito esta clase de problemas, pero al hacerlo me quedé sin saber si Sarah también había sido arrestada.