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Y Victoria, con los ojos cerrados, debe haber soñado con la suya. Quizás soñaba con su padre, ese Bernardo oscuro y fornido que mostraban las fotografías, con sus bigotes gruesos y su pelo negro tan cerca de las cejas y que jugaba con su hija. Si tú eres mágico, papá, ¿qué magia me harás hoy día? Te haré desaparecer. ¿Cómo? Entonces él le hablaba al aire, abracadabra pata de cabra, y alzaba las manos moviendo cada coyuntura de los dedos como si de ellos emanaran imperceptibles efluvios y con voz de mago todopoderoso decía: a partir de este momento, Victoria será invisible. Acto seguido preguntaba, ¿y dónde está Victoria? ¡Desapareció Victoria! Ella corría alrededor de la pieza gritando, ¡aquí estoy, aquí estoy!, pero los demás simulaban no verla. Contenta giraba por la casa, ¡no existo, no existo!, pensando gustosa en las maldades que haría ahora que nadie la veía. Cuando la vencía el aburrimiento se arrimaba a los pies de su papá y tomándose de sus pantalones le decía, llegué, papá, llegué. Si éste no le respondía, se subía a sus piernas y le decía al oído, hazme aparecer, quiero estar contigo. Y él, con su magia total, la traía de vuelta a la vida. Una noche, Victoria, muy preocupada, lo llamó a su habitación y desde el calor de sus sábanas le dijo casi susurrando, papá, ¿qué pasa si alguna vez se te olvida que me has hecho invisible y quedo desaparecida para siempre? No, mi niña, no temas, no se me olvidará. Y si de repente algo te pasa, si debes irte en ese momento o si alguien te hace desaparecer a ti, ¿qué me pasará? Tu papá es un mago, nada te puede suceder. Y si así fuera, mi magia te traería de vuelta. Pero descuida, chiquitita, yo siempre estaré.

Y Sofía sueña, ¿qué sueña Sofía?

Sueña con su bicicleta amarilla, regalo de sus doce años. Sueña con la velocidad de ese amarillo brillante, cuando era la bicicleta más bonita del barrio, la mejor. Cuando gracias a ella consiguió que su vecino, ese chiquillo de ojos alertas, le dirigiera la palabra y la tomara en cuenta. Primero le prestó la bicicleta, luego lo invitó a su casa a escuchar el programa Fono Club en la radio a las cinco de la tarde, Paul Anka y Neil Sedaka, y Sofía miraba la hora y se las arreglaba para estar delante de su mesa de trabajo a las siete y allí la encontraba su madre, ya con los soquetes vueltos a poner y las medias nylon escondidas en el cajón. Su madre entraba con el uniforme blanco siempre colgando bajo el brazo, siempre un poco cansada y siempre confiando en que todo lo que Sofía hiciera estaba bien. Entonces Sofía sueña con los primeros besos del muchacho de los ojos alertas y en las baldosas rojas del suelo del pasaje que enfrentaba cada uno desde la puerta de su propia casa cada mañana, y en cómo esas baldosas no ayudaron a amortiguar los pasos cuando se pasaron a escondidas uno a la casa del otro. Y todo gracias a la bicicleta amarilla.

* * *

De la noche a la mañana me he transformado en el gran estorbo. No saben qué hacer conmigo, cómo tratarme, cómo hablarme. Cuando la angustia respira como una criatura viva, nadie quiere oírla. Eso sí, pasé a ser miel sobre hojuelas para los ociosos y para los espíritus caritativos, los que aman la caridad per se. Los síntomas físicos -¿o los aparentes debiera decir?- han desaparecido. Ya mi labio superior, sin su asquerosa curva, ha vuelto a su lugar. La kinesióloga ha rehabilitado mi mano y mi pierna derecha que nunca tuvieron nada, apenas una confusión en sus movimientos. Mantienen cierta debilidad, nada importante. Entonces, la familia en pleno contrató, como afirman ellos, al mejor fonoaudiólogo del país.

Mi tarea de ahora en adelante es aprender a hablar. Volver a aprender. Y quizás a leer y a escribir, pero sobre eso hay menos ilusiones.

