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negociaciones llena de papeles y de cifras.

– Le he pedido a Dios que me inspire en este tramo final de las negociaciones.

– Le creo muy inspirado, eminencia. Ahí constan las últimas concesiones de su santidad: la devolución a Ferrara de las ciudades de Cento y Piave de Cento, beneficios eclesiásticos para su hermano Giulio, la opción al capelo cardenalicio para Gianluca Castellini, el consejero del duque de Este. Más, lo siento, es imposible.

– ¿Imposible?

– Imposible.

Suspira angustiado pero resignado el cardenal.

– Dios quiera que el duque sea tan comprensivo como yo.

La comprensión se ha vuelto silencio. Remulins le fuerza la respuesta con un ultimátum perentorio.

– Sí o no.

– Amén.

Sonríe Remulins satisfecho.

Sale al balcón y hace una señal dirigida al patio. Casi en coincidencia con la señal empiezan a estallar fuegos artificiales que se alzan sobre la línea del cielo de Roma. Las luces iluminan el rostro impasible de Remulins, el fatigado de Hipólito de Este, el angustiado de Burcardo, y en otro balcón Lucrecia, Adriana y el viejo cardenal Costa reciben en pleno rostro el impacto del mensaje que conmueve a Roma. Lucrecia pregunta.

– ¿Qué celebramos?

Adriana no le contesta, pero sí el viejo cardenal.

– El anuncio de su boda con Alfonso de Este.

Se despierta sudando y convulso el papa y tarda en recuperar el sentido del mundo de la habitación.

Se seca el sudor y se asoma a la ventana de una Roma sobre la que campanean las señales de la fiesta.

Idéntica convulsión amanece con Lucrecia, presa de una secreta premonición salta de la cama y acude al lecho donde duerme su hijo Rodrigo. A su lado, en duermevela, el aya que lo cuida. Coge Lucrecia a su hijo entre sus brazos.

Es gravedad todavía lo que lleva en el rostro Alejandro Vi cuando acude al salón del trono, donde toda la familia aguarda la despedida de Lucrecia, ella al frente de su séquito, los enviados de Ferrara con el cardenal Hipólito en cabeza, Burcardo, Remulins, César y sus hombres, Vannozza y Carlo Canale, Adriana, Giulia Farnesio. Bendice Alejandro a Lucrecia, arrodillada, luego la alza y le besa las mejillas, los ojos del papa llenos de lágrimas, los de Lucrecia indiferentes, los labios del padre temblorosos por la ternura.

– Con el corazón triste, pero el ánimo gozoso, te envío a la corte de Ferrara, donde te espera tu legítimo esposo, ya casados por poderes, Alfonso de Este.

Y un sollozo contenido detiene la despedida oficial para que Alejandro diga.

– "Adeu, floreta meva, adeu.

No et deixes ferir, colometa, i si et fereixen torna a aquest niu" (2).

Por los ojos claros de Lucrecia pasa la despedida de su padre y antes de partir se deja abrazar por una Vannozza dramática que repite insistentemente hija mía, hija mía.

Cierra los ojos Lucrecia para asumir el abrazo de César y el beso en las dos mejillas de Giulia Farnesio. Su mirada busca a un niño sostenido por una aya y le envía la ternura que no puede propiciar el gesto; sí puede abrazar a su otro hijo Rodrigo, bloqueado ante los excesos de su madre y entregado finalmente a la custodia [15]del ama. Los ojos de Lucrecia tardan en desprenderse de los dos niños y finalmente abarcan, como si fuera por última vez, el friso colectivo de los hombres y mujeres que la han hecho tal como es. De uno en uno, de una en una, la mirada de Lucrecia se los queda para siempre.

– Hasta nunca -musitan sus labios, y desatiende con una sonrisa los brazos tendidos de su padre para dar la espalda e iniciar la marcha hacia Ferrara.

Esos brazos tendidos que recuerda como un intento de Roma de retenerla más que de despedirla durante las horas, los días de viaje. Ojos saturados de caballos, postas, calesas. Es en una calesa donde Adriana le confiesa su cansancio.

– Un viaje tan largo, Lucrecia. Lo han convertido en un espectáculo. Allí donde paramos allí nos espera la recepción, el banquete, los fastos. No puedo más.

– Es más largo de lo que supones, Adriana. Yo no volveré nunca a Roma.

– ¿Qué dice mi niña? ¿Nunca volverás a Roma? ¿Tanto esperas de este matrimonio?

– Tanto espero de mí misma.

Nunca he estado tan a solas conmigo misma. Mi marido es un accidente. De hecho él cree que yo soy una ramera vaticana más.

– ¡No quiero oírte decir tamañas bajezas! ¿Quién puede pensar eso de mi niña?

Se han santiguado las dos jóvenes damas que completan la población de la calesa y contemplan atemorizadas a una plácida Lucrecia por cuyo rostro pasan los paisajes sucesivos que la van acercando a su destino. La comitiva de damas y delegados que finalmente se entrega a la placidez balsámica de la embarcación que río abajo los conducirá hacia Ferrara, hacia los ventanales desde los que la familia

Este espía el desembarco de la hija política.

– Menos de lo que me esperaba.

