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– Perdón, mi comandante-choca ligeramente los tacos el capitán Pantoja-. No he intervenido para nada, se lo aseguro.

– ¿No es usted uno de los cerebros de Intendencia que han concebido esta porquería?-coge el ventilador, lo enfrenta a su cara, cráneo, y carraspea el general Scavino-. De todos modos, hay algunas cosas que deben quedar sentadas. No puedo evitar que esto prospere, pero haré que salpique lo menos posible a las Fuerzas Armadas. Nadie va a empañar la imagen que el Ejército ha conquistado en Loreto desde que estoy al frente de la Quinta Región.

– Ése es también mi deseo-mira por sobre el hombro del general el agua barrosa del río, una lancha cargada de plátanos, el cielo azul, el sol ígneo el capitán Pantoja-. Estoy dispuesto a hacer lo posible.

– Porque aquí se armaría la de Dios es Cristo, si trasciende la noticia-alza la voz, se levanta, apoya las manos en el alféizar de la ventana el general Scavino-. Los estrategas de Lima planean muy tranquilos cochinadas en sus escritorios, porque el que aguantará la tormenta si la cosa se hace pública es el general Scavino.

– Estoy de acuerdo con usted, tiene que creerme-suda, ve empaparse los brazos de su uniforme, implora el capitán Pantoja-. Yo no hubiera pedido jamás esta misión. Es algo tan distinto de mi trabajo habitual que ni siquiera sé si seré capaz de cumplirla.

– Sobre madera tu padre y tu madre se juntaron para hacerte y sobre madera pujó y se abrió de piernas para parirte la que te parió-ulula y truena, allá arriba, en la oscuridad el Hermano Francisco-. La madera sintió su cuerpo, se enrojeció con su sangre, recibió sus lágrimas, se humedeció con su sudor. La madera es sagrada, el leño trae salud. ¡Hermanas! ¡Hermanos! ¡Abran los brazos por mí!

– Por esa puerta desfilarán decenas de personas, esta oficina se llenará de protestas, de pliegos con firmas, de cartas anónimas -se agita, da unos pasos, regresa, abre y cierra el abanico el padre Beltrán-. Toda la Amazonía pondrá el grito en el cielo y pensará que el arquitecto del escándalo es el general Scavino.

– Ya oigo al demagogo del Sinchi vomitando calumnias contra mí por el micrófono-se vuelve, se demuda el general Scavino.

– Mis instrucciones son que el Servicio funcione en el mayor secreto-se atreve a quitarse el quepí, a pasarse un pañuelo por la frente, a limpiarse los ojos el capitán Pantoja-. En todo momento tendré muy en cuenta esa disposición, mi general.

– ¿Y qué diablos podría inventar para aplacar a la gente?-grita, contornea el escritorio el general Scavino-. ¿Han pensado en Lima el papelito que me tocara representar?

– Si usted lo prefiere, puedo pedir hoy mismo mi traslado-palidece el capitán Pantoja-. Para demostrarle que no tengo ningún interés en el Servicio de Visitadoras.

– Vaya eufemismo que se han buscado los genios-taconea de espaldas, mirando el río que destella, las cabañas, la llanura de árboles el padre Beltrán-. Visitadoras, visitadoras.

– Nada de traslados, me mandarían otro intendente en una semana -vuelve a sentarse, a ventilarse, a enjugarse la calva el general Scavino-. De usted depende que esto no perjudique al Ejército. Tiene sobre los hombros una responsabilidad del tamaño de un volcán.

– Puede dormir tranquilo, mi general-endurece el cuerpo, echa atrás los hombros, mira al frente el capitán Pantoja-. El Ejército es lo que más respeto y quiero en la vida.

– La mejor manera que tiene ahora de servirlo, es manteniéndose alejado de él -suaviza el tono y ensaya una expresión amable el general Scavino-. Mientras esté al mando de ese Servicio, al menos.

– ¿Perdón?-pestañea el capitán Pantoja-. ¿Cómo dice?

– No quiero que ponga los pies jamás en la Comandancia ni en los cuarteles de Iquitos-expone a las aspas zumbantes e invisibles la palma, el dorso de las manos el general Scavino-. Queda exceptuado de asistir a todos los actos oficiales, desfiles, tedéums. También de llevar uniforme. Vestirá únicamente de civil.

– ¿Debo venir de paisano incluso a mi trabajo?-sigue pestañeando el capitán Pantoja.

– Su trabajo va a estar muy lejos de la Comandancia -lo observa con recelo, con consternación, con piedad el general Scavino-. No sea ingenuo, hombre. ¿Se le ocurre que le podría abrir una oficina aquí, para el tráfico que va a organizar? Le he afectado un depósito en las afueras de Iquitos, a orillas del río. Vaya siempre de paisano. Nadie debe enterarse que ese lugar tiene la menor vinculación con el Ejército. ¿Comprendido?

– Sí, mi general-sube y baja la cabeza el boquiabierto capitán Pantoja-. Sólo que, en fin, no me esperaba una cosa así. Va a ser, no sé, como cambiar de personalidad.

– Haga de cuenta que lo han destacado al Servicio de Inteligencia-abandona la ventana, se le acerca, le concede una sonrisa benevolente el comandante Beltrán-que su vida depende de su capacidad de pasar desapercibido.

– Trataré de adaptarme, mi general-balbucea el capitán Pantoja.

– Tampoco conviene que viva en la Villa Militar, así que búsquese una casita en la ciudad-desliza el pañuelo por sus cejas, orejas, labios y nariz el general Scavino-. Y le ruego que no tenga relación con los oficiales.

