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Dora se volvió.

– No. No se lo digas todavía -dijo.

– ¿Por? -dijo.

– Todavía no. Yo te voy a decir cuándo. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -murmuró.

Descendieron. Dora lo hizo primero, encaminándose con lentitud y desgano hacia el bar, y él se demoró todavía un momento en el interior del automóviclass="underline" sacó la llave de contacto, abrió y cerró la guantera, apagó las luces, volvió a encenderlas y las apagó nuevamente. Después alzó los vidrios y descendió, cerrando con un golpe suave la portezuela y encaminándose hacia el bar. Las rodillas le temblaban levemente, le pesaba el estómago. El viento hacía temblar también los ligustros raquíticos de la vereda que proyectaban unas suaves sombras cambiantes y frenéticas sobre la vidriera del bar.

Entró: el reloj hexagonal de pared marcaba las once menos siete minutos. Coria había pasado el brazo por sobre los hombros de Dora y la atraía hacia sí diciéndole frases sonrientes en el oído. Se hallaban de pie junto a la caja. Además del cajero se hallaba con ellos un muchachón bajo, de nariz aplastada, con aspecto de boxeador, vestido con un pantalón angosto de gruesa tela color gris y un pullover celeste de cuello alto con un motivo geométrico de un tono ocre que se repetía una y otra vez a lo largo de una ancha franja que rodeaba su tórax. Coria se volvió hacia él sin soltar a Dora, de tal modo que Dora trastabilló y debió volverse junto con Coria. Reía.

– Adelante -dijo Coria-. Gracias, pibe. -Señaló al del pullover-. Este es el Ñato Garcilaso -dijo.

Le estrechó la mano.

– Garcilaso -dijo el Ñato.

Coria se volvió hacia Garcilaso. Miró a Dora.

– ¿A ustedes no los presenté? -dijo-. Dora; el Ñato Garcilaso.

El Ñato estiró mecánicamente la mano.

– Garcilaso -dijo.

– Encantada -dijo Dora, estrechándosela.

Junto a la caja, sobre el mostrador, había dos copitas semivacías conteniendo un líquido color laca, que parecía cognac. Coria las agarró una en cada una de sus cortas y ásperas manos y le alcanzó una a Garcilaso. Este la recibió sin decir palabra, la miró como con desconfianza y se bebió el contenido de un trago. Después dejó la copa sobre el mostrador y metiéndose las manos en los bolsillos se quedó inmóvil y en silencio, mirando el suelo.

– Se retrasaron veinte minutos -dijo Coria. Tenía un aire de satisfacción cuando dejó de beber y paladear la bebida depositando la copa vacía sobre el mostrador barnizado.

– Dora tenía hambre -dijo él-. Quería cenar y… -Miró al Ñato. Del bolsillo superior de su pantalón emergía un cabo de llavero: representaba una calavera, y parecía hecha de un material plástico amarillento. Continuó hablando con los ojos clavados en la calavera-…fuimos a tomar un plato de sopa.

– No importa -dijo Coria-. ¿Trajiste la factura? Después te arreglo. -Miró a Dora-. No se anima a reclamarme lo que gastó. Así es este muchacho.

– ¿De veras? -dijo Dora.

– No -dijo él-. No es eso. No vaya a pensar que yo… fue una invitación mía.

– Pero no, qué barbaridad -exclamó Coria-. No faltaba más. ¿No te parece, Ñato?

– Sí, sí, claro -dijo el Ñato con un aire muy distraído. Ahora cerraba y abría el puño y se observaba con gran atención los nudillos.

– Dale también una propina -dijo Dora.

Coria se mostró sorprendido. Miró a Dora y después comenzó a sonreír condescendientemente.

– Pero Dora -dijo-. Eso no se dice así. Ya sé que le tengo que dar una propina. Nunca olvido favores. ¿No es cierto?

El sintió que el rostro le ardía.

– No -murmuró.

– Ya lo sé -dijo Dora-. Pero dale ahora la propina. -Miró al cajero-. Usted está de testigo. El señor Rampazzo… digo Garcilaso, también. Dale cincuenta pesos.

Coria sonreía confundido.

– Por los servicios prestados -dijo Dora, y se quedó mirándolo.

Permanecieron los cinco inmóviles: el cajero detrás del mostrador, vuelto hacia ellos como empezando a sonreír, o dejando de hacerlo, como detenido en mitad de una sonrisa. Garcilaso estaba con la cabeza gacha, mirándose el puño cerrado, pero inmóvil, con el puño detenido próximo a la cintura, junto a la pequeña calavera amarillenta. Dora parecía arrepentida de lo que acababa de decir: quedó con la boca abierta y los brazos contraídos, mirando a Coria. Él la miraba. Entonces los ojitos de pájaro de Coria comenzaron a sonreír en un súbito golpe de comprensión, y con cuidadosos movimientos, sin dejar de mirar los ojos de Dora, metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó la billetera, extrajo un billete de cien pesos que ni siquiera miró, y lo extendió hacia él. Continuaba mirando a Dora.

– Coria -dijo él con voz vacilante, sin moverse, sin mirar el billete, sin despegar tampoco él los ojos del rostro de Dora-. Tengo que hablar con usted.

– Me llevó por la fuerza a un amueblado -dijo Dora, precipitadamente, y en seguida se puso pálida y se echó a llorar.

El cajero se volvió rápidamente, apretó un botón, la caja registradora produjo un súbito estrépito breve que culminó con un breve timbrazo.

