Me quedo paralizada. Su número era hoy. «Oh, Dios mío, Dios mío.» Me inclino un poco más para que mi oído quede junto a su boca. Está hablando entre dientes. Una lista de números. No puedo entenderlos.
– Dos. Veinte. Dos…
– ¿Adam? Adam, ¿qué estás diciendo?
– El número de Mia -dice, aunque su voz no es más que un susurro- ha cambiado.
– Oh, Dios mío. ¿Quieres decir que ella está bien? ¿Que va a estar bien?
– No sé. No lo entiendo.
– ¿Por qué? Si no es hoy, entonces debe estar bien, ¿no es así? Adam, dime. Dime el número de Mia.
– 2022054 -murmura-. Ahora es el mismo que el de la abuela. Tengo que decírselo. ¿Dónde está? ¿Dónde está la abuela?
Me incorporo y busco entre la multitud de rostros que miran hacia abajo, hacia nosotros. Estará en algún lugar muy cerca, pero no la veo. Flexiono las piernas y me retuerzo tratando de ver a través de todas las piernas, detrás de ellas.
Y entonces me doy cuenta: no la he visto desde que Adam le rodeó los hombros con el brazo y la envió a las llamas. No estaba en el jardín cuando he salido, pero la he oído en el fuego. He notado su mano guiando la mía. ¿No es así?
– Sarah. -Ahora Adam me mira directamente-. Sarah, ¿dónde está la abuela?
Adam
Él no la dejará entre los escombros. Está herido, gravemente herido. Tenemos que llevarlo al hospital para que alguien pueda curarle las quemaduras de la espalda, pero no nos lo permitirá.
– Está ahí dentro -dice, mirando hacia la casa-. La abuela está ahí dentro. No me voy a ninguna parte.
Si tuviera fuerzas, volvería a entrar, pero las llamas son demasiado intensas y, además, Adam está destrozado. Sólo ha conseguido escapar con su propia vida. La suya y la de Mia.
No hay equipos de bomberos para apagar las llamas, sólo una pandilla de vecinos viendo impotentes cómo se quema la casa. Se alejan uno a uno, de regreso a sus propias casas destrozadas, o para ver si pueden encontrar ayuda. Nos quedamos en el jardín -Adam, Marty, Luke, Mia y yo- vigilando y esperando. Esperamos hasta que se extingue el fuego y la columna de humo se reduce a casi nada. Pasamos la noche acampados mientras a unos metros de nosotros resplandecen las brasas.
Por la mañana queda claro lo desesperado de nuestra tarea. Toda la casa se ha derrumbado, reducida a un confuso montón de cenizas, madera quemada y metal… y, en alguna parte, huesos humanos. Mi mamá está ahí dentro, al igual que Val.
Adam mira fijamente los restos humeantes.
– Adam -digo-, no podemos.
Quiero salir de aquí y encontrar alguna ayuda para él. Durante la noche, la piel de su espalda se ha hinchado y se le han formado ampollas. Él dice que no le hace daño, pero a mí me duele mirarlo. No sé cómo alguien con unas quemaduras tan graves todavía puede estar vivo, pero me alegro de que él lo esté. Es cierto lo que dicen: no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes. Y yo he estado a punto de perder a Adam. Creo que lo perdí. Se fue y regresó.
– Ha muerto -digo, con tanta dulzura como puedo-. Lo siento mucho.
– No podemos dejarla aquí.
De pronto estoy de regreso en Carlton Villas, y Val está mirando fijamente los escombros de lo que había sido su casa. Ella no quería irse, pero yo la obligué. Y ahora voy a tener que hacer que Adam la deje a ella.
– No podemos hacer nada más por ella -digo-. Tenemos que encontrar un médico. Necesitas uno.
– ¿Por qué?
Pienso que está preguntando por sus quemaduras. Él no puede verse a sí mismo, no por completo, de manera que no sabe lo mal que están, pero entonces dice:
– ¿Por qué ha muerto, Sarah? ¿Cómo pudo cambiar su número?
– No lo sé. Val pensaba que tú podrías cambiar los números. Ella me lo dijo, y creo que lo has hecho, Adam. No sé cuánta gente ha salido de Londres, pero deben de ser cientos, quizá miles. Tú los has salvado. Y a Mia.
