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Él se sentó en el borde de la cama, trabajosamente, y bebió pensativamente el café. Se hallaba en ropa interior.

– No se levante -dijo Gabriel arrimando una silla y sentándose frente a él-. Quédese un día más en la cama.

Él lo miró.

– ¿Por qué no me pide que le cuente todo? -dijo.

– ¿Cómo se llamaba la novia del camión? -dijo Gabriel-. ¿Los detalles del triángulo amoroso? Siempre el tipo que menos la merece es el que tiene más medios para llevársela con él. Ellas lo prefieren. Menos responsabilidad, sabe. No tienen obligación de comportarse correctamente si él no las merece. ¿Para qué quiere contármelo? Bueno, cuéntemelo si tiene ganas.

Él sonrió.

– No -dijo-. No importa. Pensé que…

Detrás de sus lentes oscuros, el pelo rubio revuelto, el bigote rubio ligeramente achinado, Gabriel parecía observarlo con una perpleja y al mismo tiempo divertida atención.

– Pensó que soy curioso -dijo-. Bueno. No se equivocó. Soy curioso. En realidad, y a mi modo de ver (no lo tome a mal) usted es la última persona del mundo que habría podido meterse en un lío semejante. Yo habría dejado a mi mujer en su cama, me habría ido de parranda, y le habría dado las gracias por haberle hecho compañía durante toda la noche. Si mi mujer me hubiera dicho que usted le tomó la mano, le habría pegado a ella, por faltar a la verdad.

– Me tiene en un mal concepto -dijo él, sonriendo.

– Lo tengo en un excelente concepto -dijo Gabriel-. No porque mi moral rechace el adulterio, sino porque la mayoría de las barbaridades que cometemos con el prójimo son inútiles. La maldad no nos interesa. Mejor dicho la maldad no reside en el perjuicio mismo, sino en la indiferencia con que lo cometemos. Gabriel se había puesto de pie. "No es así, no es nada de eso", pensó decirle. "Si usted supiera: es algo tan diferente, algo que Dora no habría podido soportar", pero no lo dijo. Gabriel lo miraba con simpatía-: No se levante, quédese un día más en la cama. Quédese aquí todo el tiempo que quiera. No hay peligro. No soy celoso y mi mujer está en casa de su madre.

A la mañana siguiente se había levantado. Se afeitó cuidadosamente, en el patio, al sol, oyendo el ruidoso canto de los pájaros, se dio una ducha de agua tibia, se volvió a poner sus ropas lavadas y planchadas lo mejor posible por la lavandera del motel. Fue hasta el camino, paseó lentamente por los senderos amarillos, bajo el cielo azul, entre los árboles, pisó la hierba encendida por pequeñas matas de verbena roja y después fue al patio de la "Arboleda". Ahí estaban las casuarinas, quietas y negras a la luz del sol, las cabañas de dura madera laqueada por la intemperie, la mesa circular, el banco semicircular de piedra. Era casi el mediodía: sobre la mesa y el banco caía la sombra profunda de los árboles y los rayos del sol se colaban entre la fronda depositando sobre la mesa un quieto, extraño, y complicado dibujo. El sol parecía llegar al cénit en medio del silencio total del mundo. Los pájaros se callaron. La marea del recuerdo lo inundó todo, de pronto, la corriente fluyó en silencio dejando unos cuerpos sólidos sobre la ardiente y desierta arena de la playa. "Hace frío. Vámonos". "¿Ya? ¿Tan pronto?", "Sí. Vámonos. Vámonos". "¿No hay ninguna esperanza de…?" "No. No hay ninguna esperanza".

Permaneció inmóvil, estuvo inmóvil durante un momento. Después pasó en seguida. Entonces regresó, moviendo con lentitud las largas y huesudas piernas doloridas y de nuevo recomenzó en su interior esa corriente cálida y obscena que él ya conocía, aquel sibilino llamado que recibió con alivio, aquella ola oscura y pesada, melosa y atrayente, que era el cimiento y el premio de su disponibilidad, y su alto cuerpo golpeado recorrió el patio, con placidez y paz, y pasó al motel, y se encontró con Gabriel en la cocina.

– No me cuente nada -dijo Gabriel, sin dejar de salar un trozo de carne-. Lo vi en el patio. Tengo buena memoria. Lo siento muchísimo. Yo se la presenté.

Él se echó a reír.

– No es nada, hombre -dijo.

– ¿Fue de pesca alguna vez? ¿Le gusta pescar? -dijo Gabriel.

– No fui nunca.

– ¿Quiere unas cañas?

– Creo que no tengo paciencia ni vocación para la pesca. -Lo miró pensativo. Gabriel continuaba salando la carne-. Dígame: ¿a qué se debe tanto cuidado?

Gabriel dejó de salar. Sonrió. Lo miró.

– La noche que usted llegó, después que se durmió, estuvo llamando a Dora a cada rato. A la madrugada vino Barco. Lo miró, se echó a reír, y me contó una conversación que habían tenido el día antes. Estuvo un buen rato al lado suyo. Le aplicaba hielo en los chichones. Dijo que usted es un tipo simpático. No me gustan las declaraciones, pero le confieso que a mí también me cae simpático.

