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Cuando me arrestaron, me quitaron el reloj y el cinturón, por lo que no sé cuánto tiempo ha pasado cuando vienen a por mí. Sin embargo, deben de ser diez o doce horas, porque me han traído dos comidas, si se pueden llamar así, y el pequeño cuadrado de la ventana de mi celda se ha oscurecido hace mucho.

Aunque finalmente no es como esperaba. Esta vez estoy esposado a un guardia. Es un hijo de puta gordo, unos diez años mayor que yo, con un bigotito sobre el labio superior. Estamos en el patio, con dos guardias más delante y detrás, y me encierran en el furgón antes de que me dé cuenta. El motor se pone en marcha y salimos.

Maldita, maldita, maldita sea. He perdido mi oportunidad. ¿Qué diablos voy a hacer ahora?

– ¿Qué hora es, amigo? -le pregunto.

– Las doce menos cuarto.

– ¡Mierda!

– ¿Qué problema tienes? ¿Te pierdes una fiesta? Tú y yo. Es la maldita Nochevieja y han cancelado todos los permisos.

– ¿Por qué han hecho eso?

– ¿Dónde has estado? ¿En una cueva? La ciudad entera se ha vuelto loca. La gente está atrapada en atascos en las carreteras, tratando de salir, y el resto, los que se quedan, se lo están tomando como si fuera 1999. Han establecido un hospital de campaña en Trafalgar Square para atender a todos los borrachos. Por Dios, la gente de esta ciudad está chiflada.

– Me vendría bien unirme a ellos. De veras, amigo, tengo que salir de aquí.

Me mira con recelo, y yo capto su número: uno de enero. Estoy esposado a un tipo que, dentro de veinticuatro horas, va a estar muerto. No obtengo ninguna pista de su número, sólo veo oscuridad, tinieblas, eso es todo. Uno raro.

– No empieces con eso -dice.

– Es importante. Necesito ver a mi familia.

Niega con la cabeza.

– Esta noche no, amigo. Te llevamos a Sydenham y se acabó. Ahora estamos sobre el río, tardaremos quince minutos como mucho. No hay forma alguna de salir de estos furgones.

– ¿No se detienen para nada?

– Nada, sin paradas para fumar ni para descansar.

– ¿Y si te golpeo?

Resopla.

– Primero, te devolvería el golpe tan fuerte que no sabrías lo que te había pasado. Como ves, estoy entrenado. Segundo, ahí arriba hay una cámara: los chicos de delante ven todo lo que pasa aquí. Si empiezas a portarte mal, encienden las sirenas, aprietan el acelerador a fondo, vamos a la comisaría de policía más cercana, y entonces te llevas la paliza de tu vida. -«Pero tendrían que abrir las puertas para hacerlo, ¿no es así?»-. No vale la pena, de veras, amigo. Sólo empeorarías las cosas y…

Cierro la mano apretando el puño tanto como puedo, me alejo de él y le golpeo con fuerza en un lado de la cabeza.

Se tambalea y luego mete la mano en su cinturón y saca una porra.

– ¡Imbécil de mierda! -grita. Hace oscilar la porra hacia mí, pero me pongo de pie y le clavo el pie en la entrepierna. Él se desploma hacia delante, yo le quito la porra de la mano y le doy en la parte posterior de la cabeza. Al golpearle, se produce un estallido tremendo. 112027. ¿Ya es más de medianoche? ¿Soy yo quien lo mata?

Suelto la porra y le pongo la mano en el cuello, presionando sobre la piel para tratar de encontrarle el pulso. Todavía está vivo.

Entonces la alarma se pone en marcha, un sonido ensordecedor llena el interior del furgón y ambos salimos despedidos hacia la parte de atrás cuando acelera bruscamente. Tengo que quitarme las esposas. El guardia se desploma con la cabeza entre las rodillas. Le empujo fuera del banco, me pongo sobre mis manos y mis rodillas, y empiezo a registrarle los bolsillos. No encuentro las llaves en ninguno de ellos.

