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Llegó Alfonso al dormitorio y la escena que le devolvieron sus ojos -Sofía tendida a mi lado en la cama, fija en estos signos que el lápiz había hecho por su cuenta, despavorida su mirada- tiñó su tono de severidad.

– No es la voz la afectada, Sofía. Es la expresión, es el lenguaje, entiende, es la zona que la comunica con el mundo. Además de afasia, tiene alexia, agrafía y acalculia. Ni la lectura, ni la escritura ni el cálculo le son posibles por ahora. Recuperará algo de lo que aprendió con el otro hemisferio del cerebro, el derecho. Eso esperamos, al menos -miró cansado-. No la sometan a más pruebas.

Como si yo no estuviese ahí.

Al día siguiente me trajeron el diario junto con el desayuno: el gesto de siempre, en la bandeja de siempre. Lo tomé, el más inocente de los hábitos. Miré detenidamente. Veía las letras, eran dibujos. Grafismos sin significado. Veía las imágenes de las letras, sólo que al juntarlas no me hacían sentido, no me comunicaban nada. Las letras me cortaban la vista y la imagen se me iba. Tiré el diario al suelo y me desplomé. Grité y las cuerdas vocales funcionaron. Entonces recordé que no era muda, no.

Era afásica.

No fue mucho el tiempo que me llevó comprender mi enfermedad.

Un día viene una palabra, luego se va. A veces no recuerdo el uso de ellas, las malditas. Recuerdo recordándolas, y a poco parten. Entonces llegan otras y estas otras vuelven a partir. No es la palabra en sí el vacío, es la fonética de ellas. Palpo cada sonido en el fondo de la mente. Pero es tenue, muy tenue este fondo que se niega a surgir.

De vez en vez llegan las palabras a mí, o el recuerdo de ellas. Puedo decirlas en silencio, en este silencio nuevo y mío, dulce y agresor.

Lo peor es que el doctor insistió en lo intacto de mi capacidad de comprensión. Lo comprendo todo, a pesar de mí estoy completamente lúcida. También insiste en la razón desconocida de esta trombosis, derrame o cómo se llame. Que no pueden impedir un próximo ataque si no saben a qué se debió. Que estará siempre la amenaza de un siguiente. Estará.

Mi temor es convertirme a la larga en un vegetal. Aún pienso, aún conformo pensamientos, porque vengo con el vuelo de haberlo hecho durante tantos años. Pero en la medida en que no ocupe el lenguaje, ¿podré generar nuevos pensamientos? Todos en torno a mí se preguntan cómo será la afasia. Es una enfermedad equívoca, como si hubiese desaparecido el lenguaje interno junto con el externo y no es así. Sucede que el mundo interno se queda sin comunicación. Como si eso fuera poco. Ellos se preguntan cómo será.

Una cárcel. Esa es la única respuesta.

Una cárcel en blanco.

Me han herido en el centro. Y yo que creía que el centro era el corazón.

* * *

He inventado un nuevo lenguaje: mis ojos. Los ojos no me servían sino para mirar. Hoy todo lo digo con los ojos y lo que ayer comprendía con la mente y el pensamiento hoy lo hago con mis ojos. El desconcierto, la pena, la fatiga, el desamor, el furor se convierten en miradas que distanciándose de otras miradas las destacan y me enseñan lo que debo aprender. Los ojos subrayan todo acontecer y los libros son ahora el blanco, y el blanco lo envuelve todo, menos los ojos. Con ellos veo el peligro y los desechos, siempre atentos. Ellos generan el pensar que ya no tendrá pensamiento y lo que mis ojos no reparen no existe, no me detengo en nada que no detecten mis propios ojos, no deben desviarse mis ojos, carezco de todo otro lenguaje, el único es el que ven y miran mis ojos.

Son ellos mi nuevo lenguaje. Desde hoy, mis ojos hablarán por mí.

Y es con esos ojos que contaré esta historia.

* * *

Al principio fue el ensueño, la equívoca ilusión de que el sólo hecho de poder comprender haría que la expresión volviese.

No fue así.

Y como mi vida cotidiana pasó a ser largas horas, eternas horas, horas muertas frente a mí, la memoria vino a acompañarme.

