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Sus chillidos se convierten en palabras.

– ¡El fuego! Ya está aquí. Estamos atrapados.

– Lo sé.

– ¿Qué vamos a hacer?

Mirar hacia afuera por la puerta del armario es como mirar dentro de un horno. Es una locura salir ahí. Debería darle la espalda, poner los brazos alrededor de Sarah y Mia, y mantenerme en esa posición hasta el final. Debería decirles que las amo, cerrar los ojos y mantenerlos así. Encontrarán cuatro cuerpos aquí.

– ¿Adam? ¿Adam?

Me mira esperando una respuesta, pero no tengo ninguna. No tengo ningún plan y estoy tan aterrado como ella. Pero, entonces, su número vuelve a aparecer ante mí y me acuerdo de lo que significa. Vamos a envejecer juntos. Ella morirá sin sufrir. No estamos destinados a morir aquí. El de Sarah es un número que no quiero cambiar. Me he aferrado a él desde el primer momento en que la vi. Me aferraré a él ahora.

– Vamos a tener que atravesar el fuego. -Es nuestra única opción.

– No puedo. No puedo.

– Voy a salir primero para ver cómo está ahí afuera. Entonces, cuando te lo diga, sales. Vamos a pasar juntos por esto.

Ella ya no grita, pero está llorando, con un ruidoso gimoteo.

– Podemos hacerlo, Sarah. Podemos hacerlo.

Sé cómo nos vamos a sentir. He estado aquí antes.

«No pienses. No pienses. Hazlo y ya está. Hazlo. ¡Hazlo ahora!»

Me alejo de Sarah arrastrando los pies y pongo la mano en la parte inferior del marco de la puerta. La pintura forma ampollas por el calor. Me inclino hacia delante y hacia fuera, tratando de mantenerme a poca altura. El calor me deja sin respiración. Parece que estamos rodeados por las llamas. Sé que la parte delantera de la sala está bloqueada, por lo que nuestra mejor posibilidad es siguiendo el camino por el que hemos llegado aquí, pasando de nuevo por la cocina, por donde he enviado a la abuela. El fuego está tan cerca que no puedo ver lo que sucede al otro lado. ¿Se ha derrumbado el techo de la cocina o está despejado? No hay tiempo para comprobarlo. El pelo de mi cabeza arde: me estoy quemando aquí donde estoy.

– ¡Sarah, tenemos que irnos ahora!

Me mira fijamente en la oscuridad como un animal acorralado, pero no se mueve.

– No puedo.

– La abuela ha pasado. Está bien. Y tú tienes que hacerlo ahora. ¡Rápido!

Se mueve hacia delante de rodillas, sosteniendo a Mia cerca de su cuerpo. La cojo por los codos y la ayudo a levantarse y salir. Tiene los ojos rojos y lucha por mantenerlos abiertos contra la luz y el calor.

– Oh, Dios mío, no puedo. No puedo.

Se agacha.

– Son cuatro pasos y ya habrás cruzado. Son solo cuatro pasos.

– No puedo hacerlo. Oh, Dios mío.

– No tenemos tiempo para esto.

Estoy encorvado sobre ella, de pie entre ella y las llamas. Puedo sentir como se me chamusca la carne de la espalda debido al calor.

– Dame a la niña. Dame a Mia.

Entonces me mira: veo las llamas reflejadas en sus ojos y en todo este caos hay un momento de quietud entre nosotros. Los dos sabemos que estamos justo en medio de su pesadilla.

Así es.

Así es como sucede.

Ella vacila durante uno, dos segundos. La parte de atrás de mi sudadera está en llamas, puedo sentirlo.

– ¡Sarah! ¡Dame a la niña!

Ella me pasa a Mia.

– ¡Ahora vete!

Da unos pasos alejándose de mí. Durante una fracción de segundo, su cuerpo es una forma negra contra las llamas y luego desaparece. Mia está llorando y yo también. Pensaba que conocía el dolor. Pensaba que había conocido el terror. Estaba equivocado.

Esto es dolor.

Esto es terror.

Cojo a Mia apretándola contra mi cuerpo, enroscándome sobre ella, protegiéndola con los brazos.

Y entro en el fuego.

Sarah

Él dice que sólo son cuatro pasos. Uno, dos, tres, cuatro. Los números están en mi cabeza mientras me alejo de él, y de Mia. Mi mente les grita mientras el calor me golpea el cuerpo. Cierro los ojos y camino.

