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Jane Austen

Orgullo y Prejuicio

CAPÍTULO I

Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa.

Sin embargo, poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de tales condiciones cuando entra a formar parte de un vecindario. Esta verdad está tan arraigada en las mentes de algunas de las familias que lo rodean, que algunas le consideran de su legítima propiedad y otras de la de sus hijas.

– Mi querido señor Bennet -le dijo un día su esposa-, ¿sabías que, por fin, se ha alquilado Netherfield Park?

El señor Bennet respondió que no.

– Pues así es -insistió ella-; la señora Long ha estado aquí hace un momento y me lo ha contado todo.

El señor Bennet no hizo ademán de contestar.

– ¿No quieres saber quién lo ha alquilado? -se impacientó su esposa.

– Eres tú la que quieres contármelo, y yo no tengo inconveniente en oírlo.

Esta sugerencia le fue suficiente.

– Pues sabrás, querido, que la señora Long dice que Netherfield ha sido alquilado por un joven muy rico del norte de Inglaterra; que vino el lunes en un landó de cuatro caballos para ver el lugar; y que se quedó tan encantado con él que inmediatamente llegó a un acuerdo con el señor Morris; que antes de San Miguel [L1] vendrá a ocuparlo; y que algunos de sus criados estarán en la casa a finales de la semana que viene.

– ¿Cómo se llama?

– Bingley.

– ¿Está casado o soltero?

– ¡Oh!, soltero, querido, por supuesto. Un hombre soltero y de gran fortuna; cuatro o cinco mil libras al año. ¡Qué buen partido para nuestras hijas!

– ¿Y qué? ¿En qué puede afectarles?

– Mi querido señor Bennet -contestó su esposa-, ¿cómo puedes ser tan ingenuo? Debes saber que estoy pensando en casarlo con una de ellas.

– ¿Es ese el motivo que le ha traído?

– ¡Motivo! Tonterías, ¿cómo puedes decir eso? Es muy posible que se enamore de una de ellas, y por eso debes ir a visitarlo tan pronto como llegue.

– No veo la razón para ello. Puedes ir tú con las muchachas o mandarlas a ellas solas, que tal vez sea mejor; como tú eres tan guapa como cualquiera de ellas, a lo mejor el señor Bingley te prefiere a ti.

– Querido, me adulas. Es verdad que en un tiempo no estuve nada mal, pero ahora no puedo pretender ser nada fuera de lo común. Cuando una mujer tiene cinco hijas creciditas, debe dejar de pensar en su propia belleza.

– En tales casos, a la mayoría de las mujeres no les queda mucha belleza en qué pensar.

– Bueno, querido, de verdad, tienes que ir a visitar al señor Bingley en cuanto se instale en el vecindario.

– No te lo garantizo.

– Pero piensa en tus hijas. Date cuenta del partido que sería para una de ellas. Sir Willam y lady Lucas están decididos a ir, y sólo con ese propósito. Ya sabes que normalmente no visitan a los nuevos vecinos. De veras, debes ir, porque para nosotras será imposible visitarlo si tú no lo haces.

– Eres demasiado comedida. Estoy seguro de que el señor Bingley se alegrará mucho de veros; y tú le llevarás unas líneas de mi parte para asegurarle que cuenta con mi más sincero consentimiento para que contraiga matrimonio con una de ellas; aunque pondré alguna palabra en favor de mi pequeña Lizzy [L2].

– Me niego a que hagas tal cosa. Lizzy no es en nada mejor que las otras, no es ni la mitad de guapa que Jane, ni la mitad de alegre que Lydia. Pero tú siempre la prefieres a ella.

– Ninguna de las tres es muy recomendable -le respondió-. Son tan tontas e ignorantes como las demás muchachas; pero Lizzy tiene algo más de agudeza que sus hermanas.

– ¡Señor Bennet! ¿Cómo puedes hablar así de tus hijas? Te encanta disgustarme. No tienes compasión de mis pobres nervios.

– Te equivocas, querida. Les tengo mucho respeto a tus nervios. Son viejos amigos míos. Hace por lo menos veinte años que te oigo mencionarlos con mucha consideración.

