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Cuando miro a Sarah, está sonriendo por primera vez hoy. Es la primera vez que veo su sonrisa: le transforma la cara.

– Eres bueno con ella -dice-. Le gustas; normalmente se pone a berrear como una loca si se la doy a alguien.

– Es innato -digo. Es broma, pero dentro de mí me siento como un héroe.

Y entonces oímos pasos en las escaleras y entra mi abuela. Su mirada va del cochecito a Sarah, que está ahí envuelta en sus toallas.

– ¡Hostia! -dice-, tenemos la casa llena. ¿Qué es todo esto?

Sarah vuelve a encogerse de hombros, a la defensiva.

– Hola -dice-, soy Sarah. Yo sólo…

– Eres la chica del hospital, la que pintó la pared.

– Ésta es mi abuela -digo-, Val.

Pero ésta no sonríe. Me mira, y su cara palidece.

– Deja a la niña, Adam. ¿Qué crees que estás haciendo?

– No pasa nada, abuela, le gusto.

– ¡Déjala!

– Abuela, basta ya.

Se acerca a mí para quitarme a Mia de los brazos. Mia está asustada, esconde la cabeza en mi hombro.

– ¿Qué te pasa, abuela? A la niña le gusto.

– ¿Que qué me pasa? ¿Qué te pasa a ti? Has visto su mural, ya sabes lo que pasa.

Los dos miramos a Sarah.

– Lo sé, lo sé -dice ésta-, pero todo está bien ahora. Hoy está bien.

La abuela se da media vuelta.

– ¿Quieres que ella lo conozca, que confíe en él, que recurra a él el uno de enero? ¿Eso es lo que quieres?

Sarah tuerce la cara.

– No, por supuesto que no. No lo sé, no lo sé.

– ¿Por qué estás aquí?

La dureza de la voz de mi abuela oculta otra cosa. También tiene miedo, pero no creo que Sarah se dé cuenta. La abuela puede intimidar bastante, y ahora lo está demostrando.

– ¿Por qué estoy aquí? Han detenido a los amigos con los que vivía. No tengo a nadie ni adónde ir. Pero si no me quiere aquí, me iré. Encontraremos otro sitio.

Levanta las manos y las pone en la barriguita de Mia para cogérmela, y una de ellas me roza el brazo. La siento tan cálida sobre mi piel, tan suave. Siento sus huesos a través de su piel y la sensación es como una descarga eléctrica que me despierta.

– Abuela, Sarah necesita un lugar donde pasar la noche. Le he dicho que podía quedarse aquí. Puede dormir en mi habitación y yo lo haré en el sofá. Es una noche, abuela, y le he dicho que no hay problema.

La abuela me mira. Durante una décima de segundo, no sé si estamos al borde de una pelea de mil demonios, pero se encoge de hombros un poco y mira a Mia.

– De acuerdo -dice-. No voy a echarte a la calle, pero es un error. Puedo sentirlo. -Se acerca a mí-. Así pues, ¿quién es ésta?

– Mia -contesta Sarah.

La abuela se acerca a la niña, que se aparta hacia atrás pero no puede evitar mirarla a hurtadillas.

– No tengas miedo -dice la abuela, acariciándole suavemente la mejilla-. No soy una bruja grande y mala. Soy una bruja buena.

Sarah

Bruja buena, bruja mala. ¿Cuál es la diferencia? No son los dedos huesudos y manchados o el pelo erizado de color violeta, son los ojos. Cuando te clava la mirada con esos ojos, estás arreglada. Es como si te hipnotizara. No puedes apartar la mirada hasta que decide soltarte.

Después de desgañitarse y darle a Mia un susto de muerte, intenta hacerse su amiga, pero la niña no se lo cree. Se aferra a mí como un monito, y ni siquiera la mira, así que Val se concentra en mí. Es como un relámpago que me atraviesa. Frunce el ceño.

– Lavanda -dice-, naturalmente, pero también azul oscuro. Y todo bañado de rosa.

– Abuela -dice Adam-, no empieces.

– ¿Qué? ¿Qué quiere decir?

– Es tu aura -dice Adam con un suspiro.

– ¿Mi qué?

– Tus energías cósmicas -afirma Val-. Rosa fuerte, sensible y artística. Lavanda, una visionaria, una soñadora. Azul oscuro, llena de miedo.

