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Después se echó nuevamente de costado, estirándose sobre la arena y apoyando la cabeza sobre el antebrazo. Soplaba un viento leve, el viento verde y cargado de octubre, realizando un complicado trabajo nocturno; pudo oír echado sobre la arena, el chapoteo rítmico y cada vez más rápido del agua chocando contra las pequeñas embarcaciones de la playa. Bajo la luz de la luna el agua se agitaba y se quebraba, de modo que el reflejo lunar era un atenuado chisporroteo en su superficie. Miró a Dora; su pecho se alzaba y descendía rítmicamente, su respiración emitía unos silbidos prolongados que excedían en longitud y persistencia a los movimientos respiratorios.

– Tengo frío -dijo Dora.

– Vamos -dijo él.

– No -dijo Dora-. Quedémonos un momento más todavía, pero no hablemos.

El enderezó la cabeza contemplando el cielo velado. Oyó la voz pesada y trabajosa de un borracho en las cercanías, sobre la barranca; cantaba:

Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé…

La voz se detenía, como si su dueño necesitara tomar impulso para continuar; era como si el acto de cantar absorbiera todas sus energías; su voz era cálida, espesa, llena de ecos, y conversaba casi la melodía. El abrió los ojos, escuchando:

En el quinientos dos y en el dos mil también…

La voz volvió a detenerse, mucho más próxima. Ahora la sentía casi sobre su cabeza. El hombre se hallaría en ese momento pasando sobre la barranca. El silencio se hizo completo. Sólo oyó el viento y súbitamente, como si no viniera de ninguna parte el motor de un automóvil rodando sobre la avenida. Estaba con los ojos abiertos, afinando el oído, tratando de escuchar. El agua golpeaba los botes en la orilla. La voz del borracho se reanudó tan cerca, de golpe, sobre su propia cabeza que se incorporó de un salto. Quedó sentado con la cabeza vuelta hacia la barranca. La silueta confusa de un hombre con sombrero oscilaba en el borde; cantaba:

Pero que el siglo veinte es un despliegue de maldá insolente ya no hay quién lo niegue…

El hombre se calló. Su silueta se movió, sin desaparecer del borde de la barranca. Ahora la silueta abrió las piernas y comenzó a orinar, hacia ellos. El se corrió hacia Dora, oyendo el chorrito al caer sobre la arena, cerca de ellos, recibiendo en el rostro las salpicaduras de la orina.

– Eh, diga, cuidado -grito al hombre. Dora se había incorporado, riéndose.

El hombre no le respondió. Terminó pacíficamente de orinar, hizo unos gestos tranquilos, al parecer para abrocharse la bragueta, y, desapareciendo del borde de la barranca, retomó su pesada salmodia:

Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, burro, malandrín o estafador…

– Vamos -dijo él.

Se pusieron de pie, sacudiéndose la ropa. El levantó su saco de la arena, lo sacudió descuidadamente y lo dobló sobre su brazo. Dora se arreglaba mecánicamente el pelo. Se encaminaron con lentitud hacia la vasta escalinata de concreto. Ahora la voz, después de un silencio, se oyó bastante lejos. Fue más alta, casi un grito, y permaneció un momento, pareció suspensa, como la roca de Sísifo, vacilando en la cumbre antes de comenzar a rodar de nuevo hasta el llano:

Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor…

Ascendieron la ancha escalinata abrazados, arqueados por el viento, pasaron de regreso bajo los pinos y subieron al automóvil, él desde la vereda, Dora rodeando el vehículo por la parte trasera, deteniéndose un momento sobre el pavimento, con la portezuela entreabierta y mirando hacia adelante, hacia el puente desde donde rodaban dos coches con los faros encendidos que pasaron a gran velocidad junto a ellos antes de que Dora subiera por fin al Chevrolet.

Dora se sentó y cerró de un golpe la portezuela, mientras él encendía la tenue luz roja del velocímetro.

– Tengo hambre -dijo Dora.

El miró su reloj pulsera, aproximando la muñeca a la luz del velocímetro. Eran las diez y doce minutos.

– Podemos comer algo frente al Club de Regatas -dijo-. Tenemos que estar a las diez y media en la estación.

Dora suspiró.

– Bueno, sí, al diablo, vamos -dijo.

