Выбрать главу

– ¿Y?

– Y si hay otro sospechoso, esa persona también podría ser un asesino en potencia. Y, maldita sea, Rebecca, esto es algo que no debe tomarse a la ligera.

– Sí, Gabe.

– Incluso en el caso de que esa Tammy Diller no tuviera nada que ver con el asesino de Mónica, aquí está pasando algo raro. Y no creo que necesites verte involucrada en este asunto. Intenta mantenerte lejos de esa mujer, ¿me has oído?

– Claro que te he oído.

Rebecca empujó la puerta y comenzó a salir, pero se volvió y se limitó a mirar a Gabe. Segundos antes estaba sonriendo. Sonriendo con aquella sonrisa perversa que le hacía dudar a Gabe de que le estuviera diciendo la verdad. Pero de pronto había dejado de sonreír. Y había vuelto a sus ojos aquel extraño calor que encendía en Gabe todas las señales de alarma. Durante un aterrador segundo, el detective temió que fuera a abrazarlo otra vez. Y se juró repetidamente que era el miedo el que le aceleraba el pulso, y no la anticipación ante otro posible abrazo.

– Sé que te cuesta creerlo -musitó Rebecca-, pero soy una mujer adulta y sé cuidar de mí misma. Procura dormir, Gabe. Y no pierdas el tiempo preocupándote por mí.

¿Que no se preocupara por ella? Gabe la observó dirigirse hacia su coche, que, advirtió sin ninguna sorpresa, no había cerrado con llave. Rebecca dejaba el coche abierto, creía en el amor y en los príncipes azules y tenía el convencimiento de que el bien prevalecía sobre el mal y nada podía hacerle ningún daño.

¿Cómo suponía que no iba a preocuparse por ella?

Rebecca aparcó el Ford Taurus que había alquilado en el único hueco que encontró en la manzana, tomó aire y miró por la ventanilla. Hacía un calor increíble en Los Ángeles, mucho más que en la fría Minnesota que había abandonado aquella mañana. Y no estaba en absoluto familiarizada con aquella parte de la ciudad. El sol de la tarde brillaba sobre el letrero que anunciaba la calle Randolph. Aquella era la calle que buscaba. Había sido imposible aparcar más cerca del número que buscaba, pero podría recorrer a pie las tres manzanas que la separaban de él.

El barrio, sin embargo, estaba lejos de invitar al paseo. Un grupo de adolescentes con la cabeza rapada y los brazos tatuados monopolizaba una de las esquinas de la calle. Niños de todas las edades holgazaneaban en las puertas de las casas. Las pintadas de las paredes eran como un curso gratuito de educación sexual. Había un hombre tumbado en la acera, y resultaba imposible decidir si estaba muerto o mortalmente borracho; la basura rebosaba los contenedores metálicos y, si Rebecca no se equivocaba, a juzgar por los pañuelos y las camisetas de los jóvenes que veía, aquella calle era propiedad de la banda del Tigre.

Rebecca volvió a tragar saliva, salió del coche y se enderezó pensando que había descrito calles como aquella en infinidad de ocasiones… aunque nunca había estado en una de ellas. Y estaba segura de que a Gabe le daría un infarto si se enteraba de que andaba por allí.

Afortunadamente, Gabe no tenía ningún motivo para pensar que había memorizado la dirección de Tammy Diller antes de entregarle la carta… ni para saber que se había levantado al amanecer y había puesto en funcionamiento todo lo que había proyectado para aquel viaje.

Un niño, ¿de unos doce años quizá?, le silbó cuando pasó por delante de él. Sería un buen padre, pensó Rebecca con objetividad. No, el niño no, Gabe. Le resultaba más reconfortante concentrarse en Gabe que fijarse en el joven que acababa de desenfundar una navaja a su izquierda.

Gabe era un hombre de principios, paciente y protector. Todas cualidades notables para un padre. Ningún cazador de fortunas podría acercarse nunca a sus hijas. A Gabe no le importaba el dinero ni se dejaba dominar por nadie que lo tuviera. Él enseñaría a sus hijos los valores adecuados. Rebecca ni siquiera era capaz de imaginárselo perdiendo la paciencia. Lo único que le había hecho enfadar alguna vez había sido… bueno, en realidad había sido ella.

