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– Oh, mierda -dice Val-, tenemos que salir de aquí. Sarah, tenemos que salir.

Tiene todo el cabello cubierto de polvo y ceniza, y todavía le está cayendo más encima, en la cara, en las pestañas.

– La he oído, Val -le digo. Ella levanta la vista hacia el techo y luego hacia mí otra vez. Tiene los ojos muy abiertos por el miedo.

– No lo creo -dice ella-. Creo que «querías» oírla.

– ¿Crees que no conozco la voz de mi propia hija?

– Sí, pero…

– Está viva en alguna parte, lo sé.

Me pone las manos sobre los hombros.

– La mitad de esta casa ya se ha hundido. Podría estar en cualquier parte.

– Está cerca. La he oído. No puedo dejarla. Me necesita.

– No es seguro. Tenemos que irnos.

– No puedo marcharme.

– Sarah, si está ahí debajo -y señala con la cabeza hacia el montón de escombros que ocupan el salón-, no podremos sacarla de aquí. Tendríamos que entrar desde arriba; debemos salir mientras podamos.

Se produce un fuerte estrépito encima de nuestras cabezas.

– Por favor, Sarah.

Las dos miramos hacia atrás, hacia el sitio por donde hemos entrado. Hay un muro de llamas tapando la puerta de la cocina, lenguas amarillas y anaranjadas bebiéndose a lengüetazos el techo, tratando de alcanzar el cielo. Pero en el corazón de todo ello hay una oscuridad, una forma oscura, una sombra. Los bordes borrosos se van volviendo nítidos y las dos damos un grito ahogado. Se trata de un hombre que camina hacia nosotras a través de las llamas.

«Mi papá. Mi papá está aquí.»

Pero no puede ser. Está muerto. Le he visto. He sentido el frío de la muerte en su cuello. No es Él, es…

– Adam -musita Val-. Oh, Dios mío, es Adam.

Ella da un traspié hacia delante y cae en sus brazos cuando él surge de en medio del fuego. Tiene un aspecto diferente, mayor tal vez. Parpadeo y mi pesadilla me llena la cabeza. «El desconocido con la cara cubierta de cicatrices coge a mi bebé y entra en las llamas.»

Mi bebé. Mi bebé. ¿Dónde está?

– Son sólo cuatro pasos y llegarás al otro lado de las llamas -grita Adam para hacerse oír por encima del ruido-. Fuera de aquí, abuela. Ya estoy yo. Yo me ocuparé de esto.

Ella se aferra a sus brazos, sus profundos ojos color avellana buscan su rostro.

– Abuela, no voy a discutir contigo. Vete. Cuatro pasos y estás fuera. Saldremos enseguida.

Ella asiente con la cabeza.

– De acuerdo -dice-. ¿Adam…?

– Ahora no. Vete. Te veo en un minuto.

Él le rodea los hombros con un brazo y, discretamente, le indica la dirección correcta. Ella levanta la vista de nuevo hacia él y luego medio camina medio corre hacia la cocina. Se ve su perfil, tal como se veía el de él, durante un momento, y luego desaparece.

– Adam… -digo, pero me detengo. Lo oigo una vez más -un llanto débil, casi como el de un animal- y Adam también lo oye. Lo veo en su rostro.

Se escucha apagado, hacia un lado de donde estamos. Ambos alargamos al mismo tiempo la mano hacia la puerta del armario de debajo de las escaleras. Hay un pomo pequeño y redondo, y hay que presionar un botón en el centro. Mi mano lo alcanza primero y el botón me quema la punta del pulgar cuando lo toco. Abro la puerta y pego un grito, llevándome una manga hasta la nariz. Hay un hedor insoportable: vinagre, alcohol y mierda.

