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Empezamos a comer, masticando en silencio durante largo rato: Pancho excesivamente inclinado sobre su plato, dejando de vez en cuando los cubiertos sobre el borde del plato para cortar un trocito de pan con el que absorbe cuidadosamente el rico jugo de la carne, que brilla oscuramente en la superficie del plato. Barra corta primero la carne en muchos trozos, deja el cuchillo y después, con gran lentitud, uno a uno, va pinchando los pedazos, recogiéndolos luego de una especie de dubitación, como si jugara al "oso fe-te" antes de cada bocado, sentado junto a Tomatis, frente a mí, con Pancho del otro lado. Tomatis se ha sentado vuelto ligeramente hacia la calle, hacia la explanada del viejo atracadero, visible entre los troncos de los árboles, y en esa posición mastica lentamente, alzando de vez en cuando la cabeza para observar las copas de los árboles tocadas por la luz del farol de la esquina, o bien el cielo espléndidamente estrellado. Hacia la mitad de la comida, dice Pancho:

– Y esa media viriloide, esa pelirroja, ¿está todavía en el "Copacabana"?

– Si -dice Barra-. Está todavía.

– Podríamos darnos una vueltita por allí esta noche -dice Pancho.

– No estaría mal -dice Tomatis, pensando en otra cosa.

– Es igual para mí -digo yo.

– De todas maneras, no sería el primer jueves que uno se acuesta temprano -dice Tomatis-. Yo me acuerdo bien, que allá en mi infancia, una vez…

– No, no, pero vamos -dice Pancho.

Entonces Barra cruza los cubiertos sobre el plato, produciendo un rápido y leve tintineo, y dice:

– Yo no puedo. No quiero llegarle tarde a mi mujer. La cosa anda un poco tirante.

Pancho alza la cabeza y lo mira.

– ¿Cuándo vas a tirar a tu mujer a un tarro de basura, de una vez por todas? -dice.

– En serio que no puedo -dice Barra, carraspeando. Retoma los cubiertos, dejando el cuchillo sobre el mantel, a un lado del plato, y después se inclina sobre la fuente, eligiendo un trozo de carne. Con excesiva atención da vuelta un trozo, lo mira, y lo recoge con el tenedor, llevándoselo para su plato. Agarra el cuchillo y comienza a cortar la carne en trozos pequeños.

Pancho deja de comer, los cubiertos en ristre, y lo mira.

– ¿Por qué no vas a ir? -le dice.

– Es que no puedo -dice Barra.

– ¿Cómo no vas a poder? -dice Pancho.

– Y -dice Barra-. No puedo.

– No jodas -dice Pancho, reiniciando su comida-. Vos venís con nosotros y listo. Si es por la plata te aviso que tengo tres mil quinientos pesos en el bolsillo.

– Al diablo -dice Tomatis, mirando a Pancho con los ojos muy abiertos.- ¿Acabas de asesinar a tu hermano? [2]

– No -dijo Pancho-. Le pedí un préstamo solamente.

Tomatis lo miró con curiosidad.

– ¿Existen hermanos que dan tanto? ¿Padres que dan tanto?

– Depende de como se pida -digo yo.

– Pancho debe pedir revólver en mano -dijo Tomatis.

Barra se echó a reír. Pancho alzó súbitamente la cabeza y lo miró, dejando de comer.

– ¿Vas a ir?

– Pancho -digo yo-, el verano pasado, en la playa, ¿estuvieron las chicas con nosotros?

– ¿Qué chicas? -pregunta Pancho sin dejar de mirar a Barra; y le dice: -¿En serio que no vas a ir?

– Pocha y Miri -digo yo.

– Podría ir un ratito -dice Barra, recogiendo un trozo de carne con el tenedor.

– Pero un ratito, nada más -agrega, mordiendo el trocito de carne.

Entonces Pancho continúa comiendo.

– Bravo -dice-. Así me gusta.

– Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo -salmodia Barra.

Pancho queda en silencio, masticando, inclinado sobre el plato. Tomatis lo mira con una atención pensativa y melancólica.

