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– Después del pasonivel -dijo Barco.

El coche avanzó tres cuadras más, pasando las barreras y saltando sobre las vías del tren. Barco dijo: "Antes de llegar a la esquina" y el coche se detuvo frente a una puerta que comunicaba con un largo pasillo en cuyo fondo se hallaba encendida una lámpara de terrosa luz sucia.

– ¿En serio que no quiere cobrar? -dijo Barco.

– No -dijo-. De veras. Quédese tranquilo. Vaya a buscarme cuando quiera, para ir a la "Arboleda" o a donde quiera. El periodista también.

Barco le estrechó la mano.

– Gracias -dijo.

Abrió la portezuela, a punto de descender, pero se volvió de pronto y se quedó mirándolo.

– Interprételo como quiera -dijo-. Nadie entiende nada. Pero llega1 un momento en que a cualquiera se le puede presentar la oportunidad de vivir: si la deja pasar, o es un estúpido, o es un cretino, o es un santo. -Descendió y cerró la portezuela. Su cara reapareció por la ventanilla-. Hasta la vista -dijo, sonriendo. Se dirigió a la puerta y entró en el largo pasillo iluminado.

Miró su reloj pulsera: eran exactamente las siete y media; oscurecía. A las ocho abandonaba el servicio. Regresó a la terminal, recogió a un pasajero que aguardaba en el extremo de la cola, lo llevó hasta la estación de trenes, y después se encaminó a la pensión. Estacionó, bajó de un salto, se metió en el cuarto de baño, se afeitó, se dio una ducha fría, se puso ropa interior y una camisa limpias, y el saco, la corbata y el pantalón de la tarde, recogió un poco de dinero y regresó a la estación. Eran las nueve menos veinte cuando estacionó unos metros antes de llegar a la parada, cubrió la banderita con la funda de gamuza amarilla y descendió del coche. Fue hasta la puerta del bar de la estación, miró largamente el interior como buscando a alguien entre la concurrencia, y regresó en seguida al Chevrolet.

Ahora el alto edificio de Correos se hallaba bellamente iluminado; dobló hacia la izquierda, pasando frente a los cristales de la planta baja del edificio, un interminable corredor adornado con columnas redondas y amueblado con un mostrador interminable. Había camiones-tanque estacionados en tres hileras, una junto a cada cordón de las veredas y otra en el medio de la calle, separando las manos de tránsito. Entre las frondas de los árboles del parque del Palomar se expandía el rojo resplandor del letrero luminoso de la agencia "Esso". Dobló hacia la derecha, tomando la avenida del puerto. Ahora las palmeras permanecían inmóviles, tocadas vagamente por la luz de los globos del alumbrado, una luz pálida, blanquecina, casi lunar. Dobló frente al Club de Regatas, avanzó paralelamente al paseo, sorteó la boca del puente colgante (las luces rojas de los altos mástiles, contra el cielo límpido, lleno de estrellas, cerca de la clara luna tibia, se encendían y se apagaban rítmicamente, sin cesar, como impulsadas por ráfagas regulares de tiempo) y aumentó la velocidad en la costanera vieja; dejó los faros encendidos. Alguna gente caminaba sobre la vereda del paseo. Había coches estacionados en medio de la avenida. Las blancas fachadas de los chalets fulguraban vagamente a la claridad lunar. Los jardines frontales habían sido casi borrados por la penumbra, que rescataba a la visión algunas puertas y ventanas iluminadas entre los árboles. A setenta kilómetros por hora entró en la nueva costanera. El Chevrolet dejó de vibrar y rodó silenciosamente sobre el liso camino de asfalto. La luna refulgía sobre la vasta superficie del río. Llegó a la parada de ómnibus y tranvías cercana a la rambla, desierta todavía en octubre. Disminuyó la marcha, frenó casi, y dando bandazos dobló hacia la izquierda, pasando a segunda velocidad al tomar la calle, y acelerando levemente. Hizo dos cuadras pasando junto a un ruidoso tranvía iluminado que hacía sonar su dura campanilla avanzando en dirección contraria, y dobló hacia la derecha, internándose en la calle de tierra. Avanzó con lentitud, de nuevo en segunda velocidad, para poder distinguir mejor en la oscuridad, entre los árboles, la casa del cuñado de Dora. Por fin distinguió la puerta de vidrios granulados dorados iluminada por una luz proveniente del interior y detuvo el coche; apagó las luces y descendió.

Caminó por el sendero irregular de ladrillos deteniéndose junto a la puerta; oía voces en el interior de la casa; golpeó las manos. Casi en seguida la puerta de hierro y vidrios granulados dorados se abrió y asomó un hombre joven, de unos treinta y cinco años de edad, bajo, delgado, con una gran cabeza piramidal cuyo vértice era el mentón, y un cabello abundante del color y la consistencia de la paja, mal asentado sobre la cabeza. Tenía una mirada baja y hosca, pero no desagradable. Vestía una camisa de mangas largas arremangadas a la altura del codo y unos pantalones de ferroviario, de un azul descolorido.

