Выбрать главу

– Oh, Dios mío, Val. Oh, Dios mío.

– ¿Qué sucede? ¿Has encontrado algo?

– No. Mira.

Ella también se levanta, se pone las manos en las caderas y endereza la espalda. Luego mira calle abajo y hace un ruido con la boca, algo entre un suspiro y un silbido.

– Dios bendito.

Las casas que nos rodean están destrozadas, pero eso no es lo más espantoso. Es la calle, o más bien el agujero donde antes estaba la calle con el que me he tropezado antes. Tiene diez metros de ancho y cien, doscientos, trescientos metros de largo, como si alguien hubiera cogido el cuchillo más grande del mundo y hubiera rasgado con él la superficie de la tierra.

Me siento como si el cuchillo también estuviera haciendo estragos en mí y sé que no puedo quedarme aquí ni un minuto más. Mi hija está por ahí, en esta ciudad dañada, destrozada.

– Val, por favor, por favor, salgamos de aquí.

– Sí, Sarah, lo haremos. Sólo iré un momento a casa. No tardaré ni un minuto.

– No, Val, mírala. No es segura.

De todos modos, ella empieza a dirigirse hacia allí. Yo le doy alcance.

– Siéntate un minuto. Iré yo.

– Ya sabes lo que estás buscando, ¿no? Una caja de madera que estaba en la repisa de la chimenea.

– Sí, de acuerdo. La encontraré.

Me pongo en camino a través de los escombros. Me cuesta mantener el equilibrio. Sigo dando tumbos, me tuerzo los tobillos aquí y allá al pisar los escombros. La pared del fondo de la sala y los muros laterales siguen en pie; del techo apenas queda nada. La repisa aún está unida a la pared por un extremo; el otro se ha soltado y está inclinado hacia el suelo. La alfombra ha desaparecido bajo una capa de muebles y objetos decorativos rotos. Todo está cubierto de polvo. Me agacho y empiezo a escarbar entre las cosas.

El techo cruje y una lluvia de polvo cae a mi lado.

– ¿La has encontrado? -La voz de Val se abre paso entre los escombros.

No respondo. Ya tengo los dedos arañados y doloridos de ayudar en las labores de rescate durante la noche. Me estoy quedando otra vez sin yemas mientras escarbo. Esto no tiene sentido. No quiero admitir la derrota, pero cada nuevo gemido que llega desde los edificios de alrededor hace que el pánico me invada y me produzca escalofríos. No quiero quedarme aquí enterrada.

– ¡Sal! -grita-. Déjalo. No importa.

No la encuentro. Me pongo de pie y empiezo a darme la vuelta, cuando algo me llama la atención, algo blanco y brillante debajo de un marco. Me agacho y lo examino: un pequeño cisne de porcelana, intacto y en perfecto estado. Me lo meto en el bolsillo y salgo con mucho cuidado de la habitación por última vez.

Val viene a mi encuentro. Me pone su mano en el brazo.

– Pensaba que se iba a caer, que estarías enterrada. Jamás me lo hubiera perdonado. No sé en qué estaría pensando, vieja imbécil y egoísta.

Detrás de mí, el edificio vuelve a crujir.

– Deberíamos alejarnos más -digo.

Salimos a la calle.

– Lo siento por Cyril -digo-, pero he encontrado esto. No está roto.

Meto la mano en el bolsillo y saco el cisne. Lo pongo en la mano abierta de Val, que mira y pasa los dedos por encima.

– Lo compramos en nuestra luna de miel -dice en voz baja, como hablando tanto para sí misma como para mí-. Una semana en Swanage, en la costa sur. Esa semana, él estaba tan caliente como la grasa de un eje. ¡Dios mío, pensé que nunca volvería a andar! -Debe de haber notado que me muero de vergüenza porque inicia una risa gutural que rápidamente se transforma en un ataque de tos-. ¿Demasiada información?

Asiento con la cabeza, muy avergonzada para decir algo.

– Gracias -dice-. Por esto. Algo es algo, ¿no? Aunque es una pena lo de la caja.

– No son más que cenizas, Val; en realidad no es él -trato de decir lo correcto, si es que se puede decir algo correcto en un momento como éste.

– Ya lo sé, querida -dice-, pero había ocho mil libras allí con él.

