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»Ya he dicho que mister Leverson siente un valor fanfarrón, de manera que se deja llevar y dice a su tío todo lo que opina de él. Le desafía, le insulta, y como el tío no responde se va animando y repite todo lo que ha dicho en voz cada vez más alta. Pero al fin el silencio ininterrumpido de sir Ruben le llena de súbita aprensión. Se aproxima a él, le pone la mano en un hombro, y a su contacto el cadáver se escurre de la silla y cae inerte al suelo.

»El hecho le disipa la borrachera. Mientras cae la silla con estrépito, él se inclina sobre sir Ruben. Entonces se da cuenta de lo ocurrido, retira la mano y la ve teñida de rojo. Presa de pánico, daría cualquier cosa por no haber proferido el grito que acaba de salir de sus labios y que ha despertado ecos dormidos en la casa. Maquinalmente recoge la silla, sale a la escalera y aplica el oído. Cree oír ruido procedente de abajo e inmediatamente simula hablar con su tío.

»El sonido no se repite. Convencido de su error, seguro de que nadie le ha oído, se dirige a su habitación en silencio y allí se le ocurre que lo mejor será afirmar que no ha ido a la habitación de la Torre en toda la noche. Por eso refiere siempre la misma historia. Parsons no dijo nada en un principio para no perjudicarle. Y cuando lo dijo era tarde para que mister Leverson pensara otra cosa. Es estúpido, es obstinado, y por eso se aferra a su historia. Dígame, monsieur, ¿cree posible lo que le digo?

—Sí, si sucedió como usted lo cuenta, es posible —repuso el abogado.

—A usted se le ha concedido el privilegio de ver a mister Leverson —dijo—. Explíquele lo que acabo de referirle y pregúntele si es o no cierto.

Poirot alquiló un taxi en cuanto se vio en la calle.

—Harley Street, número 348 —dijo al taxista.

* * *

La partida de Poirot cogió a lady Astwell de sorpresa porque el detective no había hecho mención de lo que pensaba hacer. A su regreso, tras de una ausencia de veinticuatro horas, Parsons le comunicó que la dueña de la casa deseaba verle lo antes posible. Poirot encontró a la dama en su boudoir. Estaba recostada en el sofá, con la cabeza apoyada en los almohadones, y parecía hallarse enferma, así como mucho más apesadumbrada que el día de la llegada del belga a Abbots Cross.

—¿Conque ha vuelto, monsieur Poirot?

—He vuelto, milady.

—¿Fue usted a Londres?

Poirot hizo seña de que sí.

—¡Sin embargo, no me lo dijo! —exclamó vivamente lady Astwell.

—Perdón, milady. Debía hacerlo así. La prochaine fois...

—¡Hará exactamente lo mismo! —interrumpió lady Astwell—. Primero actúa y luego se explica. Es su divisa, lo veo.

—¿Quizá también por ser la divisa de milady? —dijo con un guiño Poirot.

—De vez en cuando —admitió la otra—. ¿A qué fue usted a la capital, monsieur Poirot? ¿Puede decírmelo ahora?

—A celebrar una entrevista con el bueno de mister Miller y otra con el excelente mister Mayhew.

Lady Astwell le dirigió una mirada escudriñadora.

—¿Y ahora...?

Poirot la miró fijamente.

—Existe la posibilidad de que mister Carlos Leverson sea inocente —repuso con acento grave.

—¡Ah! —lady Astwell hizo un movimiento tan brusco que echó a rodar por tierra los almohadones—. ¿Ve cómo tengo razón, lo ve?

—Fíjese que he dicho la posibilidad, madame.

El acento con que profirió estas palabras el detective llamó la atención de lady Astwell, e incorporándose sobre un codo le dirigió una mirada penetrante.

—¿Puedo servirle de algo? —interrogó después.

—Sí —Poirot hizo una señal afirmativa—. Dígame, lady Astwell, ¿por qué sospecha de Owen Trefusis?

—Porque sé que es el criminal. Eso es todo.