El beso que habían compartido continuaba presente en su cabeza. Había sido un solo beso. Un beso hambriento. Ardiente. Sexy. A Rebecca siempre le había gustado la idea de dejarse arrastrar por los besos de un hombre, pero era algo que nunca le había ocurrido. Por supuesto, tenía una vasta experiencia en ser besada por hombres más interesados en su dinero que en ella… o por tipos agradables que preferían la tibieza a la pasión. Hombres incapaces de arriesgar, de apreciar el valor del peligro.

La deliciosa perversidad del beso compartido con Gabe no tenía nada que ver con sus potencialidades como padre, pero, desgraciadamente, sí lo tenía su actitud. Gabe nunca había dicho por qué era tan contrario a la familia. Y Rebecca no lo conocía suficientemente bien como para haber tenido oportunidad de hablar sobre ello. Pero siempre había tenido clara la aversión de Gabe hacia la familia. Se preguntaba si aborrecería de la misma forma el papel de un amante. Y se preguntaba también si sería tan concienzudo bajo las sábanas como lo era en el trabajo. Se preguntó si la haría sentirse tan sensualmente peligrosa, tan inmoral como había conseguido hacerla sentirse con un solo beso.

Y se preguntó también si no habría perdido la cabeza al estar pensando en acostarse con Gabe cuando seis muchachos, todos ellos con la camiseta del Tigre, se dirigían, hombro con hombro, hacia ella. Incluso a veinte metros de distancia, podía advertir la frialdad de sus ojos y su actitud altanera. La estaban mirando fijamente a ella. Posiblemente, el vestido de seda verde y los tacones no eran el atuendo más indicado para la ocasión, pero no había tenido forma alguna de prever el tipo de barrio en el que iba a adentrarse. Fuera quien fuera esa tal Tammy Diller, conocía a Mónica. Y Rebecca jamás habría podido imaginar que una conocida de la ostentosa Mónica pudiera vivir en un barrio como aquel.

Por eso había asumido que sería una buena idea ponerse un vestido elegante. En aquel momento, deseó haberse puesto los deportivos en vez de unos tacones de casi diez centímetros. Y un chaleco antibalas en lugar del vestido. El brazalete tintineaba en su muñeca, atrapando los rayos del sol de Los Ángeles y, probablemente, el sol también estaría haciendo brillar la cadena de oro que llevaba en el cuello.

Los seis tipos continuaban acercándose. Uno de ellos con la mirada fija en su garganta. El otro le miraba las piernas. Y los seis formaban un muro impenetrable. Se le ocurrió de pronto la posibilidad de vomitar. No estaba segura de sí vomitar era una forma de disuadir a ladrones o a asesinos, pero cuando Rebecca estaba asustada, las ganas de vomitar se le hacían prácticamente irresistibles. El más alto de los jóvenes dijo algo a sus compañeros. Musitó algo sobre ella que provocó la risa de sus amigos. Rebecca sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Estaban a diez metros. Cinco. Formaron un semicírculo.

Rebecca tragó la bilis. Inclinó la barbilla, reunió todo el valor que pudo y miró al más alto del grupo a los ojos con la más amable de sus sonrisas.

– Hola -dijo alegremente-, ¿podrías ayudarme?

Quizá aquel muchacho nunca había oído nada parecido. Quizá no lo había oído ninguno, porque, durante unos instantes, parecieron perplejos. Pero, entonces, uno de ellos adelantó una pierna.

– Claro que puedo ayudarte -contestó con voz grave, haciendo reír de nuevo a sus compañeros.

– Vaya, eso es magnífico -contestó Rebecca efusivamente-. ¿Conoces por casualidad a una mujer llamada Tammy Diller? Vive en este barrio -bajó la cabeza y buscó en el bolso el papel en el que llevaba apuntada la dirección-, en el número doce mil novecientos setenta de la calle Randolph. Es ese edificio de allí.

– No, no conozco a ninguna Tammy Diller. Pero me encantaría conocerte a ti -acercó el dedo a la cadena que Rebecca llevaba en el cuello.

Bueno, aquello ya era demasiado para seguir fingiendo valor. Rebecca iba a vomitarle encima sin poder hacer absolutamente nada para evitarlo.