Me quedo con la boca abierta.

– ¿Ocho mil? ¿Qué habías hecho, robar un banco?

– Yo no, querida, fue Cyril. Dinero para los momentos difíciles, como él decía.

– ¿Quieres que vuelva a entrar?

Ambas miramos hacia la casa, y en alguna parte del interior se produce un fuerte crujido y la chimenea se inclina sobre el techo.

– Oh, mierda, se está cayendo.

La chimenea cae hacia los lados haciendo un agujero en el techo, y luego todo se derrumba, estrellándose estrepitosamente contra el suelo del dormitorio, que a su vez se precipita sobre el salón. Los escombros salen volando e, instintivamente, me doy la vuelta y rodeo con los brazos a Val. Es como la explosión de una bomba. Nos cae una lluvia de polvo encima. Mantengo la cabeza agachada y los ojos cerrados durante mucho rato. Cuando vuelvo a levantar la vista y me doy la vuelta, toda la casa se ha convertido en un montón de escombros.

Val está blanca como un fantasma.

– Podrías haber estado ahí dentro…

– Pero no estaba. Ya había salido. -Le doy un abrazo tranquilizador, pero estoy temblando, los brazos y las piernas se mueven sin ningún control. Ella también me abraza, envolviéndome con sus brazos, meciéndome suavemente de un lado a otro. Entonces se separa un poco y me limpia el polvo de la cara.

– Vamos, Sarah -me dice-. Tenemos que encontrar a una niña, ¿no es así? Vamos, querida, venga. Vamos a encontrarla.

Adam

Mi cabeza empieza a salir a la superficie justo cuando inspiro y me entra una mezcla de aire y de agua que se me queda atragantada en la garganta, me hace toser y me provoca arcadas.

Me vuelvo a meter bajo el agua, pero ahora sé cuál es mi objetivo y me empujo con las manos, aunque el agua hace subir mi cuerpo. Toso, escupo y respiro más profundamente, lo que me ayuda a flotar; me echo hacia atrás, con la cara fuera de la superficie y continúo metiéndome aire en los pulmones. Por encima de mí, las luces verdes y amarillas casi han desaparecido, pero hay media luna en el cielo y su luz me ayuda a distinguir formas oscuras a mis lados. No tengo ni la menor idea de dónde estoy. No sé cuánto tiempo he estado bajo el agua, pero puedo sentir que todavía me arrastra.

El agua es violenta y poderosa. No tengo elección. Me veo obligado a dejarme llevar por ella. Empiezo a sentirme bien, estoy casi cómodo, cuando una oleada lateral me golpea y me hundo otra vez, atrapado por una corriente, arrastrado. Y entonces algo me araña el brazo y un objeto duro me rasga el jersey. Mi pie golpea algo más, se engancha, la pierna se me va para atrás y me quedo paralizado con una sacudida, mientras el agua retumba a mi alrededor.

Lo intento y consigo descender, pero tengo que luchar contra la corriente con todo el cuerpo. Saco la cara a la superficie, cojo un poco de aire y vuelvo a hundirme para averiguar qué me pasa en el pie. Está atrapado en una barandilla: el zapato se ha metido ahí. La corriente es tan fuerte que va minando mis energías. Sé que estoy cada vez más débil. Subo para coger más aire y vuelvo a bajar súbitamente; esta vez me las arreglo para meter los dedos en la parte posterior de mi zapatilla de deporte. El pie no quiere salir, pero me retuerzo y aflojo el zapato para soltarme hasta que de pronto consigo liberarme, y el agua se apodera de mí y me arrastra río abajo.

Si ahí había una barandilla es porque el río ha inundado las calles, pero aquí el agua debe de ser menos profunda. Tengo más posibilidades de salir. Empiezo a patalear con las piernas y hago girar los brazos sobre mi cabeza dentro del agua. Al principio parece imposible, pero luego me doy cuenta de que me estoy moviendo y que el agua está más tranquila. Me abro paso -«no pares, no pares»- hasta que al fin toco el fondo con los dedos. Dejo de nadar y pongo los pies en el suelo. En este punto, el agua sólo me llega a las rodillas. Sigue fluyendo, pero la corriente se ha amansado, con lo que puedo sentarme sin que me arrastre.