peleamos contra los demás soldados a corta distancia y luego cuerpo a cuerpo. No fue aquél a una batal a
breve; los valientes soldados estaban dispuestos a luchar hasta morir. Y al final todos fueron a la muerte.
También murió un número lamentable de mis propios hombres, tanto fuera como dentro de la empalizada.
Ya que en aquel a marcha no habíamos l evado sanitarios para que atendieran a los heridos, y puesto que
al í no había cabal os en los que transportarlos, sólo pude dar instrucciones para que otorgasen una muerte
rápida y piadosa a los caídos que seguían con vida pero que estaban demasiado malheridos para hacer el
camino de regreso.
Aquel a conquista nos había salido cara, pero aun así había sido provechosa. Aquel puesto comercial
albergaba un tesoro de bienes útiles y valiosos: pólvora y bolas de plomo, arcabuces, espadas y cuchil os,
mantas y túnicas, muchos alimentos buenos ahumados o salados, incluso jarras de octli y chápari y vinos
españoles. Así que, con mi permiso, los supervivientes celebramos la victoria hasta que estuvimos bien
borrachos, y cuando nos marchamos a la mañana siguiente no nos teníamos en pie. Como ya había hecho
antes, invité a las familias esclavas del lugar a que vinieran con nosotros, y la mayoría lo hicieron; l evaron
los bultos, bolsas y jarras del saqueo. Al regresar de nuevo a nuestro campamento más al á de las ruinas
de Tonalá, me alegré cuando Nocheztli me dijo que la suya había sido una expedición mucho menos difícil
que la mía. La comunidad de estancias no estaba vigilada por soldados entrenados, sino sólo por los
propios esclavos vigilantes de los propietarios, esclavos que, naturalmente, no estaban armados con
arcabuces ni ansiosos por repeler el ataque. Así que Nocheztli no había perdido ni un solo hombre y sus
fuerzas habían matado, violado y saqueado casi a su antojo. Además habían regresado con grandes
provisiones de alimentos, bolsas de maíz, tejidos y ropa española aprovechable. Y lo mejor de todo, habían
traído de aquel os ranchos gran cantidad de cabal os y un rebaño de ganado casi tan numeroso como el
que Coronado se había l evado consigo al norte. Ya no tendríamos que buscar comida, ni siquiera cazar.
Ahora disponíamos de comida suficiente para sostener a todo nuestro ejército durante mucho tiempo.
-Y aquí tienes, mi señor -me dijo Nocheztli-. Un regalo personal mío para ti. He cogido esto de la cama de
uno de los nobles españoles. -Me entregó un par de hermosas sábanas de lustrosa seda pulcramente
dobladas y que sólo estaban algo manchadas de sangre-. Yo creo que el Uey-Tecutli de los aztecas no
tendría que dormir en el suelo desnudo o en un jergón de paja como cualquier guerrero común.
-Te lo agradezco mucho, amigo mío -le dije sinceramente; y luego me eché a reír-. Aunque me temo que
quizá me inclines a la misma autocomplacencia e indolencia que la de cualquier noble español.
Había más buenas noticias aguardándome en el campamento. Algunos de mis corredores veloces habían
ido a explorar a tierras verdaderamente lejanas, y ahora habían regresado para decirme que la guerra que
yo estaba librando la seguían ya otros además de mi propio ejército.
-Tenamaxtzin, la noticia de tu insurrección se ha extendido de nación en nación y de tribu en tribu, y muchos
están ansiosos por emular tus acciones en nombre del Unico Mundo. Por todo el camino de aquí hacia la
costa del mar Oriental, bandas de guerreros están haciendo incursiones, ataques y retiradas rápidos contra
asentamientos, granjas y propiedades españoles. El pueblo de los Perros chichimecas, el pueblo de los
Perros Salvajes teochichimecas e incluso el pueblo de los Perros Rabiosos zacachichimecas, todos el os
están l evando a cabo esas correrías y ataques sorpresa contra los hombres blancos. Incluso los huaxtecas
de las tierras costeras, que son tristemente famosos desde hace tanto tiempo por su holgazanería, l evaron
a cabo un ataque contra la ciudad porteña que los españoles l aman Vera Cruz. Desde luego, con sus
armas primitivas, los huaxtecas no pudieron hacer al í demasiado daño, pero sí causaron alarma y temor
entre los residentes.