Creía que era una gata rubia y sólo es una coneja rubia.

Comenta Isabel de Gonzaga.

– Este séquito será mi ruina.

En cuanto podamos hay que aligerarlo de tantos romanos y romanas.

Aquí en Ferrara se le puede constituir una corte más barata.

Se queja Ercole de Este, junto a la presencia aseverante de su hijo el cardenal. Más allá Alfonso se distrae construyendo formas con migas de pan amasadas, y Francesco de Gonzaga ha buscado una ventana en exclusiva para presenciar la llegada de Lucrecia por el río, mientras atruenan las salvas de los cañones. Sus ojos la buscan y se recrean en la contemplación, hasta que la familia se pone en marcha para salir al encuentro, y él secunda sus movimientos, para convertirse en una figura secundaria mientras Ercole abraza a su nuera. Isabel quisiera besarla sin tocarle las mejillas con los labios, ni desviar los ojos que tienen necesidad de apoderarse de todo lo que emana de la recién llegada.

Lucrecia no atiende demasiado a su cuñada, en estudiado gesto de distancia, y sí busca a Alfonso, que con mirada irónica pero gesto cortés le rinde pleitesía. Tiende la mano a su cuñado Francesco de Gonzaga y en el cruce de miradas se sostiene la simpatía del tacto que las manos prolongan. Pero no hay tiempo que perder y la comitiva deposita a Lucrecia en sus habitaciones, enormes y frías, junto a Adriana del Milá, que no tiene palabras, ni siquiera cuando en el dintel se impone la poderosa silenciosa figura de Alfonso de Este, invitación muda para que Adriana se vaya. En los labios de Alfonso baila una ramita masticada y con el pie cierra la puerta que ha dejado abierta la cortesana. Le espera Lucrecia junto al lecho y hacia ella avanza su marido, pero se detiene mientras busca un punto en el suelo que le ayude a empezar su discurso. No lo encuentra, y es Lucrecia la que avanza.

– Ha sido un hermoso recibimiento.

– Sin duda. Sin duda.

Baila la mirada de Alfonso sobre el cuerpo de la mujer y finalmente sus labios dicen:

– Parece ser que estamos casados.

– Estamos casados por poderes.

– Bien. Entonces.

Y sin añadir palabra empieza a desnudarse Alfonso y tan desnudo queda que parece un intruso en la cámara tan vestida de tapices y colchas como la novia de rosa, con rosas en la frente y los ojos que sólo miran los del hombre, lo único que le parece vestido, lo único que no traduce intención alguna, como si los ojos de Alfonso contemplaran sólo una circunstancia.

– ¿Prefieres hacerlo vestida?

¿Prefieres que te desnude? Soy hombre de gestos torpes.

Cierra los ojos Lucrecia y se desviste, para luego acudir al lecho y estirarse, con los ojos en el dosel, una mano en cada pecho, las piernas primero cerradas, luego abiertas a medida que se acerca el hombre. Salta sobre ella más que se sube y la penetra con ayuda de una mano que ha encontrado la dirección correcta, para seguir una monta jadeante, contundente, despreciativa de la cabalgadura, llena de posesiones, con las manos que aprietan la cara, los hombros, los senos, las nalgas de Lucrecia mientras Alfonso susurra:

– ¿Con quién estás follando?

¡Di mi nombre! ¡Quiero que digas mi nombre! ¿Quién te folla?

¿Quién te folla?

Tiene una cierta naturalidad la voz de Lucrecia cuando responde:

– Alfonso, tú.

– ¡Alfonso qué más! ¿Cuántos Alfonsos te han follado? ¡Alfonso qué más!

– Alfonso de Este.

– ¡De Este! ¡Eso es! ¡De Este…! ¡De Este! ¡De Este!

Y cada vez que pronuncia su apellido, Alfonso arremete como si lanzara las últimas estocadas que le quedan, hasta caer vacío sobre el cuerpo de Lucrecia, en el que los ojos conservan una extraña libertad divagante por cielos que sólo ella ve. Se repone Alfonso de la cabalgadura y salta del lecho sin mirar a su mujer. Son los ojos de Lucrecia los que persiguen su marcha de la alcoba para ganar pasillos que le llevan a la fragua perpetuamente encendida donde los vulcanitas le ven llegar subrayado por el fuego y se aplica Alfonso al trabajo con las manos mientras los ojos estudian amorosamente la maqueta de cañón que trata de reproducir.

Pasea nervioso Ercole de Este, sentada Lucrecia, respaldada por Adriana en pie, plácidas las mujeres aunque estudiosas de las idas y venidas del duque.

– No me es grato lo que voy a decir. Pero han pasado meses, tiempo suficiente para que pueda expresarte mis desasosiegos, a la par que mis satisfacciones. Es imposible mantener tu séquito aquí.

Ni siquiera con las importantes ayudas de su santidad. Tampoco veo la necesidad de una corte extranjera. Hay damas, poetas, músicos ferrarenses que podían componer una corte brillante, como la que mi hija Isabel tiene en Mantua.

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[15] (2) "Adiós, florecilla mía, adiós. No te dejes herir, palomita, y si te hiriesen vuelve a este nido."