– ¿Las chicas?-dice-¿El verano pasado? Si hace dos años que no están en la ciudad.

– Pero el verano pasado estuvieron aquí una semana -dice Barra.

– De veras -dice Tomatis.

– Quisiera saber si fue en realidad el verano pasado -digo yo-. Este Pancho me ha hecho mezclar todas las cosas.

– Pancho viejo -dice Barra.

– Pancho -dice Tomatis; Pancho se vuelve y lo mira, sonriendo; Tomatis sonríe por lo que se halla a punto de decir, después lo dice: -¿Qué es eso de no dejar paso a la gente en los tranvías?

Entonces Pancho se echa a reír sacudiendo la cabeza, con la expresión del chico que ha sido pescado en una falta.

– ¿Acaso los tranvías no pertenecen a la comunidad? -dice Tomatis.

Pancho me mira, riendo, deja el tenedor sobre el borde del plato, me toca el codo con la mano, y siempre riendo, cabecea hacia Tomatis, señalándolo, como diciendo: "Atiendan lo que dice."

– ¿O es que no sabías que pertenecen a la comunidad? -dice Tomatis. Nos mira a Barra y a mí.

– Él con su neurosis, se da el tremendo gustazo de incomodar a la gran familia argentina.

– Ha tenido la diabólica sabiduría de encontrar el pretexto -digo yo.

Pancho alza su copa de vino y toma un trago. La deja. Se seca los labios con una servilleta. Me mira.

– ¿Cómo es eso? -me dice- ¿Qué pretexto?

– El pretexto que le permite a uno hacer algo -fuera de lo común -digo yo. De las otras mesas casi todas ocupadas, nos miraban de vez en cuando con curiosidad y sorpresa. Hablábamos en voz un poco alta-. Permitimos que alguien cometa una barbaridad siempre que deje bien claro el motivo. Además nos permitimos hacerla atendiendo a las mismas condiciones.

– ¿Qué es eso? -dice Pancho-. ¿Qué condiciones?

Tomatis me mira, sonriendo. Vuelve lentamente la cabeza y mira a Pancho.

– Me parece que, por ejemplo, si en tu manía de no dejar paso a la gente como todo el mundo, no les ofrecieras la explicación paralela de la crisis neurótica, ellos se volverían locos de desconcierto y espanto -dice.

– Exactamente -digo yo.

– Y esa es la razón por la cual vas a internarte de vez en cuando a un sanatorio. Es para darle un sentido a tu conducta.

– Exacto -digo yo.

– Y al diablo -dice Tomatis.

– En definitiva ¿no soy más que un farsante? -dice Pancho-. Sí al diablo.

Hablamos media hora más sobre el asunto, hasta que terminamos de comer. "Lo peor que puede, sucedemos es que nos consideren extrahumanos. Queremos darle una explicación razonable a todos nuestros actos", dijo Tomatis. "Por supuesto", dijo Pancho. "Pero… ¡Un cuerno la vela! A qué hora es el primer varieté?" Tomatis miraba a Pancho sonriendo; creo que yo también. Barra no miraba a nadie ni sonreía: se hallaba invadido nuevamente por esa distracción triste o casi desesperada que lo hace levantar a menudo la cabeza, como si estuviera tratando de escuchar algún murmullo resonante y lejano, y tocarse muchas veces y con lentitud el bigote, con el pulgar y el índice como probando su consistencia. "Pensemos en el arte; en el arte sin ir más lejos", decía Tomatis. "Para justificarlo le adherimos la explicación de que es útil; pero en realidad no sabemos de qué se trata." "La literatura es lo peor que hay" dijo Pancho, como para sí mismo. "En especial la literatura argentina: está llena de viejos de la calaña de Guido y Spano."

Entonces dice Tomatis:

– No nos olvidemos de Leopoldo: ese pícaro tiene que encabezar la lista,

– Eso es -dice Pancho.

– Bueno -digo yo-. Acábenla.