– ¿Quiere decir relación amistosa, mi general?-se atora el capitán Pantoja.

– No va a ser amorosa-ríe o ronca o tose el padre Beltrán.

– Ya sé que es duro, le va a costar-asiente con amabilidad el general Scavino-. Pero no hay otra fórmula, Pantoja. Su misión lo pondrá en contacto con toda la ralea de la Amazonía. La única manera de evitar que eso rebote sobre la institución, es sacrificándose usted mismo.

– En resumidas cuentas, debo ocultar mi condición de oficial-divisa a lo lejos un niño desnudo que trepa a un árbol, una garza rosada y coja, un horizonte de matorrales que llamean el capitán Pantoja-. Vestir como un civil, juntarme con civiles, trabajar como civil.

– Pero pensar siempre como militar-da un golpecito en la mesa el general Scavino-. He designado un teniente para que nos sirva de enlace. Se verán una vez por semana y a través de él me rendirá cuenta de sus actividades.

– No se preocupe lo mas mínimo: seré una tumba-empuña el vaso de cerveza y dice salud el teniente Bacacorzo-. Estoy al tanto de todo, mi capitán. ¿Le parece bien que nos veamos los martes? He pensado que el punto de reunión fueran siempre barcitos, bulines. Ahora tendrá que frecuentar mucho estos ambientes ¿no?

– Ha hecho que me sienta un delincuente, una especie de leproso-pasa revista a los monos, loros y pájaros disecados, a los hombres que beben de pie en el mostrador el capitán Pantoja-. ¿Cómo diablos voy a comenzar a trabajar si el mismo general Scavino me sabotea? Si la propia superioridad empieza por desanimarme, por pedirme que me disfrace, que no me deje ver.

– Fuiste a la Comandancia tan contento y otra vez vuelves con cara de lelo-se empina, le da un beso en la mejilla Pochita-. ¿Qué pasó, Panta? ¿Llegaste tarde y te resondró el general Scavino?

– Yo lo ayudaré en lo que pueda, mi capitán-le ofrece rajitas de chonta fritas el teniente Bacacorzo-. No soy un especialista, pero haré lo posible. No se queje, muchos oficiales darían cualquier cosa por estar en su pellejo. Piense en la libertad que va a tener; usted mismo decidirá sus horarios, su sistema de trabajo. Aparte de otras cosas ricas, mi capitán.

– ¿Vamos a vivir aquí, en este sitio tan feo?-mira las paredes desconchadas, el entarimado sucio, las telarañas del techo la señora Leonor-. ¿Por qué no te han dado una casa en la Villa Militar que es tan bonita? Otra vez tu falta de carácter, Panta.

– No crea que me pongo derrotista, Bacacorzo, sólo que ando terriblemente despistado-prueba, mastica, traga, susurra rico el capitán Pantoja-. Soy un buen administrador, eso sí. Pero me han sacado de mi elemento y en esto no sé atar ni desatar.

– ¿Ya echó un vistazo a su centro de operaciones?-llena de nuevo los vasos el teniente Bacacorzo-. El general Scavino ha pasado una circular: ningún oficial de Iquitos puede acercarse a ese depósito del río Itaya, so pena de treinta días de rigor.

– Todavía no, iré mañana temprano-bebe, se limpia la boca, contiene un eructo el capitán Pantoja-. Porque, seamos francos, para cumplir esta misión como se pide, habría que tener experiencia en la materia. Conocer el mundo noctámbulo, haber sido un poco farrista.

– ¿Vas a ir a la Comandancia así, Panta?-se le aproxima, palpa la camisa sin mangas, olfatea el pantalón azul, la gorrita jockey Pochita-. ¿Y tu uniforme?

– Desgraciadamente, no es mi caso-se entristece, esboza un ademán avergonzado el capitán Pantoja-. No he sido nunca jaranista. Ni siquiera de muchacho.

– ¿Que no podemos juntarnos con las familias de los oficiales?-esgrime el plumero, la escoba, un balde, sacude, limpia, barre, se espanta la señora Leonor-. ¿Que tenemos que vivir como si fuéramos civiles?

– Fíjese que, de cadete, los días de salida prefería quedarme estudiando en la escuela-recuerda nostálgico el capitán Pantoja-. Dándole duro a las matemáticas, sobre todo, es lo que más me gusta. Nunca iba a fiestas.

Aunque le parezca mentira, solo he aprendido los bailes más fáciles: el bolerito y el vals.

– ¿Que ni los vecinos deben saber que eres un capitán?-refriega vidrios, baldea suelos, pinta paredes, se asusta Pochita.

– Así que lo que me ocurre es tremendo-mira alrededor con aprensión, le habla muy cerca del oído el capitán Pantoja-. ¿Cómo puede organizar un Servicio de Visitadoras alguien que no ha tenido contacto con visitadoras en su vida, Bacacorzo?

– ¿Una misión especial?-encera puertas, empapela armarios, cuelga cuadros Pochita-. ¿Vas a trabajar con el Servicio de Inteligencia? Ah, ya capto tanto misterio, Panta.

– Me imagino a esos millares de soldados que esperan, que confían en mí-escruta las botellas, se emociona, sueña el capitán Pantoja-, que cuentan los días y piensan ya vienen, ya van a llegar, y se me ponen los pelos de punta, Bacacorzo.

– Qué secreto militar ni qué ocho cuartos-ordena roperos, cose visillos, desempolva pantallas, enchufa lámparas la señora Leonor-. ¿Secretos con tu mamacita? Cuenta, cuenta.