Entonces me mira.
– No sé nada de los cientos y los miles. No sé cuáles eran sus números, pero Mia… Ella es diferente. Tú sabías el número de Mia -dice.
– Sí, lo vi en tu libreta.
– Yo estaba equivocado. Los números que vi estaban mal.
– No, los viste, pero han cambiado. Tú lo has conseguido.
Entonces mira hacia otro lado y los ojos se le inundan de lágrimas.
– Yo quería salvar a Mia, pero nunca hubiera… Nunca…
No tiene que acabar la frase. Lo sé: él nunca hubiera hecho daño a su abuela.
– ¿Lo he hecho yo, Sarah? ¿La he matado yo?
– No, por supuesto que no. Tú has salvado a gente, tú… -Me detengo. Él vuelve a mirarme y sus ojos se ven muy atormentados. Quiero decir lo correcto, hacerlo lo mejor posible, pero hay algunas cosas que nadie puede hacer mejor. Y hay algunos momentos en que las sandeces simplemente no sirven de nada-. Adam, no lo sé, no entiendo nada de los números, no sé cuáles son las reglas. Tal vez fuiste tú, puede que fuera Val. Ella deseaba ayudar. Ella te quería mucho, Adam. Era una mujer fuerte.
– Yo la odiaba, Sarah. Yo la odiaba… pero también la quería. Nunca se lo dije.
– No necesitabas hacerlo. Ella lo sabía pese a todo.
– ¿Lo sabía?
– Claro que sí.
Sacude la cabeza y mira hacia otro lado.
– Adam -digo-, has salvado miles de vidas. Eres un héroe.
Ahora no me mira ni responde. Pero uno de sus ojos derrama una lágrima que le corre por la piel de su rostro lleno de cicatrices.
Sarah
Nos quedamos en Londres durante semanas, primero en el hospital de campaña instalado en Trafalgar Square y luego, cuando me dicen que estoy fuera de peligro y que mis quemaduras están empezando a sanar, en el campamento de Hyde Park. No sé a qué esperamos. Supongo que pensamos que las cosas pronto volverán a la normalidad, pero a medida que los días se convierten en semanas, nada parece cambiar, excepto que las colas se alargan y nuestros repartos diarios de comida se reducen.
La ciudad está completamente a oscuras por la noche. La red de suministro eléctrico nacional todavía no funciona. Aquí tenemos generadores, pero nos apagan la luz a las diez y está oscuro como la boca de un lobo hasta el amanecer.
En nuestra tienda de campaña somos cinco, pero parece que seamos quinientos después de otra noche con los niños haciendo travesuras, moviéndose inquietos y llorando. No es culpa suya. Lo que Sarah veía en sus pesadillas ahora nos pertenece a todos, incluso a los niños, especialmente a ellos. Cuando uno de los niños empieza a llorar, despierta al otro que, a su vez, también empieza a llorar y nos despertamos todos. Sarah hace lo que puede, pero no es a ella a quien quieren por la noche. Es a su madre, que ya no volverá a abrazarlos.
Yo también tengo pesadillas. Veo lo mismo una y otra vez: una figura menuda que se aleja de mí entre las llamas. No puedo alcanzarla. No me oye gritar. Nunca se da la vuelta. Sólo estoy ahí, viendo cómo las llamas se apoderan de ella.
Sarah apenas duerme, siempre está pendiente de los niños y de Mia. El caso es que la niña no da problemas. No llora. Come, duerme y vuelve a comer un poco más. Se podría pensar que un bebé de tres meses tendría que ser el que dé más problemas en un lugar como éste, pero es pan comido: tranquila, estable, incluso feliz. Cuando tengo los nervios de punta, cuando creo que no puedo aguantar más, la cojo, la abrazo y empiezo a sentirme humano de nuevo.
Los soldados que están a cargo del campamento empiezan a racionar el agua y sé que ha llegado la hora de irse.
– ¿Adónde vamos a ir? -pregunta Sarah.
– No tengo ni idea. A algún lugar donde crezcan cosas para comer. A algún lugar que esté cerca de un río, para que podamos tener toda el agua que necesitemos. A algún lugar que esté cerca de un bosque, para que podamos quemar cosas y no pasemos frío.