– ¡No sabes cuánto sufro!

– Pero te pondrás bien y vivirás para ver venir a este lugar a muchos jóvenes de esos de cuatro mil libras al año.

– No serviría de nada si viniesen esos veinte jóvenes y no fueras a visitarlos.

– Si depende de eso, querida, en cuanto estén aquí los veinte, los visitaré a todos.

El señor Bennet era una mezcla tan rara entre ocurrente, sarcástico, reservado y caprichoso, que la experiencia de veintitrés años no habían sido suficientes para que su esposa entendiese su carácter. Sin embargo, el de ella era menos difícil, era una mujer de poca inteligencia, más bien inculta y de temperamento desigual. Su meta en la vida era casar a sus hijas; su consuelo, las visitas y el cotilleo.

CAPÍTULO II

El señor Bennet fue uno de los primeros en presentar sus respetos al señor Bingley. Siempre tuvo la intención de visitarlo, aunque, al final, siempre le aseguraba a su esposa que no lo haría; y hasta la tarde después de su visita, su mujer no se enteró de nada. La cosa se llegó a saber de la siguiente manera: observando el señor Bennet cómo su hija se colocaba un sombrero, dijo:

– Espero que al señor Bingley le guste, Lizzy.

– ¿Cómo podemos saber qué le gusta al señor Bingley -dijo su esposa resentida- si todavía no hemos ido a visitarlo?

– Olvidas, mamá -dijo Elizabeth- que lo veremos en las fiestas, y que la señora Long ha prometido presentárnoslo.

– No creo que la señora Long haga semejante cosa. Ella tiene dos sobrinas en quienes pensar; es egoísta e hipócrita y no merece mi confianza.

– Ni la mía tampoco -dijo el señor Bennet- y me alegro de saber que no dependes de sus servicios. La señora Bennet no se dignó contestar; pero incapaz de contenerse empezó a reprender a una de sus hijas.

– ¡Por el amor de Dios, Kitty [L3] no sigas tosiendo así! Ten compasión de mis nervios. Me los estás destrozando.

– Kitty no es nada discreta tosiendo -dijo su padre-. Siempre lo hace en momento inoportuno.

– A mí no me divierte toser -replicó Kitty quejándose.

– ¿Cuándo es tu próximo baile, Lizzy?

– De mañana en quince días.

– Sí, así es -exclamó la madre-. Y la señora Long no volverá hasta un día antes; así que le será imposible presentarnos al señor Bingley, porque todavía no le conocerá.

– Entonces, señora Bennet, puedes tomarle la delantera a tu amiga y presentárselo tú a ella.

– Imposible, señor Bennet, imposible, cuando yo tampoco le conozco. ¿Por qué te burlas?

– Celebro tu discreción. Una amistad de quince días es verdaderamente muy poco. En realidad, al cabo de sólo dos semanas no se puede saber muy bien qué clase de hombre es. Pero si no nos arriesgamos nosotros, lo harán otros. Al fin y al cabo, la señora Long y sus sobrinas pueden esperar a que se les presente su oportunidad; pero, no obstante, como creerá que es un acto de delicadeza por su parte el declinar la atención, seré yo el que os lo presente.

Las muchachas miraron a su padre fijamente. La señora Bennet se limitó a decir:

– ¡Tonterías, tonterías!

– ¿Qué significa esa enfática exclamación? -preguntó el señor Bennet-. ¿Consideras las fórmulas de presentación como tonterías, con la importancia que tienen? No estoy de acuerdo contigo en eso. ¿Qué dices tú, Mary? Que yo sé que eres una joven muy reflexiva, y que lees grandes libros y los resumes.

Mary quiso decir algo sensato, pero no supo cómo.

– Mientras Mary aclara sus ideas -continuó él-, volvamos al señor Bingley.

– ¡Estoy harta del señor Bingley! -gritó su esposa.

– Siento mucho oír eso; ¿por qué no me lo dijiste antes? Si lo hubiese sabido esta mañana, no habría ido a su casa. ¡Mala suerte! Pero como ya le he visitado, no podemos renunciar a su amistad ahora.