Encendió los faros, y después de arrancar el coche avanzó con pesada pericia en primera velocidad, sobre el liso y oscuro asfalto. A setenta kilómetros por hora el Chevrolet entró en la recta costanera antigua, disminuyendo la velocidad a causa de los pozos y las grietas del asfalto. Después sorteó la boca del puente, recorrió dos cuadras pasando frente al Club de Regatas, dobló a la derecha y se detuvo junto al restaurante. Unos grandes árboles se movían con levedad iluminados por los globos del alumbrado que estaban sostenidos por blancas columnas sencillas revestidas de yeso. Apagó las luces. Descendieron. El salón era un recinto de forma irregular, un espacio de superficie mediana cubierto de sillas y mesas de todos colores. El mostrador era de un encendido vicrí multicolor, ancho, alto y sólido. Las mesas carecían de mantel y se hallaban casi todas ocupadas por hombres solos, matrimonios, grupos de matrimonios, grupos de muchachos y chicos, que armaban en común un estruendo atenuado e incesante de risas y conversaciones. Dos mozos caminaban rápidamente entre las mesas, con las bandejas en alto.

Se sentaron en una mesa lejana a la puerta, junto al mostrador, una mesa cuya tabla era de un color rojo intenso veteado de blanco, rodeada de sillas de diversos colores. Al sentarse, Dora paseó su mirada distraída por todo el local.

– Quiero un plato de sopa. Nada más -dijo.

El comió fiambre, Dora su plato de sopa. En eso consistió toda la comida. No pidieron ninguna bebida, ni soda siquiera. El comió con distracción, con lentitud, dejando casi la mitad del contenido de su plato. Miraba a Dora: ésta alzaba con gran lentitud la cuchara llena, después de haber revuelto mecánicamente el pesado líquido de un color verdoso, la llevaba hasta la boca, encorvando el labio inferior, hacia un movimiento breve levantando el mango de la cuchara para vaciar su contenido, la sacaba de la boca, y con la misma lentitud y distracción, la mirada nostálgica tocada por una leve desesperación o tristeza, la sumergía en la sopa para llenarla nuevamente. Estaba mirándola. "Está ahí", pensó, sin ninguna palabra, con temblores, opresiones, con unas profundas corrientes cálidas que, si las arterias y los órganos, si los tejidos y los huesos lloraran, habrían podido tranquilamente parecerse a sus lágrimas.

Dejó de mirarla y comenzó a canturrear en voz baja; era como estar rezando. "Ahora debo preguntarle alguna cosa", pensó, pero no lo hizo. Se llevó un trozo de jamón a la boca (recordando "Hace frío. Vámonos"), masticó su consistencia fibrosa y fría, su gusto salado, canturreando con la boca llena, recogió con el tenedor otro pedazo y, canturreando, con gran lentitud y una sonrisa que sintió crispada, turbia, extendió el tenedor hacia Dora. Dora sumergió la cuchara en la sopa, sin soltarla, y mordió el jamón, sonriendo.

– Gracias -dijo.

Él no resistió.

– Deberíamos apurarnos -dijo-. Coria nos espera.

Dora se confundió levemente, inclinándose hacia el plato y comenzando a subir y a bajar la cuchara con mayor rapidez.

– Sí, en seguida -dijo.

Después salieron; cruzaron el salón irregular entre el incesante y monótono murmullo de la conversación, sorteando las mesas, los chicos, los espejos, andando con apuro sobre el mosaico manchado y pisoteado hasta que estuvieron en la vereda, en la noche, frente al automóvil, en tanto el viento creciente sacudía los árboles iluminados tenuemente por la vaga luz blanca de los globos del alumbrado público. Subieron al Chevrolet. Y de nuevo, otra vez, el viejo coche pasó junto a los interminables murallones de las usinas y de las pequeñas fábricas alineadas a lo largo de la avenida del puerto, las sombras de los árboles desplazándose sobre el empedrado bajo la luz de los faros, la playa de maniobras de los pequeños ferrocarriles portuarios cuya penumbra era hendida aquí y allá por la luz roja o verde de un semáforo, otra vez junto al parque del palomar, cargado de árboles espesos y oscuros, los fondos del alto correo bellamente iluminado, hasta que dobló hacia la izquierda, disminuyó la marcha y aproximándose al cordón de la vereda se detuvo frente al bar de la estación, en la parada de taxis que a esa hora se hallaba completa. Desde el coche vio a Coria charlando con el cajero; Dora intentó abrir la portezuela.

– Yo se lo digo -dijo él.