—Por desgracia no basta eso. Esfuércese por recordar, madame, la noche fatal. Pase revista mental a los detalles, a los acontecimientos más insignificantes. ¿Qué dijo o hizo el secretario durante ella? Porque haría o diría algo, no cabe duda...

Lady Astwell movió la cabeza.

—La verdad —confesó— es que apenas reparé en él.

—¿Le preocupaba otra cosa?

—Sí.

—¿La animadversión de su marido por miss Lily Murgrave tal vez?

—Justamente. Veo que lo sabe tan bien como yo, monsieur Poirot.

—Yo lo sé todo —declaró con aire impresionante el hombrecillo.

—Quiero muchísimo a Lily, monsieur Poirot, ya ha podido verlo por sí mismo, y Ruben comenzó a desbarrar. Me dijo que Lily había falsificado las referencias que me presentó y no lo niego: las falsificó. Pero yo misma he hecho cosas peores, porque cuando se trata con empresarios de teatro hay que tener picardía, por esto no existe nada que no haya escrito, dicho o hecho en mis buenos tiempos.

»Lily tenía que ocupar el puesto que se le ofrecía y por esta razón hizo algo reprensible desde su punto de vista, monsieur Poirot, no lo pongo en duda. Pero los hombres son exigentes y poco comprensivos y a juzgar por el escándalo que armó Ruben cualquiera hubiese dicho que había sorprendido a Lily robándole millones de libras. Yo, la verdad, me disgusté mucho, porque si bien usualmente conseguía calmar a mi marido, aquella noche estuvo terriblemente obstinado el pobrecillo. De manera que ni reparé en el secretario ni creo que nadie reparara tampoco en él. Sé que estaba en casa, eso es todo.

—Sí; mister Trefusis carece de una personalidad acusada, ya me he fijado —dijo Poirot—. No tiene el menor relieve.

—En efecto. No se parece a Víctor.

—Mister Víctor Astwell es... explosivo en alto grado, ¿verdad?

—Sí, explosivo es la palabra adecuada —dijo lady Astwell—. Sus palabras, sus actos, tienen mucha semejanza con esos fuegos artificiales que se lanzan en las playas.

—Tiene el genio vivo, ¿no es cierto?

—Oh, cuando se le hostiga es un perfecto demonio, pero vea lo que son las cosas, no me inspira el menor miedo. Víctor ladra, pero no muerde.

Poirot fijó la vista en el techo.

—¿De manera que no puede decirme nada acerca del secretario? — murmuró.

—Ya se lo he dicho y lo repito, monsieur Poirot. Nada sé. Me guía una intuición únicamente.

—Con ella no se ahorca a un hombre, y lo que es más; tampoco se salva a un hombre de la horca. Lady Astwell, si cree sinceramente en la inocencia de mister Leverson y supone que sus sospechas tienen un sólido fundamento, ¿me permite llevar a cabo un pequeño experimento?

—¿De qué especie? —preguntó con recelo lady Astwell.

—¿Me permite que la coloque en estado de hipnosis?

—¿Para qué?

Poirot se inclinó hacia ella.

—Si dijera a usted, madame, que su intuición se basa en unos hechos registrados en su subconsciente se mostraría escéptica. Por ello digo, solamente, que ese experimento puede tener suma importancia para mister Carlos Leverson, ese joven infortunado.

—¿Y quién me pondrá en estado de trance? ¿Usted?

—Un amigo mío, lady Astwell, que llega, si no me equivoco, en este momento porque oigo rodar fuera a un coche.

—¿Quién es ese señor?

—El doctor Cazalet de Harley Street.

—¿Es... digno de crédito?

—No es un charlatán, madame, si es esto lo que se figura. Puede ponerse en sus manos sin la menor desconfianza.

—Bueno —lady Astwell exhaló un suspiro—. No creo en esa clase de experimentos, pero probaremos si le parece. Que no se diga que le pongo inconvenientes.

—Mil gracias, milady.

Poirot salió presuroso de la habitación. Poco después regresó acompañado de un hombrecillo jovial, de cara redonda, con lentes, que modificó al punto la idea que lady Astwell se había formado de un hipnotizador. Poirot hizo la presentación.