Aunque en mi interior comienza a engendrarse una violencia totalmente desconocida para mí, cumplo con sencillez los actos ordinarios de cada día. Me levanto sola, lo hago tarde, por nada quisiera que me cundiera el día, ambición tan recurrente en otros tiempos. Me baño y me visto sin ayuda alguna. Me siento en el sillón blanco del living con sus manchas y sus recuerdos y miro la luz. La única ilusión del día es sentir el timbre y los frenos del bus cuando Trinidad llega del jardín infantil. La abrazo largo, sólo ella me habla en el mismo modo que lo hacía antes. No le importa -o no necesita- recibir respuesta. Mi Trinidad y yo hablamos en otro lenguaje, ése del puro amor. Me paseo por la casa, por el jardín, reviso las plantas, duermo siesta -nunca tengo sueño sino a esa hora-, la noche la hacen los calmantes. Tomo diversos remedios a diversas horas. Honoria es quien sabe los horarios y me persigue con ellos. Los tomo dócilmente, no tengo idea para lo que son. Casi todo lo hago dócilmente. Me escondieron la licencia para conducir. No necesitaban, soy obediente. Bastaba con decirme que una cosa más se había terminado.

Las horas cuelgan por mis brazos y por las puertas y las ventanas.

Está la televisión, que siempre he detestado, y las visitas, que detesto aún más. Tienen una inclinación a hablarme fuerte, como si el hecho de no responder implicase sordera. Me hablan fuerte y compulsivamente, no resisten la respuesta del silencio mío. Me hablan con tonos falsamente entusiastas, como si quisieran convencerme de que la vida sigue igual. Tratan de venir acompañadas, así se les hace más llevadero. Se preguntan y se contestan entre ellas. Pero lo más repulsivo es cuando los tonos se vuelven infantiles, como si mi condición fuera la del retroceso a la infancia o directamente a la oligofrenia. Nunca toleré antes la imbecilidad del baby talk, nunca le hablé a una guagua en lenguaje supuestamente de guagua, ni siquiera a las mías, cosa que espero que en sus subconscientes agradezcan. Me resultaba un suplicio entonces, cuando yo era normal, esto de visitar a mis amigas recién paridas o con niños chicos y escucharlas, ver cómo se transformaban en unas estúpidas baboseando palabras inexistentes, con pronunciaciones definitivamente desagradables y acústicamente perversas. Hoy debo resistir que me hablen así a mí. Nos tratan igual a Trinidad y a mí. Las dos niñas de la casa. Y estoy obligada a escucharlo todo, no puedo siquiera interrumpir, no tengo siquiera opción.

Me duele la cabeza permanentemente. Todo me irrita. Me agredo y me agredo. El no hablar hace que las sensaciones, cada una de ellas, se vayan para adentro. ¿Cómo explicar la tensión que esto produce? Siempre estoy llena, yo, llena de todo lo que veo, de lo que pienso, de mí misma.

Alguien describió mi estado actual como una vida en tono menor. No es eso. La estridencia de la nada -esta nada- lleva definitivamente a tonos mayores.

Me proponen trabajos manuales de distintos tipos, para que me distraiga, para que use mi energía, para que mate mi tiempo. Soy torpe con las manos. Probablemente termine bordando o algo de esa índole. Tejer no puedo, se me confunden las cuentas de los puntos.

Tuve la mala educación de ser atraída sólo por cosas de la mente.

Vivo en la reflexión permanente. Muchos gestos mecánicos -que antes fueron mecánicos- deben ahora reflexionarse. Eso me cansa. Nunca antes se me ocurrió que la ausencia de mecanicidad podría producir tanto cansancio y que la reflexión sobre lo que no se reflexionaba pudiese resultar tan extenuante.

La bulla aumenta mi irritación. La bulla interfiere los pensamientos, no deben caminar juntos en mí. No puedo pensar sino en silencio. Una cosa o la otra. O la bulla o el pensamiento.

Y la furia. Y yo que era tan suave. Llega, me toma, me palpita el corazón, me tiemblan las manos. Me ofusco, ofuscación por cualquier cosa, más aún si me pilla desprevenida. La furia me acomete cuando, olvidando lo que ha pasado, creo que puedo actuar como antes. Entonces mi cerebro se preocupa de recordármelo. La furia.

Yo no conocí esa palabra antes.