Uno, dos, tres, cuatro.

Abro los ojos pero todavía estoy dentro del fuego. Todo arde furiosamente a mi alrededor. ¡Ha mentido! ¡Me ha mentido! Yo confiaba en él y me ha engañado, y ahora él está ahí, con ella, y nunca volveré a verles.

Me doy la vuelta. Tengo que volver. No debería haberle dejado a Mia. El calor me obliga a cerrar de nuevo los ojos y, en vez de a Mia, veo a Adam, sus ojos de color marrón oscuro mirándome directamente, directamente a mi interior. Siento su rostro, la primera vez que le tendí la mano desde el otro lado del pupitre en la escuela y le toqué, y luego su piel tan suave. Adam. El chico que vino a buscarme, una, dos, tres veces. Que me llevó a su casa. Que me cedió su cama. Que se quedó en Londres cuando debería haber escapado. Que me besó.

Y luego alguien me coge de la mano y me da la vuelta, sus dedos huesudos apretando los míos.

– Es por aquí. Sólo unos pasos más.

Mantengo los ojos cerrados y empiezo a caminar de nuevo. El suelo está hecho un desastre y mis pies siguen tropezando con cosas. Los levanto, tratando de pasar por encima, a través, rodeándolos; todo con los ojos bien cerrados.

Y de repente ya no hace calor. El estruendo ha desaparecido de mis oídos. Estoy en el otro lado, en la cocina.

Hay un hueco donde estaba el cuerpo de mi padre, y un rastro a través de los escombros hasta la puerta de atrás. Hay gente que viene corriendo. Unas manos me dan unas palmaditas donde mi ropa está ardiendo y me llevan afuera. Unas voces me lanzan preguntas. El aire fresco me golpea los pulmones, entrando a la fuerza a través del humo que hay dentro de mí.

Trato de librarme de las manos, de las voces. Quiero volver. Quiero estar con Adam y Mia. Tengo que ir a por ellos.

Las voces se unen en un coro, en un grito colectivo.

– ¡Mirad!

Me doy la vuelta y Adam está cruzando la puerta de la cocina. Está ardiendo, con llamas que salen de su ropa y su cabello mientras camina.

– ¡Oh, Dios mío!

Luego está rodeado de gente. No lo veo a través del muro de espaldas, piernas y pies.

– ¡Adam! -chillo-. ¡Adam!

El muro se rompe y lo veo, en el suelo, envuelto en algo de los pies a la cabeza. Le hacen ir rodando de un lado a otro. Y a través de todo ese ruido, de los chillidos y los gritos, mis oídos captan la voz que necesito oír, que significa tanto para mí, que forma parte de mí. Mia. Está llorando. Está viva.

Cruzo corriendo la multitud y me abro paso en la distancia. Ahora están desenvolviendo a Adam, quitándole la manta. La gente enmudece cuando queda al descubierto: su cabeza, sus hombros, su pecho. Está de lado, de espaldas a mí. En la parte posterior de su cabeza no tiene nada de pelo, y su ropa se ha quemado. Tiene la piel llena de ampollas, deshecha.

Tiene los ojos cerrados; su parte delantera, su cara y sus brazos, no están tan mal. Ha sido su espalda la que ha sufrido el calor y Mia todavía continúa en sus brazos.

– Déjenme -digo y deslizo con cuidado las manos por debajo de su cuerpo y la levanto alejándola de él. Está llorando, pero en cuanto la cojo, siento que su cuerpo se relaja. El llanto amaina y, con unos últimos sollozos estremecidos, se detiene y abre los ojos.

– Mia -digo-. Mia.

Ella me mira fijamente con sus ojos tan azules.

– Mia, ahora estás a salvo. Todo va bien. Ahora estás a salvo.

– ¿Está bien?

La voz de Adam es un susurro. Sus ojos también están abiertos.

– Sí -digo-, está bien. Mira, está bien. La has salvado.

La sujeto cerca de su cara para que pueda verla, pero vuelve a cerrar los ojos.

– No puedo -dice-. No puedo mirar.

– Sí, sí, puedes. Ella está bien.

Mia hace gorgoritos y extiende un brazo hacia él. Los diminutos pelillos de su piel están chamuscados, pero su piel es sonrosada, saludable y perfecta. Ella le toca la cara y él abre los ojos.