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Barra y Tomatis conversaban en voz baja; Barra se hallaba inclinado hacia Tomatis, y escuchaba con la cabeza puesta de perfil hacia él. Tomatis hablaba sin moverse, como en medio de un plácido abandono. Yo alcanzaba a oír fragmentariamente algunas palabras: "…el viejo Borges", "…fantasía…", "…mayor oposición…"; en un momento dado desvié la cabeza hacia ellos, mirándolos un momento, y vi que Tomatis se acomodaba sobre la silla, como invadido por una súbita energía, y sacudiendo el índice en un ademán vagamente didáctico, dijo, con un tono casi despectivo: "…en su plenitud recoge mágicamente".

– Jueves, sí -dijo Pancho.

– Bueno, a lo mejor está franco hoy -le digo entonces. Y él me dice, paseando la vista por el salón largo y rectangular:

– Estas mujeres van de un lado a otro.

– No -le digo-. Pero la colorada es de aquí. La he visto muchísimas veces por la calle.

– ¿Es homosexual? -pregunta Pancho.

– Anda siempre con una cantante del "Bambú" -le digo-. Viven juntas. Y ella tiene un aire raro. Por supuesto que juraría que es lesbiana. Ya sabes cómo son las mujeres.

– Un exceso en la búsqueda de independencia social -dice Pancho.

– No seas tonto, hombre -le digo yo.

Pancho alza su copa de vino y bebe un trago. Busca al parecer cigarrillos en el bolsillo de su saco.

– ¿Tenés un cigarrillo? -me dice.

Saco el paquete y le doy uno; dejo el paquete sobre la mesa; enciendo el encendedor ante el rostro de Pancho. Este se inclina, con el cigarrillo sesgado en los labios y aproxima el extremo del cigarrillo a la llama. Al chupar la llama crece, y su rostro rasurada, a la luz viva, parece hecho de una áspera roca trabajada descuidadamente. Las cuencas de sus ojos se llenan de sombra. Su amplia frente, un poco húmeda, refleja resplandores recibidos de un modo indirecto. Se echa hacia atrás, lanzando humo por la boca; apago el encendedor y lo guardo en mi bolsillo.

– Nada de tonto -dice Pancho, fumando y mirando la brasa de su cigarrillo-. Es el resultado de su independencia social, y casi siempre…

– ¡Muchachos! ¡Muchachos! -se oye la voz del tipo detrás mío, mezclada a las ásperas y prolongadas risas de las mujeres.

Pancho alza la cabeza hacia él, por encima de mi hombro.

– ¿Eh? -dice-. Sí, hombre, sí. Ya va -y agrega por lo bajo, mirándome-: Este tipo ya me tiene hasta la coronilla. -Vuelve a mirarlo-. En seguida, don -dice en voz alta.

– No tiene nada que ver una cosa con la otra -digo yo.

En ese momento los músicos comenzaron a subir lentamente al escenario.

– ¡Muchachos! -gritó el tipo, detrás mío. Y en seguida comencé a oír sus pasos arrastrados aproximándose a la mesa. Inmediatamente estuvo parado entre Pancho y yo. Nos puso un brazo en el hombro a cada uno y comenzó a cabecear hacia la mesa de las chicas.

– Ahora voy a bailar con una morocha -dijo.

Fue hasta su propia mesa y trajo consigo el baldecito de hielo con la botella de vino adentro.

– Para tomarlo entre los amigos -dijo, guiñando repetidas veces los ojos, que brillaban en la penumbra como dos amarillas brasas húmedas, con vetas rojizas. Estaba de pie, oscilando ligeramente, con las piernas abiertas, agarrando el baldecito por el borde con una mano y sosteniéndolo por la base con la palma de la otra.

– Muchas gracias -digo yo-. Ya hemos tomado.

– No faltaba más -dijo el tipo-. Somos todos camaradas, muchachos. Lo que es de uno es de todos. -Se inclinó, un poco bruscamente, de modo que una gota de agua fría, del interior del baldecito me dio en pleno rostro-. Y ahora voy a bailar con una morochita, un kilo y medio la piba -dijo. El baldecito se halla peligrosamente inclinado hacia mí.

– Sin duda -dije, empujando el baldecito por el borde para enderezarlo. El tipo advirtió mi gesto, echándose ligeramente para atrás.

– Perdonen, muchachos -dijo-. No quise ofender. No faltaba más. Estoy un poco, ¿eh?, ya me entienden.

Decidió palmearme, con el objeto de mostrarme su gran afecto, de modo que separó la mano que sostenía el baldecito por la base y me dio dos golpe -citos cariñosos en el hombro, resultando que el baldecito, agarrado con una sola mano por el borde, se inclinó nuevamente hacia mí, en un ángulo peligroso. Cerré los ojos. Cuando sentí que retiraba la mano del hombro volví a abrirlos comprobando que colocaba nuevamente la mano bajo el baldecito.

Ahora los músicos revisaban lentamente sus instrumentos, recogiéndolos del suelo; el pianista se hallaba ya sentado frente al viejo piano vertical y tocaba distraídamente unas notas. El tipo volvió rápidamente la cabeza hacia el escenario.

– "La cumparsita", maestro -gritó.

Nadie le hizo caso.

– Eh -repitió- "La cumparsita".

Las chicas rieron detrás mío. El pianista miró hacia el salón pero al parecer no vio a nadie y continuó probando su piano.