De repente me siento desnuda. He aquí esta mujer, esta extraña, marchita mujer, con el pelo tres tonos demasiado brillante, y ella me conoce.

– Tengo razón.

Es una afirmación, no una pregunta.

– Sí -respiro-, la tiene.

– Sarah… -dice la abuela, y contengo la respiración, preguntándome qué vendrá después.

– ¿Sí?

– Eres bienvenida. Eres bienvenida a esta casa. -Y ahora me siento abrazada, protegida con una manta de consuelo sobre los hombros. No puedo explicarlo, no es únicamente alivio, aunque me siento aliviada, hay algo físico en la habitación, una calidez que parece combinar luz y calor. Si se pudiera embotellar, se podría ganar un dineral con él, y en la etiqueta se podría poner consuelo, amor u hogar. Sí, yo lo llamaría hogar. No del tipo del que vengo, sino el que todo el mundo debería tener en un mundo perfecto. El lugar donde puedes ser tú misma, donde te sientes segura. Tengo ganas de llorar, como si estuviera bien hacerlo aquí, pero me contengo. Ya he llorado suficiente en los últimos días y también he visto suficiente, si vamos a eso. Es hora de dejar de llorar.

– Gracias -digo, y añado-: voy a ponerme esta ropa.

Le devuelvo la niña a Adam. Mia se encoge un poquito cuando se da cuenta de que la estoy dejando en brazos de otra persona, pero entonces se da cuenta de que es Adam, se relaja y se va con él de buena gana. Es extraño cómo se ha encariñado con él, nunca se ha comportado así con otras personas. Es vergonzosa y prudente. Quizá mi sueño no fuera más que un medio hacia un fin. Estábamos destinadas a conocer a Adam, y así es como ha sucedido. Él encontró el mural y después yo lo hallé a él. ¿Ya está? ¿Eso es todo? ¿Nos espera un final feliz, en vez de una pesadilla?

En el piso de arriba me pongo la camiseta y el pantalón de chándal. Cuando paso la cabeza por el cuello de la camiseta, me detengo y huelo el tejido: es su camiseta. La camiseta de Adam. Quiero que huela a él, a esa ligera aspereza, y sí huele, aunque muy débilmente. Me la pongo y la siento sobre mi piel. La idea de su olor sobre mi piel me hace estremecer en los lugares que toca la camiseta.

Después tomamos un té, vemos un poco la tele y mimamos a Mia. Nadie habla de fechas de muertes ni de pesadillas ni de auras. En vez de ello, Adam toma un poco el pelo a su abuela y le dice «que se vaya a la porra», pero todo con una sonrisa y un centelleo en la mirada. Estos dos se quieren; puede que no lo sepan, pero en esta pequeña, desordenada y destartalada casa hay amor.

Empiezan las noticias y nos quedamos todos en silencio durante un rato. Es lo de siempre: inundaciones, hambruna, guerras. Hay problemas en Japón: tres volcanes que amenazan con entrar en erupción a la vez. Está en marcha una evacuación masiva. En Londres hay una gran manifestación en Grosvenor Square contra las amenazas estadounidenses de guerra contra Irán. Todos conocemos la capacidad nuclear de Irán. ¿Sería tan rematadamente imbécil el presidente para meterse con ellos? ¿No aprendió nada de Irak, Afganistán o Corea del Norte? Justo al final, informan sobre el temblor de tierra que Adam notó en Oxford Street. Es una noticia despreocupada; ya sabes: «Y por último…», con unas cuantas imágenes grabadas con un teléfono móvil y algunas entrevistas a gente que estaba allí.

Después de las noticias, empieza una comedia de mierda. Estamos los tres sentados mirando la pantalla, pero ninguno la está viendo.

– Creo que va a haber un terremoto, abuela -dice Adam-. O podría ser una bomba, una serie de bombas.

– Los japoneses saben qué hacer, ¿no? -dice la abuela-. Y no se andan con tonterías.

– Bueno, ellos tienen volcanes, estarían locos si no evacuaran, ¿no?

– Sí, pero nosotros te tenemos a ti. Te tenemos a ti para que nos hables de ello. La gente debería escuchar y tendría que empezar a marcharse ahora mismo.

– No es lo mismo, ¿no crees? Estaba pensando en cómo decírselo a la gente, en cómo publicitarlo. Quizá con una pancarta, subiendo al Gherkin, al Tower Bridge o algo por el estilo.