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Juan Luis, Jorge Ignacio, el Gringo. Tres veces negada. Como victima de Pedro has sido.

Negada, herida, y humillada. Y esa noche adherida a él le rogaste que te detuviera para siempre, estatuas de sal, sin salida para el lugar de allá o de acá. No podías soltarlo. Era la balsa escapando de tus manos en el río.

La balsa se fue.

Y el Gringo también.

Luego te fuiste tú, a tu singular manera.

* * *

Y así fue como nunca llegué a vivir a Nueva York.

Y así fue también como murió la mitad de mí misma.

Una parte mía murió cuando partió mi marido con mi hijo. Supe, a ciencia cierta, que nunca más sería la misma. Pensaba en esa última noche en el campo y algo me decía que la fuerza de la nostalgia no era equivalente a la simple y loca ambición de la resurrección.

TERCERA PARTE

(EL CAMPO)

Así escribió Emily Dickinson:

«como se dijo del Pájaro convaleciente:

Y elevó luego su Garganta

Y esparció tal Nota-

Que el Universo que la oyó

Aún está por ella herido -».

Así me habló Emily Dickinson.

* * *

El gran error del fonoaudiólogo fue traerme las cintas en que grababa nuestras clases para que escuchara «mi aprendizaje».

Me las puso en la grabadora que siempre ocupa. Nunca lo había hecho. Probablemente pensó que me estimulaba, que la deficiencia me impulsaría a poner más de mí misma. Tremendo error.

Oí esas cintas.

Fue al final de ese día que tomé mi decisión.

He optado por el silencio.

Para decir pedazos de palabras sin control de su tono, para escuchar con mis propios oídos esos ruidos guturales que nada tienen que ver conmigo sin responder a la orden que le doy a mi cerebro, para sentir cómo mis cuerdas vocales se disparan cambiando la intención que viene de mi mente, prefiero guardar silencio.

Yo, la más hastiada.

El hastío.

Hastío que sentía, hiciese lo que hiciese. Hastío al despertar cada mañana, al bañarme y al vestirme, al caminar mi casa y constatar cada orden hecho por mis manos, al atravesar los ventanales ociosos, hastío que no dejaba de sentir al mirar la cara leal de Honoria, al escuchar la voz de Trinidad, tan querida, al sumergirme cada noche en esa gran cama protectora, al vivir la suavidad de las sábanas -tiernas las sábanas que me hastiaban- y el hastío no se detuvo nunca, al peinarme en el espejo y verme aún, ni siquiera en la risa de Victoria o en la solidaridad de Sofía. Hastío que seguí sintiendo hasta del recuerdo del Gringo, de sus brazos y del porfiado verde de sus ojos, hastío siempre, hasta ese momento exacto en que escuchando la cinta con mi nueva voz -sonidos incrustados en la garganta- construyendo una Blanca nueva y furiosa, decidí que jamás habría de hablar de nuevo y que mi voz desaparecería para siempre, en la memoria de los otros y en la propia.

Comienza esta extraña liberación.

* * *

Mi decisión lo marcó todo. Fue empezar otra vez -otra maldita vez- de cero. Empezar del silencio total para quedarme en él.

Blanca está loca.

Eso dijeron cuando me cubrí con las sábanas ante la súper experta, esa pedante que me trajeron cuando rechacé seguir con el fonoaudiólogo. «Soy una especialista en problemas del habla y del lenguaje…». Aludió también a «graves transtornos de comunicación». La detesté. No salí de mi escondite de las sábanas. Odié su boca angosta, siempre es la avaricia en los labios angostos, ese pelo tan negro y el vestido naranja. ¡Nadie puede vestirse de naranja!

Me quemo en mi propia violencia.

Me llega el murmullo: Blanca es una cobarde. ¿Es el murmullo de mi imaginación? Claro, para Sofía mi opción no puede sino depender de la cobardía.

La inmadurez, Blanca, es tener fantasía de cosas efímeras, me dijo Alfonso un día, hace años, temeroso que cuanto yo quisiera fuese de corto alcance, o de cosas que duran poco.

