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– De veras -dijo-. Todas las mañanas, bien temprano. La espero en la puerta del hospital. Quédese tranquila. La semana pasada, cuando llovió, eso días de frío, nos íbamos a tomar un pocillo de café bien caliente antes de dormir. Yo hacía el servicio nocturno. Voy a tratar de conseguirlo de nuevo. Usted sabe. Al acostarme temprano pienso que Dora tiene que pasar en vela toda la noche y… bueno, no me parece justo. Su trabajo ya… ya hace que uno se avergüence un poco de lo que es, porque ser chofer no es nada comparándolo con el trabajo de Dora. Estar enfermo, moribundo, y sentir cerca de uno a una persona como Dora… Bueno. Usted sabe. Dora es lindísima. Es muy linda su hermana. Yo me… siento, bueno, usted sabe, orgulloso de Dora. Piense en la gente que muere, a medianoche, en el hospital. La soledad es muy grande. Pero con Dora, que es tan linda, al lado de un moribundo… bueno… el hombre puede sentir que a pesar de todo, valía la pena, y se puede… y que se puede…

Dora había dejado de sonreír; lo miraba. La hermana de Dora lo escuchaba con cortés y satisfecha atención.

– Vámonos -dijo Dora.

El se tocó la frente con la mano; su mano temblaba.

– Que se puede vivir -dijo-. Es muy difícil hoy en día vivir. Hay que tener mucha suerte, usted sabe.

– Vámonos -dijo Dora, poniéndose de pie.

– Mami -dijo la nena-. Tengo hambre.

Él no se levantó – Continuó hablando.

– Por mi trabajo conozco a mucha gente -dijo-. Ando mucho. Le puedo asegurar que la gente no puede vivir, señora. Un trabajo como el de Dora es una suerte. No hay mejor momento del día para mí que cuando ella baja las escaleras del hospital y entra en el coche, todas las mañanas. Se lo digo a usted para que se quede tranquila, porque usted es su hermana. Y en esos días de frío, cuando tomamos una taza de café caliente, cansados, con sueño, todavía nos quedan ganas de estar despiertos, nos cuesta ir a acostarnos a dormir, porque de esa manera uno piensa que durmiendo pierde el tiempo, que hay que estar despiertos siempre, porque… parece que la vida no nos alcanzara.

– Es tardísimo -dijo Dora. Le tocó el hombro-. Vamos.

Se puso de pie, mirando a la hermana de Dora.

– Quédese tranquila, señora -le dijo.

– Alguna noche que Antonio esté franco -dijo la hermana de Dora- pueden venir a comer un asado. Nos gustaría mucho.

La nena canturreaba arrodillada sobre la silla. Se oyó de nuevo la tos de Antonio, una tos asentida, olvidada, concedida. Recordó a Dora: "Una pluma me hace daño." Y detrás, verde y cálida, lenta y constante, la mañana del espléndido estío agonizante entre los árboles.

– Cualquiera de estas noche, cuando yo tenga franco -dijo.

La hermana de Dora los acompañó hasta el Chevrolet. Recorrieron la larga galería (la nena quedó en su sitio repitiendo salmódicamente "otro mamá", "otro mamá"; la oía al avanzar hacia la puerta de hierro y vidrios granulados dorados) y cuando pasaron junto a la habitación iluminada pudo comprobar que Antonio había entornado la puerta; por la abertura se colaba una recta franja de luz amarilla de cinco centímetros de ancho. "Perdone", recordó, "no es nada", viendo otra vez en su interior la impaciente y tranquila mirada que el hombre le había dirigido un momento antes.

Subió al automóvil y encendió las luces y el motor.

– En serio. Vengan -dijo la hermana de Dora. Besó a Dora; ésta dio la vuelta por la parte delantera del coche y subió, cerrando fuertemente la portezuela. El extendió la mano a la hermana de Dora, a través de la ventanilla. La hermana se la estrechó.

– Gracias -dijo él, apagando la luz interior del coche-. Hasta la vista.

– Adiós -dijo la hermana de Dora.

Pasó la palanca de cambios a primera velocidad y avanzó lentamente hasta la esquina apenas iluminada por el foco del alumbrado público. El foco emitía una tenue luz circular que destacaba una porción gris de tierra arenosa. Dio la vuelta, lentamente, y retomó la calle en dirección contraria, pasando frente a la casa de la hermana de Dora. Ésta se hallaba todavía en la vereda y los saludó con la mano. Los faros del Chevrolet alumbraban el irregular camino de tierra y desplazaban extraña y velozmente la sombra de los árboles.

– ¿Dónde está Coria? -preguntó Dora, con dureza.

– No sé -respondió con aire tranquilo.

Llegaron a la calle asfaltada. El Chevrolet dobló pesadamente a la izquierda, retomando la marcha por el asfalto con mayor rapidez. El tenue resplandor rojo de la luz del velocímetro tocaba de un modo vago y extraño el rostro de Dora, que se hallaba sentada rígida, sin apoyarse en el respaldar del asiento, las manos cruzadas sobre la falda ajustada de la pollera negra, mirando hacia adelante a través del parabrisas la calle iluminada por los faros desplazándose bajo las ruedas del vehículo. El Chevrolet llegó a la parada de ómnibus y tranvías y, disminuyendo la velocidad en segunda, avanzó hacia el asfalto de la costanera nueva.

– No quiero verlo -dijo Dora-. No quiero verlo más.