Tomó un poco de sal y la desparramó sobre la carne.

– Un atorrante como yo siente placer de ser amigo de un tipo como usted. -Agregó, mirándolo-. Ahora vamos a comer un asado en el patio. ¿Qué le parece?

Al día siguiente, a la hora de la siesta, vino por fin Coria. Hacía calor. El estaba asomado a la ventana, en camiseta, mirando hacia el asfalto. Reconoció de lejos el Chevrolet. El coche se desvió del pavimento azul, salió a la banquina y se detuvo en medio del espacio de tierra arenosa abierto frente a la "Arboleda". Sobre la negra pintura del coche refulgía la luz solar. Coria venía en mangas de camisa, y estaba mirándolo desde antes de descender del coche, y mientras bajó, cerró la portezuela, y se encaminó hacia él, no le sacó la vista de encima ni un momento. Aquella mirada era una especie de bandera parlamentaria. Coria se detuvo junto a la ventana.

– Hola, pibe -dijo-. ¿Cómo estás?

– Bien -dijo él.

– ¿Muy dolorido?

– Un poco todavía -dijo.

– Bueno -dijo Coria

Miró a Coria: "Debería desear matarlo", pensó. Y en seguida: "El debe creer que está perdonándome".

– Yo no quise perjudicarlo -dijo-. Créame.

Coria lanzó una carcajada. Sus ojitos de pájaro destellaron detrás de su obscena nariz quebrada. Lo palmeó. El lo miró con perplejidad.

– Pero sí -dijo Coria-. Ya sé que no pasó nada.

Él abrió los ojos, en un gesto de gran asombro. Quedó con la boca abierta.

– No vayas a pensar que creí lo de Dora -dijo Coria-. Pero si ella te acusaba de algo tan malo y mentía, quiere decir que había pasado algo mucho peor. Así que decidí cortar por lo sano. No me gusta esa clase de líos.

Primero cerró la boca, después volvió a abrirla para hacer la pregunta.

– ¿Y Dora? -dijo.

– Dora quiere trabajar por su cuenta. Se fue ayer. No sé a dónde. No dejó rastro -dijo Coria. Lo miró un momento-. ¿Querés seguir con el coche?

Él respondió con un aire de marcada distracción, pensando en otra cosa.

– Claro -dijo.

– Entonces vamos -dijo Coria-. Te espero.

El salió de la ventana, dispuesto a vestirse. Se calzó la camisa y comenzó a abrochársela. Se detuvo un momento pensativo. Se aproximó nuevamente a la ventana, arrodillándose sobre el diván. Coria se había sentado en el estribo del Chevrolet, del lado de la sombra, aguardándolo.

– Don Coria -dijo-. Venga un momento, por favor.

Coria se aproximó con un aire de marcado desgano. Se paró a un metro de distancia y lo miró inquisitivamente.

– Quiero un día franco -dijo él.

Coria respondió con rapidez.

– Los domingos -dijo.

– No -dijo él-. Los domingos hay poco trabajo. Los viernes.

Coria suspiró.

– De acuerdo -dijo.

Sonreía recordándolo. La humanidad no había reventado, gracias a Dios. Ahora se hallaba en el claustro, en el limbo aislado y tranquilo, y eso le gustaba. La lluvia continuaba derramándose sobre la ciudad, la lluvia incesante y fría, quebrantando la primavera inocente y plácida. Llegaron por fin a la estación de ómnibus. La chica y el muchacho discutieron un momento, porque ella insistía en pagar y él no quería permitírselo. "Ella no quiere deberle nada", pensó. "Así son algunas mujeres". Los ayudó a bajar las valijas, como lo había decidido. Todavía la chica insistía en no querer recibir favores porque estuvo forcejeando un momento con las valijas hasta que su compañero le dio un suave empujón y ella fue corriendo a refugiarse del agua bajo los andenes desde los que la gente, envuelta en abrigos o impermeables, miraba la calle melancólicamente. Cerró el baúl y subió al coche. Gotas de agua se deslizaban sobre su rostro, y tenía el pelo y el saco lleno de unas pequeñas perlas grises. Sentía las manos húmedas. Pero estaba bien, se sentía perfectamente bien en ese momento. Condujo un trecho con una sola mano, con la otra colocó la sucia gamuza amarilla sobre la caja del taxímetro. Se iba a comer. Era el mediodía. El limpiaparabrisas recorría regularmente el amplio cristal donde las gotas estallaban sin descanso formando unas extrañas imágenes fugaces. Almorzaría para regresar inmediatamente a la parada frente al bar, porque en esos días de lluvia el trabajo abundaba. La herida de la pierna palpitó débilmente y dio un tirón no demasiado doloroso: él sonrió. La semana próxima se sentiría lo más bien, no iba a quejarse ahora por tan poca cosa. Él no era un tipo de esa clase, estaba perfectamente seguro, pensó, sonriendo, y el Chevrolet dobló frente al Correo, acelerando, en la ciudad desierta bajo la lluvia, aquel oscuro y frío sábado lleno de grises destellos mortales manchando de musgo y herrumbe la primavera quebrantada.

1961