Cuando yo era chica tenía enorme atracción por los enanos, aunque no por los enanos feos ni deformes. Supongo que debí haberme inspirado en los de Blanca Nieves. Y el anhelo más ferviente era tener uno para mí. Elegí un pequeño montículo de tierra seca en el campo y decidí que allí aparecería uno. ¡Qué voluntarismo maravilloso en esa edad! Yo estaba convencida de que mirando fijo la tierra, por el sólo fervor de mi deseo, el enanito aparecería. Cuanto más miraba, más segura estaba de que él llegaría. Me costó mucho entender que ello no sucediera, y al lamentar que los designios fueran tan avaros, comencé a crecer.

Una sola cosa necesitaba decir antes de enmudecer del todo, una sola. Debía pedirle a Sofía o a Victoria que le avisasen al Gringo. No de mi enfermedad, por ningún motivo. Al contrario, que le dijesen que me fui a Nueva York. Era la única noticia que me daría la seguridad de que él no volvería. Así no tendría ni la compasión ni la mirada del ayer sobre un hoy repulsivo. Todas las humillaciones por las que he pasado desde que enfermé palidecen ante una irresistible: que el Gringo me viese en estas condiciones. Evitarlo como fuera, aunque significasen todas las sesiones que hice con el fonoaudiólogo y los esfuerzos hasta que me comprendieran: que el Gringo no vuelva por ningún motivo. Sofía lo entendió, el Gringo no volverá. Ya puedo enmudecer en paz.

Permanecer así, con la ilusión de que habría vuelto algún día a buscarme.

* * *

Trini delira de fiebre. Busco el termómetro, se lo pongo, trato de discernir el resultado, no puedo. Qué más da. Que diga 39 ó 41, Trini arde igual. La fiebre de los niños fue siempre un asunto mío. Nadie sino yo las veía venir, especialmente en Trinidad, que daba menos índices de albergarla en el cuerpo que cualquier otro niño. Nunca Juan Luis ni Honoria ni mi mamá captaron las fiebres de mis hijos. Fui siempre yo.

Traigo paños fríos, se los pongo en la frente, en el estómago, ella grita, la abrazo. Pasan las horas, no pareciera bajarle. Me apego a ella y la acaricio en la oscuridad.

Pienso en las noches de las mujeres: qué gran injusticia son las noches de las mujeres, las únicas del hogar cuyos ojos son permanentes lámparas encendidas, oídos escrutadores, atento al acontecer de las tinieblas. El ronquido del marido, la pesadilla del niño, la rata que cruza el techo con raro y distinto estrépito, el desvelo del hijo mayor. Todo en sus manos. Todos duermen tranquilos; ella vela. Ella es la asequible: la guardiana de la noche.

Afásica y todo, al menos Trinidad me tiene a su lado. Hace años mamá me dejó: partió con papá a Europa en medio de mi escarlatina y de mi fiebre tan alta. Yo tenía la edad de mi hija. A Trini no le ocurrirá eso. Me tiene.

Trini, trinidad, mi trino, mi trinante.

Al día siguiente, Pía llama al doctor.

– ¡Y no le pusiste un supositorio siquiera! -me acusa Pía.

Ya sé. La familia decidirá que no estoy capacitada para cuidar a una niña tan pequeña.

No la soltaré, aunque sea lo último que haga en mi vida.

Oigo de una plaga de ratones en el barrio. Demolieron una casa antigua para hacer otro de esos palacetes al estilo mexicano, tan de moda entre los ricos recién llegados que se tomaron este barrio. Mucha fachada estilo Barragán, pero olvidaron desratizar.

Pía llama a una empresa de nombre Terminator, para desinfectar nuestras dos casas. A los pocos días de terminado el trabajo, entro a mi baño en la mañana. Como de costumbre, cierro ambas puertas con pestillo, la que da a mi pieza y la que da al patio de luz lleno de plantas. Prendo luces y termostato y me instalo ceremoniosa al lado de la tina, pongo el tapón y echo a andar el agua caliente, gozando con su contacto cada vez que interrumpo el chorro con mi mano. Y de repente siento una presencia extraña. Ojos que me miran fijo. Frente a mí, a medio metro, un enorme ratón -guarén, para ser precisa-, ni muerto ni vivo. Atontado, envenenado, mirándome fijo