– Vamos -dijo Coria.

En la vereda él se paró. Coria lo tocó con el pecho. También se detuvo.

– Aquí no -dijo Coria-. Aquí nada. Vamos al coche.

Dora continuaba llorando, él la oía. Coria se sentó frente al volante y Dora a su lado. El y Garcilaso se acomodaron en el asiento trasero. Garcilaso lo miraba en la penumbra del coche.

Coria se volvió hacia él, sin mirarlo.

– Dame las llaves -dijo.

Él las buscó en su bolsillo y se las entregó. Las llaves produjeron un suave tintineo.

– Y me amenazó -lloriqueaba Dora- y me llevó engañada al amueblado, y dijo que iba a pegarme.

Coria le dio un golpe en el hombro. El coche salió de la parada, pasó frente a los andenes de la estación y dobló a la izquierda junto al correo.

– Aquí nada -dijo Coria furiosamente-. Ni una palabra. ' Otra vez el coche comenzó a rodar por la avenida del puerto, y él suspiró, y se recostó sobre el asiento, y cerró los ojos. Los abrió cuando advirtió que estaba atravesando el puente colgante, oyendo el ruido peculiar producido por el Chevrolet al deslizarse velozmente sobre el maderamen. A través de la ventanilla vio el río, los reflejos lunares bailoteando locamente sobre la turbulenta superficie, y más allá las masas irregulares de las islas. Cuando dejaron atrás el puente y el automóvil ganó la lisa carretera abierta entre los sauces cerró los ojos nuevamente, volviendo a suspirar de un modo más inaudible esta vez, y nuevamente se recostó contra el respaldo del asiento. Por las vibraciones de la carrocería y el silbido del viento percibió que Coria aceleraba. "Es capaz de matarme", pensó, pero no con temor, ni con furia, ni siquiera con tristeza: de nuevo fue invadido por esa corriente sibilina y cálida, por ese suave y sibilino mar tibio y pesado en el que se sumergía, y cuyo contacto lo hacía repetir con la regularidad de un metrónomo algo que estaba más allá de todas las palabras y que, redondeando, separado, hecho frase, era parecido a "No soy nada, nadie es nada, todo es inevitable y merecido"; algo que él podía hacer retroceder de un solo modo (las vibraciones aumentaban, el viento silbaba) y entonces recordó a Dora: la cálida mañana del final del verano ascendiendo entre los árboles de la plaza detrás de su figura encogida, alzando la cuchara de sopa, la mirada tocada por unas olas tibias de nostalgia y unos destellos grises de desesperación o de tristeza.

El coche disminuyó la velocidad, fue casi deteniéndose. Con los ojos cerrados percibió unas luces rápidas iluminando el interior del automóvil y oyó un grito rápido y amable que llegaba desde el exterior. "El control policial", pensó. "Ahora va a doblar por el camino de Colastiné norte, va a ir para el lado de la costa".

En efecto, así fue. El Chevrolet salió del asfalto, cosa de un kilómetro más adelante, y tomó un sendero lateral lleno de pozos, avanzando pesadamente. En medio del campo, a unos quinientos metros de la carretera, Coria detuvo el automóvil.

– Abajo todos -ordenó, apagando los faros.

El viento era fresco e intenso. La noche estaba clara, aunque el cielo, estrellado, ahora se hallaba ligeramente velado. Los cuatro se pararon en círculo, dándose las caras apenas discernibles en la penumbra. A lo lejos se oían ladridos de perros y un perezoso acordeón tocando un valsecito. Él miró a Dora; no alcanzaba a ver demasiado. Sólo la oía llorar, quedamente.

– Dora -dijo.

– Ni una palabra -dijo Coria con dureza-. A ver Dora, qué pasó.

Dora dejó de llorar. Garcilaso miró a su alrededor y habló con un tono ligeramente preocupado y reflexivo.

– ¿Cómo vamos a dar la vuelta en un camino tan angosto? -dijo.

Nadie le respondió.

– Fue a buscarme a las ocho y media -dijo Dora-. Me llevó al sur. Me dijo que me estabas esperando ahí. Cuando llegamos me amenazó. Tuve que quedarme. Por eso demoramos.

Coria se volvió hacia él.

– ¿Es cierto eso? -dijo.

El no respondió.

– ¿Es cierto? -dijo Coria.

Entonces tuvo una ocurrencia feroz. Ni siquiera miró a Coria. Se volvió ligeramente hacia el otro, alzó con lentitud el brazo, y señaló el bolsillo superior del pantalón.

– Ese llavero, esa calavera -dijo-. ¿Es de plástico?

No sintió el golpe, supo que se trataba de un golpe entre el pómulo y la oreja, pero no lo sintió. El dolor tampoco. Voló dos metros y cayó sentado sobre la arena. Le chillaba terriblemente el oído. Los otros dos estaban todavía inmóviles, como si en vez de haberle pegado uno de ellos, una succión poderosa lo hubiera absorbido hacia atrás convirtiendo simultáneamente en piedra al Ñato y a Coria. Dora se volvía en ese momento hacia el lado opuesto en que él se hallaba, dándole la espalda. No le costó demasiado levantarse: se apoyó sobre uno de sus largos brazos huesudos, hizo presión y, hop, arriba. Comenzó a sacudirse la ropa, sintiendo la palma de las manos y los fundillos del pantalón llenos de arena. Avanzó hacia el grupo. Le chillaba terriblemente el oído.