– Buenas noches -dijo él-. Venía a buscar a la señorita Dora.

– Un momento -dijo el hombre, cerrando la puerta.

El vio su confusa figura alejarse de los vidrios granulados dorados, hacia el fondo de la casa. "Es para ella", oyó decir a la voz seca del hombre desde el interior. Oyó la voz de Dora sin entender lo que decía. "No sé", respondió la voz del hombre. En seguida oyó el taconeo apurado de Dora, sobre un piso de mosaicos, y de pronto la puerta se abrió, y Dora sonreía.

– Hola, flaco -dijo-. Adelante.

Dora abrió más la hoja de vidrios granulados dorados y se hizo a un lado para dejarlo pasar.

– Hola -dijo, entrando-. Coria va a estar ocupado hasta las diez y media.

Se trataba de una galería de piso de mosaicos, de unos ocho metros de largo, con un techo de cinc sostenido por unas finas columnas de caño, y que terminaba en un alero de chapa con un motivo de flores de lis repetido a todo lo largo de la galería. Sobre la pared se abrían tres puertas iguales, y al fondo, al final de la galería, una puerta más pequeña, iluminada por medio de una luz débil y rojiza. La primera de las puertas a lo largo de la pared de la galería estaba abierta, el interior de la habitación iluminado. Se dirigió hacia ella, oyendo detrás suyo a Dora cerrar la hoja de vidrios dorados. Se detuvo de golpe en el rectángulo de la puerta. El hombre rubio se hallaba sentado ante una mesa leyendo un libro, de costado a la puerta; sobre la mesa había una pila de diarios y detrás, contra la pared, un breve anaquel con libros. El hombre alzó la cabeza y lo miró; estaba solo en la habitación. Se sintió enrojecer.

– Perdone -dijo.

– No es nada -dijo el hombre, sin dejar de mirarlo.

– No, ahí no, vamos para la cocina -dijo Dora, tocándole el brazo.

El hombre continuaba mirándolo, con tranquila impaciencia. Se volvió y siguió a Dora. La puerta del fondo de la que emergía una débil luz rojiza pertenecía a la cocina. En su interior se hallaba la hermana de Dora, una chica regordeta de unos veintiocho años, alta, de grandes senos, tímida, respetuosa y plácida. Había también una nena de cuatro o cinco años que comía un huevo frito arrodillada sobre una silla, sin cubiertos, cortando trozos pequeños de pan con los que absorbía la yema del huevo y se los llevaba a la boca. Ni siquiera alzó la cabeza cuando él entró. La hermana se puso de pie cuando Dora los presentó. Se estrecharon las manos.

La cocina era pequeña y oscura. Había un viejo armario y una heladera eléctrica, blanca, pequeña y reluciente, y sobre una repisa, en la pared, una pequeña radio de baquelita, de un color verde. La nena canturreaba ensimismada mientras comía el huevo frito. Sobre la mesa había una yerbera de madera, con un paisaje pintado sobre la superficie de los recipientes; el mate se hallaba apoyado contra ella pero la pava estaba en el suelo, junto a la silla de Dora, sobre una revista.

Se sentó junto a Dora, frente a la hermana.

– ¿Qué hora es? -dijo Dora.

– Nueve -dijo, mirando su reloj.

La hermana de Dora lo miraba con sonriente curiosidad.

– Hoy entro a las diez -dijo Dora.

– ¿Así que usted va a buscarla todas las mañanas? -dijo la hermana de Dora.

– ¿Eh? -dijo. Enrojeció-. Sí. Todas las mañanas.

– A las siete -dijo Dora-. Me lleva hasta la pensión.

– Mami -dijo la nena-. Quiero otro huevo frito.

– Sí -dijo-. Hasta la pensión. Todas las mañanas.

– Cállese la boca -dijo la hermana de Dora a su hija.

– Vámonos ya -dijo él.

Dora sonreía malévolamente.

– No -dijo-. Quedémonos un momento. Es temprano todavía.

Se oyó toser al hombre rubio en la habitación delantera; era un carraspeo obstinado y distraído.

Recordó a Dora, al final del verano, su encogida figura resaltando contra la mórbida mañana cálida ascendiendo entre los árboles: la cuchara detenida en medio del trayecto hasta la boca, el rostro tocado por una expresión reflexiva y nostálgica: "Sangré toda la noche. Pensé que iba a morirme", hasta que, desplazando el recuerdo, emergió de nuevo aquel calor obsceno y carnal, sibilino y murmurante: levantarse a las ocho de la mañana, detener el Chevrolet frente a la estación, el paréntesis para el almuerzo, el regreso a la parada de taxis, la cena y a la cama.

– Se hace tarde -dijo -. Tengo que ir al centro.

Dora continuaba sonriendo con malevolencia. La hermana desplazaba su mirada del uno al otro con expresión simpática.

– Quédense a hacerme un poco de compañía -dijo-. Antonio toma el servicio dentro de un rato.

De nuevo la lenta mañana cálida ascendiendo; y en seguida, "Hace frío. Vamonos."

Enrojeció. Creyó que iba a sentirse a punto de llorar.