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– ¿Puedo pedirte un favor… luego?

– Yo diría que sí -su sonrisa era una invitación a seguir hablando.

– Estupendo, pero antes de pasar a los detalles hay cosas más importantes que desearía poner en claro.

A renglón seguido, Bond le formuló una serie de preguntas obvias en rápida sucesión, apremiándola a contestar sin dilación, de modo que no pudiera soslayar ningún detalle ni reflexionar acerca de las respuestas que le solicitaba.

Primero le preguntó si había hablado de él con amigos o compañeros de trabajo el día en que se conocieron por primera vez. Ella dijo que sí, naturalmente. Bond repitió la pregunta, pero referida a otros países. Paula contestó en sentido afirmativo. Él quiso saber con cuánta gente poco más o menos. Ella mencionó algunos nombres, todos ellos lógicos, pues se trataba de amistades íntimas o de gente con la que estaba en contacto por razones de trabajo. El superagente preguntó si había personas ajenas al círculo de ella cuando había hablado de él, personas a las que no conociese. La respuesta fue que entraba dentro de lo posible, pero no recordaba detalles al respecto.

Bond situó sus preguntas en un marco temporal más cercano a los acontecimientos. ¿Estaba alguien con ella en la oficina cuando él llamó desde el Intercontinental? Respuesta negativa. ¿Cabía en lo posible que hubieran oído sus palabras? Tal vez sí, desde la centralita. ¿Había hablado con alguien después de recibir su llamada y comentado que él se encontraba en Helsinki y que pasaría a recogerla a las seis y media para llevarla a cenar. Sólo a una persona.

– Había quedado para salir a cenar con una chica, una compañera de otro departamento. Teníamos que discutir unos asuntos relacionados con el trabajo.

La amiga en cuestión se llamaba Anni Tudeer, y Bond empleó un buen rato en documentarse acerca de su persona. Por fin guardó silencio, se levantó y cruzó la estancia hasta situarse junto a la ventana. Apartó la cortina y atisbó a través del cristal.

Desde el piso de Paula el parque tenía un aire sombrío, casi inquietante; las blancas esculturas proyectaban sombras alargadas sobre el manto de nieve helada. Dos figuras enfundadas en pieles caminaban con paso presuroso por la acera de enfrente. En la calle se veían varios coches aparcados. Dos de ellos eran ideales para una misión de vigilancia; estaban situados en un lugar desde el que se debía de divisar perfectamente la entrada al inmueble. A Bond le pareció advertir señales de vida en uno de ellos, pero optó por desechar la idea hasta que llegase el momento.

Volvió a sentarse en el sillón.

– ¿Has terminado con el interrogatorio? -dijo Paula.

– No ha sido un interrogatorio -Bond echó mano de la maciza pitillera y ofreció a la chica uno de los Simmons fabricados especialmente para él-. Quizás algún día tengas ocasión de presenciar uno de verdad. ¿Recuerdas que te hablé de sí podías prestarme un favor?

– Pide y te será concedido.

Bond explicó que tenía sus cosas en el hotel y que debía ir al aeropuerto. Quería saber si Paula le permitiría permanecer en el piso hasta las cuatro de la madrugada, trasladarse luego al hotel en el coche de ella, pagar la cuenta y «adecentarse» antes de dirigirse al aeropuerto.

– Puedo arreglarlo para que me traigan el coche aquí.

– Tú no vas en coche a ninguna parte, James -su voz adoptó un tono de firme seriedad-. Tienes una herida considerable en el hombro, una herida que tarde o temprano necesitará una cura a fondo. Mira, tú te quedas aquí hasta las cuatro de la madrugada, luego yo misma te llevaré al hotel y al aeropuerto. Pero ¿por qué tantas prisas? El avión no sale hasta las nueve y pico. Puedes reservar pasaje desde aquí.

Bond insistió en que ella no estaría completamente a salvo hasta que se librase de su compañía.

– Si me dirijo al aeropuerto de madrugada te verás libre de mí. Y yo también salgo ganando. En un aeropuerto siempre puedes esconderte en algún sitio donde nadie pueda darte una sorpresa desagradable. Y no pienso utilizar tu teléfono por razones obvias.