El interior del armario está oscuro y mis ojos tardan un poco en adaptarse, y entonces las veo. Mia: viva, sonrosada, retorciéndose en los brazos de mamá. Uno de los lados de la cara de Mia está salpicado de sangre, pero no es suya. Mamá tiene una gran herida en el cuero cabelludo y cortes en la cara. La sangre se ha derramado sobre ella y sobre Mia; ella no la ha limpiado, porque no sabe que está ahí. Tiene los ojos abiertos y me mira directamente, pero no ve nada: está muerta.

Me arrastro junto a las dos. Hay vidrios por todo el suelo, botellas rotas y su contenido; whisky, ginebra, encurtidos. Fragmentos como navajas me cortan los vaqueros, rebanándome la piel de las rodillas y las espinillas. Me inclino hacia delante y cojo con cuidado a Mia de los brazos de mamá.

– Tranquila, tranquila -le susurro-, ahora ya te tengo.

La estrecho entre mis brazos, inclinándome para besarla en la cara, sentir su calor, el olor de su piel de bebé. Noto sus ropas húmedas en las manos, por donde pierde el pañal, y huele a vómito y a pipí. Pero es su vómito, su pipí, y yo los aspiro con gratitud.

Mi pequeña.

Mi vida.

Viva y de nuevo en mis brazos.

Adam

Sarah se sumerge en el armario. No veo lo que está pasando.

– ¿Está ahí? ¿La tienes? -grito. Por encima de mi cabeza, las vigas del techo en llamas están tan calientes que puedo sentirlo desde aquí abajo. Trato de mantener la calma, pensar sin sentir, hacerme cargo de la situación, tomar las decisiones correctas, pero ya he oído antes este ruido. Mi cuerpo recuerda este calor abrasador, mi piel me grita: «Lo sabes. ¡Otra vez no! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí!» Estoy bañado en sudor. Cada crujido, cada movimiento por encima de mí me hace estremecer. «Eso es. Se está viniendo abajo.»

– ¡Sarah! -grito, pero mi voz parece un alarido de terror-. ¡Sarah! ¿La tienes? ¡Sácala ya!

Puedo escuchar el llanto de Mia. Me agacho para inspeccionar el interior del espacio oscuro. Hay tres personas metidas ahí dentro: Sarah, Mia y su mamá.

– ¡Jesús! -La madre de Sarah está muerta, tiene hundida la mitad de la cabeza.

Sarah ha cogido a Mia, que sigue llorando, aunque está viva.

– ¡Por el amor de Dios, Sarah, sal de ahí ahora mismo!

Me aparto un poco hacia atrás, para dejar espacio a fin de que salga, pero oigo un silbido, un sonido desgarrador encima de mí. Miro hacia arriba y una viga de madera está cayendo del cielo hacia donde estoy.

– ¡Mierda!

Me lanzo dentro del armario y choco con la madre de Sarah. Ésta se desploma a un lado, mientras Sarah grita y la viga se estrella contra el suelo a medio metro de mi pie.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! -Me vuelvo y miro detrás de mí. La viga está cruzada en el pasillo, todavía ardiendo, enviándonos el calor y las llamas. Caen más escombros encima, y los trozos que todavía no se están quemando pronto arderán.

Sarah no para de gritar. En este espacio minúsculo está haciendo tanto ruido como Mia. Miro de nuevo las llamas: estamos atrapados aquí. Cada vez hace más calor, pronto arderá el marco de la puerta y las llamas penetrarán en el interior con nosotros. Naranja, amarillo y blanco. Es demasiado brillante, demasiado brillante, pero no puedo apartar la mirada. Hay un rostro en las llamas. «Junior se tambalea hacia atrás, agarrándose el estómago y cae, cae, cae. Las llamas me tienen rodeado. Me están derritiendo la piel, asándome por fuera.»

Llega la primera llama, que lame todo el marco de la puerta. Me deslizo fuera de su alcance por encima de los vidrios rotos hasta que me encuentro directamente frente a Sarah. Tengo su boca cerca del oído y todavía está chillando.

– ¡Sarah! -le grito-. Tienes que parar. Estás asustando a Mia.