Media hora más tarde, alrededor de las once y media, descendimos de un taxi frente a los pasillos iluminados de la galería. Recorrimos rápidamente una de las alas, entre los pequeños locales iluminados, envueltos en el sordo estruendo borroso de la música, y nos sentamos en una de las mesas del patio. Había muchísima gente; parloteaba y reía, diseminada en grupos de tres o cuatro alrededor de las mesas de hierro de todos colores. El grupo de la guitarra no estaba. Tomamos café.

– Sin embargo -dice Pancho-, ir a la playa no fue todo lo que hicimos el verano pasado.

– ¿Qué estás tratando de inventar? -le digo yo.

Pancho se toca la frente con aire confuso;

– No -dice-. En serio. Yo decía algo que no tiene nada que ver con la playa. Lo de la playa está bien; lo recuerdo perfectamente. Tengo prácticamente en blanco el otro período. Es bastante desagradable.

Ninguno de los tres dice nada; Pancho continúa tocándose la frente, y haciendo gestos de confusión. Habla como para sí mismo.

– Es bastante terrible -dice-. ¿Nunca les pasó? Deben ser los efectos del shock insulínico.

– No, hombre -dice Barra-. Qué va a ser.

Pancho alza de golpe la cabeza: los ojos le brillan furiosos y terribles. La sangre afluye rápidamente a su rostro pálido y áspero.

– Con vos no es la cosa -dice, mirando fijamente a Barra, haciendo gestos con la mano-. Bueno. Con vos no es la cosa.

Tomatis hace un rápido ademán, dejando con estrépito el pocillo de café sobre el platito.

– Bueno -dice.

Pancho se echa sobre el respaldo de la silla; sus facciones se distienden y cuajan en una creciente sonrisa.

– Se me hace tarde. Me voy -dice Barra, poniéndose de pie.

Entonces Pancho lo mira nuevamente, de un modo súbito también, y la sonrisa desaparece de su rostro, que ha adquirido ahora una expresión como de temor y sorpresa.

– Hasta mañana -dice Barra, y comienza a alejarse sorteando las mesas. Tomatis golpea lentamente, manteniendo un ritmo regular, con expresión pensativa, la cucharita de café contra el pocillo. Barra desaparece por la ancha boca del pasillo iluminado.

Estuvimos varios minutos sin decir palabra. Yo escuchaba la música. No sé en qué estarían pensando los otros. Pancho se hallaba con las piernas estiradas debajo de la mesa, encogido sobre su silla, sosteniendo el mentón con la palma de la mano derecha, el codo derecho asentándose sobre la palma de la mano izquierda, el brazo izquierdo doblado a la altura de la barriga. Tomatis observaba la ruidosa gente que mataba el tiempo charlando en el patio. Nuestras miradas no se cruzaron ni siquiera una vez sola.

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[2] Pancho tiene un hermano mayor, casado, con bastante dinero. Tiene cuatro hermanos más, también mayores, que no viven en la ciudad. Pancho es el único de los hijos de la familia Expósito que continúa viviendo en la casa paterna. Su padre es un agente de seguros jubilado. Su hermano es ingeniero, o técnico, o algo así, y hace tres o cuatro años, antes de casarse, instaló una pequeña fundición que le viene dejando una buena renta. El hermano de Pancho es un buen muchacho: es el que le paga los tratamientos. Se preocupa bastante por él, aunque sospecho que ya debe sentirse algo cansado, porque unos días antes de que Pancho se internara por última vez, vino a verme a casa, para consultarme sobre lo que debía hacer. Se sentó frente a mí, y golpeándose la sien derecha con el dedo índice, exclamó: "¡Mucha lectura! Demasiada lectura". Inmediatamente me propuso un plan para distraerlo. "Llévelo al fútbol", me dijo. "No pueden salir con un par de chicas?" Me miró con aire lastimoso y agregó: "Me cuesta un dineral". Y yo le respondí: "No vaya a echárselo en cara". Él me miró sorprendido: "¿Sería grave?", dijo. "Para usted", pensé yo, pero preferí callarme la boca, "para usted, porque si llega a decírselo Pancho es capaz de hacerse internar todos los meses, hasta mandarlo a la quiebra".