– ¿No? -dijo-. ¿Por qué no?

– Porque no, corazón -dijo Dora con dureza, suspirando.

– ¿Dónde aprendiste a decir corazón? ¿Por qué dicen todas corazón? ¿De dónde sacaste eso? ¿Por qué no querés ver más a Coria?

El coche entró en la costanera; aceleró pasando a tercera velocidad.

– De veras que te busqué la semana pasada -dijo Dora, acurrucándose sobre el asiento-. No pude encontrarte.

– Imposible -dijo-. Imposible que hayas ido a la estación de ómnibus y no me hayas encontrado.

– No vi tu coche -dijo Dora.

– Entonces no me buscaste -dijo-. Pasaste por la estación, te fijaste si estaba mi coche, y no estaba. Pero no me buscaste. Ni me esperaste siquiera.

– Bueno -dijo Dora-. Me hubiera gustado verte.

Ahora podía recordar cómo habían salido del restaurante, aquella mórbida mañana del final del verano, y cómo Dora había comenzado a reírse de cualquier cosa, excitada por la falta de sueño. Cómo la había traído hasta la casa de su cuñado, aguardándola en el coche mientras ella iba en busca de la valija (una valija de cartón, bastante vieja, asegurada con un hilo grueso a falta de correa, lo recordaba) cómo la había llevado hasta la estación de ómnibus, alrededor del mediodía, y la había hecho subir, instalándola en el asiento junto a la ventanilla y dándole un fugaz apretón de manos y un breve beso nervioso en la mejilla a modo de despedida. Ella lo había retenido un momento: "Muchas gracias", le había dicho. "Gracias por todo. Si vuelvo alguna vez, espero encontrarte."

– Creo que a vos hay que correrte para el lado que disparas. Alcanzarte y ponerte en vereda -dijo él.

Dora se echó a reír.

– Coria dice que vos sos un poco idiota -dijo.

– Ya lo sé -sonrió.

– Me parece que el idiota es Coria -dijo Dora.

– No. Yo soy el idiota -dijo.

– ¿Por qué le hiciste esa historia del hospital a mi hermana? -dijo Dora.

– Yo soy el idiota, no Coria, no te olvides, Dora -dijo.

– Estaciona por aquí -dijo Dora.

Frenó a un costado del camino, junto a unos pinos oscuros; detrás de su breve fronda brillaba la luna. Las sombras de los pinos se proyectaban sobre el coche y el río estaba lleno de unas cambiantes y frágiles manchas plateadas. Apagó los faros; la roja luz tenue del velocímetro permaneció encendida.

– ¿Qué pasa? -dijo.

Dora no le respondió. Estaba llorando. Intentó acercarse.

– No -dijo Dora, rechazándolo con malhumor-. Déjame.

Esperó. Miró los pinos, la luna detrás, el agua. Respiró el olor de Dora, esperando: un olor cálido que emergía de sus ropas, de su cuerpo, tal vez de sus lágrimas. El mismo estaba todavía oliendo a limpio, y entonces pudo ver claramente la realidad como a un duro diamante indestructible: una piedra transparente, obstinada y sólida. Miró a Dora; continuaba llorando: tenía la cara entre las manos, se hallaba inclinada hacia adelante, encogida, y entonces, esperando todavía, plácido y tranquilo, volvió la cabeza, con aire paciente, dejándola llorar todavía, y de nuevo vio los pinos, serenos, oscuros, esparcidos contra la dura y clara brillantez de la luna. Fue una sensación cálida y breve: nada de movimiento. Era una paz activa y lúcida en medio de la cual las cosas existían, el mundo existía, había espacio y atmósfera que recorrer entre una cosa y otra; había que salir y andar. También él, Dora, Coria, Barco, eran algo y existían. Y ahora él estaba ahí, "estoy aquí", pensó, y volvió la cabeza, contemplando a Dora, miró hacia el río nuevamente, y se dijo: "Nunca olvidaré este momento".

Dora dejó de llorar y se volvió hacia él. El la contemplaba.

– Dora -dijo- Yo quisiera… este día… hoy…

Se calló la boca. El rostro le temblaba.

Dora se echó sobre él y comenzó a llorar nuevamente. La sentía temblar y palpitar contra su cuerpo, apoyó la cara contra el cabello de Dora, palmeándola suavemente en el hombro.

– Bueno, Dora -dijo-. Bueno.

Dora dejó de llorar, no de golpe, sino lentamente. Un automóvil se aproximaba en dirección opuesta, los faros encendidos, cegándolo. Al pasar junto a ellos una voz de hombre gritó algo, una palabra que la velocidad y el ruido del motor hicieron estallar y dispersarse en el mismo momento de ser pronunciada. Al final quedó inmóvil contra su cuerpo, sin llorar ni palpitar, respirando profundamente.

– A Coria lo odio, le tengo miedo -dijo de pronto.

No dijo más nada. Después sencillamente se incorporó, se secó las lágrimas con el pañuelo floreado, sonrió débilmente colgándose de su cuello y lo besó en la boca. Lo besó varias veces: en la boca, en los ojos, en las mejillas.

Él reía y la besaba.

– Vamos a alguna parte -murmuró Dora mientras estaba besándolo-. No tengo miedo. Vamos al camino. No, al camino no. Tengo ganas. No tengo miedo. Por aquí nomás. Vamos a bajar a la playa.