La porra ha rodado hacia el otro lado del suelo. La cojo desde donde estoy, arrastrando el brazo del guardia conmigo, buscando a tientas con los dedos hasta que puedo cerrarlos alrededor del mango. Entonces me levanto y tiro de su brazo hasta el borde de la banqueta. Coloco mi mano tan lejos como puedo de la suya para que la cadena de las esposas esté tirante y estrello la porra contra la cadena. Los eslabones se abollan, pero no se rompen.

– ¡Mierda! ¡Mierda!

Ahora el furgón va dando bandazos violentamente. Pierdo el equilibrio y caigo hacia atrás, golpeándome la cabeza contra el suelo. Luego nos inclinamos hacia el otro lado. Este trasto es inestable.

– ¡Paren el furgón! -grito ahora, aunque sé que no me harán caso, ni siquiera aunque pudieran oírme a pesar de la sirena-. ¡Vayan más despacio, por el amor de Dios!

Me abro paso hasta la parte delantera, arrastrando al gordo conmigo, y golpeo la pared de la cabina con la porra.

– ¡Su compañero necesita ayuda! ¡Vayamos a un hospital!

Choco contra el banco cuando el furgón se ladea de nuevo, pero esta vez no se endereza. Con la sirena todavía aullando, volcamos y, de repente, la pared se convierte en el suelo y viceversa, y acabamos así. Mi compañero de viaje está encima de mí, aplastándome y dejándome sin respiración, y entonces todo da la vuelta y él queda debajo. El furgón va chocando y golpeando y, a continuación, se oye un ruido tremendo y el suelo -o podría ser la pared o el techo- me golpea la barbilla y pierdo el conocimiento.

Sarah

Cierro los ojos. La tele inicia la cuenta atrás a todo volumen: «Seis, cinco, cuatro…» No puedo ver nada. No puedo. «Tres, dos, uno…» Las campanadas del Big Ben resuenan por toda la sala de estar.

«¡Feliz Año Nuevo!» Afuera resuenan los fuegos artificiales como si Kilburn fuera un campo de batalla.

– Piensa, Sarah.

Las llamas están detrás y delante de mí, y no encuentro a Mia. No puedo encontrarla. El edificio cruje, algo se está desprendiendo. Oh, Dios mío, el techo se cae. Hace calor. Es insoportable. La pintura forma ampollas en la escalera. La escalera. «La escalera.» Con sus suaves curvas talladas, desgastadas y todavía más suavizadas por las manos que la han asido, las de los niños que hacen ruido en el piso de abajo y saltan los tres últimos peldaños. Los niños. Mis hermanos y yo.

Abro los ojos.

– Es mi casa. Ella está con mis padres. Se la han entregado a ellos.

Val sigue mirándome: sus ojos son océanos de simpatía y fortaleza.

– Entonces es ahí adonde iremos. Venga, a traerla de vuelta. Vamos, Sarah, ahora o nunca.

– ¿Ahora?

– Ahora. Voy a buscar mi bolso a la cocina.

Y entonces, la televisión se apaga con un «pum» y la casa queda sumida en la oscuridad.

– ¡Maldita sea, otra vez, no!

Los fuegos artificiales prosiguen un rato más, ahora más vivos que antes, y luego se van apagando poco a poco. Está oscuro, pero hay algo inquietante en la oscuridad. Veo que Val se dirige a la ventana de la cocina.

– ¡Oh, Dios mío!

– ¿Estás bien?

– Yo estoy bien. Es el cielo. Mira el cielo.

Sin corriente eléctrica, no hay reflejos que nos impidan ver lo que sucede afuera. Los altos bloques son como unos dedos negros cuya silueta se recorta contra un cielo que se está volviendo loco. Franjas de luz verdes y amarillas se impulsan en el aire y se desplazan ante nuestros ojos, resplandeciendo y apagándose, desvaneciéndose y reapareciendo.

– ¿Qué diablos…?

– Es impresionante, Val. ¿Qué es eso?

– Ni idea, querida. Nunca había visto algo así. ¿Y tú?

– ¿Qué?

– Ese maldito perro ha dejado de ladrar.

Tiene razón. Hemos estado todo el día escuchando su constante guau, guau, guau a través de las paredes, pero ahora está en silencio. Todo está tranquilo.