– Eh, maestro -dijo el tipo encaminándose hacia el escenario, con el baldecito en las manos-, A pedido: "La cumparsita".

Cuando se alejó unos metros oímos el ruido de un chorro de agua chocando contra el suelo. El tipo se detuvo.

– "La cumparsita" -gritó tímidamente desde donde estaba. Por el tono de su voz se advertía de que tenía conciencia de haber metido la pata, e insistía para arreglar un poco las cosas. La camarera rubia se aproximó rápidamente a él y le dijo algo en voz baja.

– No -respondió el tipo con su voz pesada-. Yo quería que tocaran "La cumparsita".

– De acuerdo, señor. Perfectamente. Pero vaya y siéntese -oí decir a la camarera.

Todos los presentes mirábamos hacia el tipo y la camarera.

– Sí -dijo el tipo con voz tímida y apagada-. Pero yo quería…

– Comprendo -dijo la camarera- Pero ahora va y se sienta.

El tipo volvió, con el baldecito en la mano, y al pasar frente a su mesa lo dejó sobre ella, al parecer olvidando por completo la invitación que nos había hecho un momento antes. Después se aproximó a Pancho y cabeceando hacia el lado del escenario le dijo:

– Son unos hijos de puta.

– Sin duda alguna -convino Pancho.

El tipo siguió viaje hasta la mesa de las chicas, ubicada en el fondo del salón, detrás mío. En el escenario los músicos, el violín, el bandoneón y el piano, terminaron por fin de acomodarse, quedando inmóviles por un momento: el primero se hallaba de pie en el extremo opuesto del escenario en que estaba el piano, el bandoneonista sentado entre los dos. No alcancé a distinguir cuál, dio dos golpes con su zapato en el piso de madera, y en seguida comenzaron a ejecutar "La cumparsita".

Sin embargo el tipo no bailó: apenas el tango comenzó a escucharse regresó a su mesa, se sentó y se quedó inmóvil durante un momento. En seguida se levantó, aproximándose a nuestra mesa; pidió permiso y retiró su copa vacía llevándosela con él. Regresó a sentarse en su propia mesa, quedando completamente inmóvil y en silencio, moviéndose solamente de vez en cuando para llenar su copa y bebérsela de a cortos tragos.

Nos quedamos en el "Copacabana" hasta cerca de las tres. Cuando estaba a punto de comenzar la segunda sección del varíete nos levantamos y nos fuimos. A esa hora se habían ocupado un par de mesas más. El tipo de la mesa de al lado nos corrió hasta la puerta cuando advirtió que salíamos.

– Eh, eh, oigan, diga -nos gritó. Nos detuvimos.

Quedó parado a un metro de distancia del grupo cerca de la puerta de salida, junto al guardarropa.

– ¿Ya se van? -dijo.

– Y, sí -dijo Tomatis-. Ya nos vamos.

– ¿No quieren tomar una botellita de vino? -dijo el tipo.

– No -respondió Tomatis vacilantemente-. Es un poco tarde para nosotros, don. -Y agregó entre dientes-: Mañana tenemos que madrugar para continuar construyendo el sólido edificio de nuestra literatura.

– Al carajo la literatura -dijo Pancho.

– ¿En serio que se van? -dijo el tipo-. Bueno. Buenas noches, muchachos. Y perdonen, muchachos.

– Es una lástima -digo yo-. Nos hubiera gustado verlo bailar el tango como se bailaba en las viejas épocas.

El tipo vaciló antes de responder.

– Fue la morocha la que no quiso saber nada, se lo puedo asegurar -dijo.

– No importa -le digo-. Otra vez será, de todas maneras.

– Claro que sí, muchachos -dijo, dándonos la mano a todos-. Y no se olviden, ¿eh?

No sé en realidad qué era lo que quería que recordáramos. Finalmente, haciendo una especie de reverencia, dijo:

– Gorosito, a sus órdenes.

En seguida salimos. La calle estaba desierta, excepción hecha de un camión y un automóvil estacionados junto a la vereda de enfrente. Comenzamos a caminar hacia el centro, Tomatis, Barra y yo sobre la vereda, Pancho en la calle, haciendo a veces equilibrio sobre el cordón, como un chico.

– Que noche espléndida -dijo Tomatis.

En efecto, era una noche singular, cálida y liviana. En cada esquina malamente iluminada por los faroles del alumbrado público, el empedrado relucía a consecuencias de la humedad. No soplaba brisa. En la lejanía resonaba sordamente el motor de un coche.

– Tengo una idea vaga de un día del mes de enero, a la tardecita -dice entonces Pancho.

– ¿El año pasado? -digo yo.

– Sí -dice Pancho- el año pasado creo.

– ¿Dónde? -le digo yo.

– No sé -dice Pancho-. Sé que era en el mes de enero, a la tardecita, pero no sé dónde. Han hecho conmigo una limpieza poco efectiva. A propósito, ¿qué es de la vida del gran Conde?

– Estuvo en la ciudad -digo yo.

– Durmió en casa -dice Tomatis.

– Andaba a la pesca de unas cátedras de Psicología -digo yo-. Trabaja un poco por hacer algo, nada más. La familia de Conde está bastante bien; el gran problema son las diferencias políticas. Claro que siempre hay algún otro mar de fondo. Pero son una caterva de reaccionarios. De no ser así, Conde tendría la vida asegurada.