Algunos confunden el lenguaje con la memoria. Si ésta hubiese también partido, claro, sería otra la soledad. Pero sucede lo inverso: nunca usé la memoria como ahora. En ausencia de otros bienes, ella se agiganta.

Y la memoria juguetea conmigo, me lleva lejos, muy lejos o me remite al ayer inmediato. Cuando hablo del ayer, hablo de entonces, cuando aún no estaba presa en la vida, cuando aún no me sumergía en esta blanca mutilación.

Ese último sábado en el campo, esa mañana, nos tendimos las tres al sol. El pasto -un poco fresco por el rocío de las primeras horas- nos obligó a sacar los chales de la abuela, todos escoceses con sus flecos ajados, y los parlantes con su sonido amplificado hacia el jardín eran la imagen exacta del bienestar. Libres y compañeras, cualquier duda la despejaba ese aire diáfano. Yo no pensaba: soy la más tonta, Sofía me mira en menos, Victoria no perdona mi frivolidad, no, ninguna inseguridad que no cubriera el afecto. Las miré contenta, por última vez como ser vivo -pero por cierto eso yo aún no lo sabía- y amé esas matas enormes de pelo tan negro de Victoria confundiéndose entre el pasto y el escocés, y la calidez del castaño de Sofía. Cómplices. Sofía, la pieza clave que rompía la asimetría entre Victoria y yo, limándola. Ella siempre nexo, todo nexo de todo con todos.

– ¡Qué placer! -suspiró, luego me miró recelosa-. Dime, Blanca, a pesar de todo lo que te ha pasado, ¿podrías negar lo bueno de este momento?

– No, no lo niego.

– Tampoco yo -dijo Victoria- y putas que me han pasado cosas a mí.

Y cuando la música llegó con esas danzas húngaras del Renacimiento tardío, las tres cerramos los ojos.

Yo soñaba que todas soñábamos.

En esas danzas húngaras había algo de niñez. O de ese delicioso delirio de sentirse allí otra vez. Soñé que mamá me lavaba el cabello. Siempre lo hacían las nanas, pero cuando alguna rara vez sucedía, sus manos no dolían en la nuca, no, eran una caricia las manos de mamá. Me daba dos baños de champú y cuando había escurrido cuidadosamente el agua de mi pelo, me hacía un enjuague de manzanilla para que no se me fuera a oscurecer. Tú sabes, Blanca, que por alguna extraña razón en este país los pelos rubios no se conservan, todas las rubias se oscurecen al crecer, dicen que es el agua de Chile, pero esta manzanilla te ayudará a mantenerlo. Hablaba sola mientras mi cabeza metida dentro del lavatorio no me daba respiro ni podía abrir la boca para no tragar la espuma. Luego me desenredaba y me peinaba, única vez que no dolía, porque nadie tenía su suavidad. Me gusta peinar tu pelo rubio, me decía. ¿Por qué no se te oscureció a ti, si también eres chilena?, le preguntaba yo y ella se reía. Las tinturas, mi amor, las tinturas son mágicas, uno decide con ellas lo que quiere ser, desde morena rutilante, colorína loca o rubia espléndida. Y seguía peinándome y yo olía su cuerpo cercano, ese olor que me persiguió siempre. ¿Qué perfume sería? Nunca le pregunté, tenía tantas botellas diferentes en su tocador; sin embargo, el olor era siempre el mismo y yo soñaba con ese olor cerquita cuando llegaba tarde de las comidas y entraba a mi pieza a taparme y me besaba creyendo que yo dormía. (Y un día, me acuerdo, ya mayor, el olor me traicionó cuando mis hermanos me pidieron que hiciera de apoderada de lista en la última elección que hubo antes de los militares. Me tocó pasar el día entero con mujeres, todas señoras mayores que también hacían de apoderadas de sus partidos. Yo iba con claras instrucciones de odiar a las otras, pero al acercárseme una de ellas -mi potencial enemiga- reconocí el olor de mi madre. Y mis veinte años, o algo así tendría yo entonces, se diluyeron y la infancia se me instaló. Me senté a su lado y quise reposar en ella, olvidé mi postura de joven de derecha y le convidé de mi almuerzo, de mi risa, de algo de culpa a la hora de los cómputos cuando gané y de toda mi capacidad de olfato a esta señora que me deshizo con el olor de mi madre.)