Ella convino en lo último, pero se empeñó en conducirle al hotel y a la terminal aérea. Bond, que conocía a Paula, se dio por vencido.

– Tienes mejor cara -Paula le pellizcó la mejilla-. ¿Te apetece beber algo?

– Ya sabes cuál es mi combinado preferido.

La chica se dirigió a la cocina y mezcló sabiamente el martini favorito de Bond. Tres años atrás, en Londres, él le había enseñado a prepararlo; se trataba de una receta que por haber sido publicada en determinadas revistas había ganado carta de adopción entre muchas personas. Después del primer trago, el fuerte dolor que sentía en el hombro pareció atenuarse; tras el segundo sorbo Bond creyó recobrar casi la normalidad.

– Me gusta el vestido que llevas -se estableció una conexión entre su cerebro y el cuerpo, y éste, con o sin herida, respondió en consonancia.

– Bueno… -ella sonrió con cierta timidez-, la verdad es que lo tenía todo preparado para cenar en casa. No tenía intención de salir. Estaba ya lista para recibirte cuando esos… cuando esos brutos se presentaron aquí. ¿Qué tal el hombro?

– No me impediría jugar al ajedrez… o al jueguecito que tú quieras.

Con un solo movimiento ella soltó la cinta y el vestido se abrió por entero.

– Dijiste que yo sabía cuál era tu combinado preferido -susurró con voz insinuante, y añadió-: Bueno, si te ves con ánimos…

– Me veo con ánimos -remachó Bond.

No empezaron a cenar hasta casi las doce. Paula puso una mesa con velas y preparó un menú memorable: perdiz blanca en áspic, salmón asado a la parrilla y una deliciosa mousse de chocolate. Más tarde, a las cuatro de la madrugada, vestida para afrontar el frío exterior, Paula dejó que Bond la precediese para bajar la escalera.

Con la P 7 desenfundada, el superagente aprovechó las sombras del edificio para avanzar un trecho y cruzar la calzada, resbaladiza a causa del hielo, deteniéndose primero junto a un Volvo y luego junto a un Audi. En el Volvo había un hombre que dormía con la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás, sumido en las pesadillas que sin duda sueñan los vigilantes de pacotilla cuando se duermen en el curso de su misión. El Audi estaba vacío.

Bond hizo señas a Paula, que cruzó la calle con paso firme en dirección a su automóvil. Se puso en marcha al primer intento, expulsando nubecillas de humo por el tubo de escape que se condensaban en la gélida atmósfera. La chica conducía con la seguridad propia del que está acostumbrado a manejar un coche por una ciudad cubierta de nieve y hielo durante buena parte del año. En el hotel, Bond hizo el equipaje y pagó la factura sin que surgiera contratiempo alguno, y tampoco les siguió ningún coche sospechoso cuando Paula enfiló en dirección norte, hacia Vantaa.

El aeropuerto de Vantaa se abre oficialmente a las siete de la mañana, pero lo cierto es que hay gente a todas horas. A las cinco de la madrugada el ambiente de la terminal estaba cargado con ese olor acre consecuencia del exceso de tabaco, las tazas incesantes de café y la fatiga que comporta la espera de los trenes y aviones nocturnos que llegan de los rincones del mundo.

Bond no quiso que Paula permaneciese allí más tiempo del necesario. Le prometió llamarla desde Londres lo antes posible y se despidieron con un beso, sin dramatismo.

Una brigada del personal de limpieza fregoteaba la sala de espera principal, donde Bond decidió apostarse. El hombro volvía a dolerle. Varios pasajeros aparecían ovillados en los cómodos sillones, tratando de conciliar el sueño, y un nutrido grupo de agentes del orden paseaban por parejas de un extremo al otro, prestos a sofocar conatos de violencia o confusión que no llegaban a producirse.

A las siete en punto la terminal se animó con la afluencia de nuevos pasajeros. Bond se había colocado ya frente al mostrador de Finnair, para ser el primero en tomar el billete. El vuelo número 831 de Finnair, cuya salida estaba prevista para las nueve y diez de la mañana, iba semivacio.