Me complació mucho oír aquel as cosas. Era cierto que los pueblos mencionados por los exploradores
estaban pobremente armados, e igual de pobremente organizados en aquel os levantamientos. Pero me
estaban ayudando a mantener a los hombres blancos intranquilos, aprensivos, quizá en vela durante la
noche. Toda Nueva España ya estaría enterada de aquel os ataques esporádicos y de los míos, más
devastadores. Nueva España, creía yo y esperaba que así fuera, debía de estar poniéndose cada vez más
nerviosa y ansiosa acerca de la continuidad de su propia existencia.
Bien, los huaxtecas y demás podían ingeniárselas para realizar aquel os súbitos ataques y luego escapar
casi con impunidad. Pero yo ahora estaba al mando de lo que era prácticamente una ciudad viajante:
guerreros, esclavos, mujeres, familias enteras, muchos cabal os y un rebaño de ganado, lo que, como
mínimo, resultaba difícil de manejar y de mover de un campo de batal a a otro. Decidí que necesitábamos
un lugar permanente donde asentarnos, un lugar que se pudiera defender con cierta facilidad desde donde
yo pudiera conducir o enviar ya fueran pequeñas fuerzas o fuerzas formidables en cualquier dirección, y
también tener un refugio seguro al que poder regresar. Así que convoqué a varios de mis cabal eros,
quienes, yo lo sabía, habían viajado mucho por aquel as partes del Unico Mundo, y les pedí consejo. Un
cabal ero l amado Pixqui dijo:
-Yo conozco el lugar perfecto, mi señor. Nuestro último objetivo es un asalto sobre la Ciudad de México, al
sureste de aquí, y el lugar en el que estoy pensando queda aproximadamente a medio camino de al í. Las
montañas l amadas Miztóatlan, Donde Acechan Los Cuguares. Los pocos hombres blancos que las han
visto alguna vez las l aman en su lengua las montañas Mixton. Son montañas escarpadas, accidentadas y
entrelazadas con estrechos barrancos. Al í podemos encontrar un val e lo bastante cómodo para albergar
todo nuestro amplio ejército. Incluso cuando los españoles sepan que estamos en aquel lugar, cosa que sin
duda harán, lo pasarán mal para l egar hasta nosotros a menos que aprendan a volar. Si se ponen vigías en
lo alto de los riscos alrededor de nuestro val e, podrán divisar cualquier ejército enemigo que se aproxime. Y
puesto que tal ejército habría de abrirse camino por entre esos estrechos barrancos casi en fila de a uno,
bastaría un puñado de arcabuceros para detenerlos, y mientras tanto el resto de nuestros guerreros podrían
arrojar una l uvia de flechas, lanzas y piedras sobre el os desde arriba.
-Excelente -acepté-. Parece algo impenetrable. Gracias, cabal ero Pixqui. Id, pues, de un lado al otro del
campamento y difundid la orden de que se preparen para marchar. Partiremos al alba hacia las montañas
Miztóatlan. Y que uno de vosotros vaya a buscar a esa muchacha esclava l amada Verónica, mi escriba, y
haga que se presente ante mí.
Fue el iyac Pozonali quien te trajo hasta mí aquel fatídico día. Hacía ya algún tiempo que me había fijado en
que él estaba a menudo en tu compañía y que te contemplaba con miradas l enas de deseo. Ese tipo de
cosas no se me escapa, pues yo mismo he estado enamorado con frecuencia. Yo sabía que el iyac era un
joven admirable, e incluso antes de la revelación que se transparentó entre nosotros aquel día, Verónica,
difícilmente habría podido sentirme celoso si resultaba que Pozonali encontraba también favor ante tus ojos.